EL ESPEJO PERDIDO Y LAS IMÁGENES REFLEJO

Las imágenes desempeñan un papel fundamental en las complejas relaciones que tenemos con las diferentes formas de cultura. Como dice Andrea Soto Calderón en La performatividad de las imágenes (Metales pesados, 2020) estas no se reducen a lo visible, son también dispositivos que crean cierto sentido de realidad. Toda imagen tiene sus sombras, restos a través de los cuales podemos interrogar a la realidad y hacer aparecer otras miradas, porque el pasado- dice Soto Calderón, parafraseando a Walter Benjamin– tiene una energía disponible que, mediante la crítica, podemos actualizar para levantar otras memorias y configurar otro presente, mediante un cuestionamiento permanente de nuestro ser histórico. Sin duda, es en este sentido como actúa la excelente exposición El espejo perdido que desde hace unas semanas se puede contemplar en el Museo del Prado. Una magnífica muestra sobre la representación de judíos y conversos en la España medieval, como indica su subtítulo.

El texto introductorio dice que toda imagen creada es un espejo que refleja nuestros modos de ver ya que miramos el mundo o a las otras personas a través de nuestra mentalidad. Aunque cristianos y judíos entonces convivían en un mismo territorio con fronteras religiosas permeables, la estigmatización visual de los judíos fue un fiel reflejo del espejo cristiano, de sus creencias y miedos, a la vez que un poderoso instrumento de afirmación identitaria. En muchos casos, son representaciones falsas -auténticas fake news- empleadas a lo largo de la historia para difamar a los judíos, al mismo tiempo que servían para reafirmar las costumbres de los católicos. Aparecen judíos intentando destruir hostias sagradas o robando un icono de la virgen, precisamente en momentos históricos en los que era necesario divulgar la eucaristía o el culto mariano. En alguna ocasión, mientras construía el entramado conceptual de la exposición Tratado de Paz, escuché a su comisario, el artista Pedro G. Romero, afirmar que la extensión de la ganadería porcina y la propagación popular del jamón ibérico o las chacinas se produjeron precisamente en aquellos territorios donde los conversos al cristianismo, tanto los marranos judíos, como los moriscos musulmanes, debían expresar su aprecio a la carne de cerdo para demostrar su autenticidad cultural cristiana. Ya nos lo recordó el psicoanalista Jacques Lacan en El estadio del espejo como formador de la función del yo donde decía que aquello que nos disgusta o nos agrada de otra persona, en verdad, no es otra cosa que un reflejo de nosotros mismos.

Desde la Edad Media temprana hasta el Holocausto o Shoa (catástrofe en hebreo) -el genocidio sistemático perpetrado contra los judíos por los nazis durante el Tercer Reich (1933-1945)-, el antisemitismo, como proyecto de exclusión, expulsión y exterminio se fue construyendo en base a estereotipos culturales y raciales. Es decir, formas de representación de atributos y rasgos esencialistas que, mediante la simplificación de los prejuicios y la exacerbación de tópicos negativos, únicamente tienen por objetivo deshumanizar, y generar odio y xenofobia.

Como respuesta internacional a aquellos trágicos hechos, tras finalizar la Segunda Guerra Mundial, en 1948, en el territorio conocido como Palestina, ocupado y colonizado por Inglaterra, se constituye el nuevo Estado de Israel, cuya denominación corresponde al nombre bíblico dado por los judíos a la tierra prometida. Hasta entonces, allí convivían -con tensiones internas y externas constantes- árabes musulmanes, árabes cristianos, judíos y otras confesiones minoritarias.

No cabe duda de que la proclamación de independencia respondió al legítimo reconocimiento internacional de la Asamblea General de las Naciones Unidas (ONU) -también se opusieron algunos países- por el cual se confirmaba el derecho de los judíos a tener una patria donde vivir libremente. Pero, por otro lado, de manera menos justificada, ese apoyo a su vez admitió implícitamente que se pudiera discriminar y segregar a todos aquellos que no formasen parte del mismo proyecto de afirmación identitaria. Así pues, Israel se ha consolidado como proyecto nacional a la vez que, enarbolando el derecho a la legítima defensa, ha construido un sofisticado y cruel sistema de exclusión y expulsión contra la mayoría de los palestinos.

En este sentido, salvando las distancias históricas, también el sionismo que siguiendo teorías ultranacionalistas propugna la creación de un Estado-nación exclusivamente para judíos, se podría considerar como un espejo del antisemitismo. Ambos comparten el mismo supremacismo racial o étnico, cultural o nacional, como dice Santiago Alba Rico en una reciente entrevista realizada por el profesor de filosofía de la Universidad Complutense Carlos Fernández Liria. Tener la convicción de una naturalizada superioridad y preponderancia moral les hace creer que están autorizados a emprender todo tipo de iniciativas de deshumanización, incluso muy violentas, contra cualquiera que se oponga al proyecto sionista. Para esta concepción de la identidad, que podría asimismo aplicarse al jihadismo islamista -añade Alba Rico-, la existencia del otro diferente siempre es un peligro o una amenaza, incluidas niñas y niños. De este modo, los palestinos se convierten en enemigos o en animales humanos, como denominó el ministro de defensa israelí a los habitantes de Gaza. Cuando unos y otros utilizan las mismas tácticas de deshumanización, el resultado siempre es el mismo: es muy fácil matar y aceptar la muerte sin un ápice de compasión».

En palabras de Judith Butler, extraídas de una reciente entrevista para Democracy Now, traducida en Pensamiento Crítico por María José Belbel y Esteban Pujals:“(…) las palestinas y palestinos han sido etiquetados como personas cuya pérdida no puede ser llorada. Esto equivale a decir que sus vidas no tienen valor y que no pueden persistir ni prosperar en este mundo. Si pierden la vida, dicha pérdida no se considera verdadera, porque no solo son algo menos que humanos, sino que además constituyen una amenaza para la idea de lo humano que defiende la política sionista, compartida por los actuales gobiernos de Israel, Estados Unidos y muchos otros gobiernos occidentales.”

Para esta filósofa, autora de Parting Ways: Jewishness and the Critique of Zionism (Columbia University Press, 2013)- Separando caminos: el judaísmo y la crítica al sionismo- (precisamente leo en el periódico Liberation que el Ayuntamiento de Paris, presidido por la socialista Anne Hidalgo, ha cancelado su participación en un encuentro público contra la instrumentalización del antisemitismo, previsto para el día seis y organizado por “Jewish Voice for Peace”, una organización judía antisionista), mientras Palestina no sea libre y a sus habitantes no les sea posible vivir como ciudadanos y formar parte de una democracia, se seguirá produciendo algún tipo de resistencia armada como la de Hamas, aunque se la considere una organización terrorista. Así, el bucle, amigo-enemigo, acción-reacción seguirá siendo el caldo de cultivo de un conflicto que nos volverá a dejar imágenes de terror y horror, porque toda victoria esconde una derrota, y el clamor de los vencidos cobra vida, en algún momento. La conmoción que nos producen las imágenes de este último capítulo del largo conflicto, tan solo se puede sanar si, como dice la misma Butler que se reconoce judía, somos capaces de parar la guerra y se permite el retorno de todos los expulsados de sus tierras para que, con el apoyo internacional, puedan reconstruir sus casas y vivir una vida digna.

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