El 1 de diciembre del pasado año se celebró en la Escuela de Arquitectura de Donostia/San Sebastián un homenaje al arquitecto Miguel Garai, fallecido unos meses antes el 15 de marzo. Viene bien recordar que el edificio de esa escuela fue una de sus obras más emblemáticas, proyectada junto a Santos Barea, que fue precisamente quien me invitó a participar en el acto. En la medida que el resto de ponentes hablarían con más fundamento y criterio sobre sus cualidades profesionales, pensé que mi aportación debía circunscribirse a describir la relación que Garai tuvo con Arteleku, el desaparecido Centro de Arte y Cultura Contemporánea que la Diputación Foral de Gipuzkoa sostuvo durante casi tres décadas en el barrio de Loyola de Donostia-San Sebastián y que tuve el orgullo de dirigir entre 1987, prácticamente desde su apertura, hasta finales del año 2006.
La existencia de Arteleku se inscribió en una profunda convicción política que entiende el apoyo al sistema de la cultura y al arte como una parte más de los servicios públicos destinados a extender los derechos sociales de las personas. Con ese mismo espíritu, como servidores civiles, trabajamos las personas que formamos parte de sus equipos de gestión. Sin su eficaz trabajo y entrega personal la historia de Arteleku no hubiera sido posible.
Arteleku fue una institución algo anómala, quizás excepcional y algo excéntrica; descentrada en relación con el panorama del sistema del arte de aquellos años, pero también periférica con respecto al territorio de la ciudad. Fue, como expresa el significado literal en castellano de la palabra Arteleku, lugar del arte, pero también fue estancia-casa-estudio para artistas. Aquella antigua fábrica de suministros eléctricos, reconvertida en factoría y laboratorio de arte y pensamiento contemporáneo, dejaba transformar su arquitectura, modificar su constitución material, para permitir adaptar el edificio a las necesidades que, paulatinamente, el programa iba requiriendo. Esta condición maleable y flexible no es fácil de encontrar en las instituciones culturales, muchas de las cuales quedan sujetas, incluso encadenadas, a las obligaciones formales y las exigencias patrimoniales de sus arquitecturas que, en demasiadas ocasiones, se convierten en paralizante rigidez orgánica.
Se podría decir que, desde su fundación, Arteleku casi siempre estuvo en obras, literal y conceptualmente, en permanente construcción. O, quizás en deconstrucción, como Fernando Golvano nos recuerda en su texto Arteleku: una espiral de mutación al servicio del arte y el pensamiento. No en vano, en poco tiempo, pasó de ser una institución pensada desde el arte a convertirse en otra que también acogía actividades y proyectos relacionados con cuestiones y problemas del campo de la cultura contemporánea, como la propia arquitectura. Estar en construcción suponía una permanente disposición a cuestionar sus objetivos programáticos a la vez que, en consecuencia, su materialidad arquitectónica. Este fue el espíritu con el que se abordaron todas las reformas del edificio.
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