El periodista Andrés Rubio en España fea. El caos urbano, el mayor fracaso de la democracia (Debate, 2022) analiza las causas del deterioro y la destrucción de los paisajes españoles. Hace hincapié sobre todo en los de la costa, pero sin olvidar los pueblos, que han visto cómo se han despoblando, y las ciudades del interior, haciendo hincapié en el desastre urbanístico de Madrid. Se hace muchas preguntas y examina de forma pormenorizada las razones por las que algunas políticas urbanísticas locales han sido tan dañinas con el paisaje. Durante las últimas décadas, a causa de las políticas económicas orientadas al turismo masivo y al consiguiente crecimiento de las industrias de la construcción, no ha dejado de crecer el proceso de urbanización caótico de las costas peninsulares y la tendencia a la concentración de la población en las grandes ciudades.
Es evidente que en las últimas décadas, debido a las necesidades demográficas y los modelos de ciudad propiciados por un crecimiento económico prácticamente incontrolable, la construcción inmobiliaria y de redes viarias o la arquitectura de servicios han ido ganando terreno al territorio verde, a las huertas, las arboledas, los prados o las alamedas fluviales, las cuales también forman parte sustancial de las ciudades. Casi sin darnos cuenta, o al menos mirando para otro lado, nuestros hábitats se han ido conformando a base de asfalto y cemento. Es verdad que esa dinámica constructiva se suele corregir con la creación de parques y jardines, pero las políticas ambientales y mucho menos la agenda ecológica, lamentablemente, todavía ocupan un lugar secundario o testimonial en las prioridades política, cuando debían ser prioritarias.
Como todas las vísperas de jornadas electorales, igual que mis amigos «Los Torreznos», me he puesto a pensar en este «día de reflexión» y no paro de preguntarme porqué el PP y VOX hablan tanto y a todas horas de libertad. Y he llegado a la conclusión de que igual no es más que un parapeto, una especie de mantra defensivo tras el que esconder sus auténticos propósitos políticos, sociales y económicos.
Estos días navideños hemos vuelto a escuchar comentarios despectivos y han resurgido los debates locales y las trifulcas políticas en relación con las representaciones navideñas y la supuesta falta de legitimidad de algunas figuraciones contemporáneas que han intentado actualizar las “tradicionales” y, supuestamente, “auténticas” composiciones navideñas. Todos recordamos el lío que se organizó hace dos años con los cambios en las vestimentas y el estilo de la cabalgata de reyes madrileña –en el fondo otra escusa simbólica, parte de las guerras culturales, para atacar al gobierno de Ahora Madrid-; las discusiones sobre las reinas magas o los recién incorporados drag queen en la cabalgata de Vallecas.
Os dejo algunos fragmentos de una entrevista que me hicieron en Sevilla semanas antes de abandonar la Dirección General de Contenidos de Madrid Destino. Poco después de mi nombramiento escribí en mi blog que era plenamente consciente de que, por las características del cargo, de la misma manera cualquier día podría dejar de serlo, pero que en ningún caso perdería el sentido de la realidad y la proximidad con las personas. Así que por aquí me tendréis.
Estos días, cuando de nuevo observo las imágenes de miles de african@s ahogándose en el Mediterráneo o familias enteras del este huyendo de sus países en guerra, vuelvo a pensar que aunque en Europa coexistimos en un aparente estado de paz, en realidad estamos inmersos en un proceso permanente de militarización de nuestras vidas y, en consecuencia, cada vez más cerca de vivir en un permanente estado de excepción.
Parafraseando a Achille Mbembe, creo que en nuestro mundo las armas y los ejércitos se despliegan con el objetivo de una destrucción máxima de las personas y de la creación de mundos de muerte que, además de un gran negocio, es la forma de política que organiza el mundo. Es lo que el profesor camerunés denomina Necropolítica: formas únicas y nuevas de existencia social en las que numerosas poblaciones se ven sometidas a condiciones extremas de pobreza que les confiere el estatuto de muertos-vivientes. De esta manera, la expresión última de la tan cacareada soberanía europea reside, principalmente, en el poder y la capacidad de decidir quién puede o no vivir y, por tanto, quien debe morir. Este control sobre la vida de los seres humanos, nuestras herman@s de especie, presupone la división en diferentes grupos y, por tanto, el establecimiento de una segregación biológica entre unos y otros. La seguridad que protege la Europa del bienestar y refuerza nuestra acomodada sociedad se basa, por tanto, en la percepción de la existencia del Otro como un atentado a nuestra propia vida, como una amenaza mortal o un peligro absoluto que justificaría la eliminación física de todas esa personas inocentes. Es decir, racismo en estado puro.
Durante las fiestas navideñas, las metáforas sobre la vida y la felicidad son recurrentes. No en vano, el solsticio de invierno es la ocasión propicia para celebrar la renovación del ciclo vital y despertar esperanzas. La misma celebración del nacimiento de Jesús también es una alegoría cristiana sobre la llegada de la nueva luz, es decir, el comienzo de los días más largos en el calendario solar.
Los medios de comunicación y, sobre todo, la publicidad son especialmente proclives a vincular estas fechas con el renacer de las ilusiones perdidas y los sueños malogrados.
Este año, ha destacado por méritos propios el anuncio donde vemos a un apesadumbrado hombre entrado en años, llamado Manuel, que baja al bar Antonio, obligado por su pareja. Allí, los habituales parroquianos del lugar celebran felices que les ha tocado la lotería, pero lamentablemente él no puede compartir su alegría porque, por su precariedad económica, precisamente ese año no ha podido adquirir su habitual boleto. Por supuesto, en la parte final del spot, esa cruda realidad es sustancialmente alterada -en sentido totalmente opuesto- cuando el contrariado protagonista comprueba emocionado que, gracias a la generosidad de su amigo también tenía reservado su correspondiente décimo.
El efecto mágico de la transmutación de la realidad se ha producido y de esa manera, gracias a la “bondad y humanidad” de Antonio, nos podemos olvidar del paro y la pobreza, las causas por las que Manuel no pudo comprar su pequeña parcela de ilusión anual. Una bonachona ficción ambivalente, pero profundamente reaccionaria, sea impone a la triste realidad, intensamente política, que hay que camuflar con todos los medios posibles para que estos días la felicidad del consumo y la aparente vida ordinaria no sea vea alterada. El espejismo funciona.
En cierto modo, se parece mucho a los discursos optimistas del gobierno y los de los líderes económicos europeos empeñados en demostrarnos que lo importante es la economía de los poderosos, motor del progreso y, en consecuencia, fuente de bienestar para el resto de los mortales. Nos quieren hacer creer, mediante deslumbrantes datos macroeconómicos, que la economía de nuestra vida cotidiana también ha superado la crisis. Por tanto, podemos celebrar con cava y caviar el fin del malestar social, a pesar de que, a renglón seguido, admiten que todavía hay unos que sufren más que otros.
Esa Europa que un día se fundó, precisamente, sobre los principios del humanismo ilustrado y la justicia social, parece empeñada -ahora más que nunca- en aplicar políticas de inspiración monetarista y competitividad económica, por encima de los principios constitucionales que un día la señalaron como ejemplo del mundo.
De este modo, Manuel, más que un feliz elegido por la fortuna, parece un vivo ejemplo de esa política antihumanista que nos parece decir, bien a las claras, que si queremos competir con economías emergentes debemos aplicar, no solo políticas de austeridad, sino medidas radicalmente opuestas al denominado estado del bienestar. Es decir, como nos recuerda Franco Berardi “Bifo” en La Sublevación, si esos países tiene unos costos laborables más bajos que los europeos, debemos rebajar los salarios; para ser competitivos con esas economías, cuya jornada de trabajo jamás se termina y cuyas condiciones laborales están privadas de toda regla y derecho, también nosotros debemos abolir los límites del trabajo, desregular nuestros derechos, convertir en obligatorio lo extraordinario y renunciar a la seguridad en el trabajo.
Ahí está, sin ir más lejos, la última propuesta de libre comercio entre la Unión Europea y EEUU: Asociación Transatlántica para el Comercio y la Inversión, conocida como TTIP, que aumentaría, más si cabe, el poder de las grandes empresas, desregularizaría los mercados, rebajando los niveles de protección social y medioambiental de forma drástica; y para favorecerlo, también se limitaría la capacidad de los gobiernos para legislar en beneficio de los ciudadanos así como el poder de los trabajadores en favor de los empresarios. Sus mayores críticos también lo califican de una pesadilla para la democracia.
La crisis económica, que desde 2008 marca el paso de las políticas económicas de las sociedades más ricas, ha introducido en nuestras casas, en la de Manuel y muchos de sus vecinos, en nuestras vidas, lo que la ficción de la promesa capitalista de una vida mejor para todos nos permitía ignorar: los límites humanos, sociales y ambientales del actual régimen de explotación del mundo global. Así, la evolución del régimen imperante, requiere no solo la revocación de la herencia humanista, tan falsamente cacareada estos días, sino ya puestos, si aceptamos que esta palabra significa algo, la abolición de la democracia.