IMAGINARIO POPULAR NAVIDEÑO

Estos días navideños hemos vuelto a escuchar comentarios despectivos y han resurgido los debates locales y las trifulcas políticas en relación con las representaciones navideñas y la supuesta falta de legitimidad de algunas figuraciones contemporáneas que han intentado actualizar las “tradicionales” y, supuestamente, “auténticas” composiciones navideñas. Todos recordamos el lío que se organizó hace dos años con los cambios en las vestimentas y el estilo de la cabalgata de reyes madrileña –en el fondo otra escusa simbólica, parte de las guerras culturales, para atacar al gobierno de Ahora Madrid-; las discusiones sobre las reinas magas o los recién incorporados drag queen en la cabalgata de Vallecas.

Mucho más en concreto, en mi pueblo, Tolosa, hemos vuelto a escuchar las reiteradas quejas contra el belén municipal instalado en la Plaza del Árbol de Guernika, realizado a finales de los años ochenta por los profesores de aquel primer taller de artes de la Casa de Cultura, formado por Amaia Biurrun, Iñaki Epelde (que en paz descansen) José Luis Longarón y Arantxa Munita (nunca he sabido si ese desprecio popular es por que el belén está viejo y degrado y mal iluminado, descuidado y nada renovado –me consta que Epelde se empeñó muchas veces en mejorarlo- o porque es “feo” y “raro”, aunque sospecho que lo primero oculta lo segundo). En aquellos años de renovación democrática y de cierta apertura a la aventura formal aquellos artistas trataron de compaginar cierta modernidad de inspiración oteiziana con el tradicional gusto popular. En un complicado equilibrio, nunca resuelto del todo, intentaron conjugar cierta osadía artística con el beneplácito de los que pudieran sentirse provocados por aquellas nuevas imágenes, poco fieles a las convenciones belenísticas al uso, fundamentalmente heredadas de la tradición barroca napolitana e implantadas en España por Carlos VII en el siglo XVIII, primero en la aristocracia y más adelante adoptadas por el imaginario popular.

Cuando el psicoanalista Jaques Lacan se refería al imaginario quería decir que este se constituye siempre a través de la imágenes. Tod*s tenemos uno sobre la navidad. Nos viene dado por las imágenes que nos han rodeado, en cierto modo impuestas, desde la niñez. Este imaginario nunca será lo mismo para un niño rico de París que para una habitante de alguno de los desolados suburbios de Bamako. No lo es para una católica que para un luterano. Desde luego muy diferente para un agnóstico o ateo que para un ferviente creyente. Para el primero la navidad forma parte del calendario de acontecimientos culturales y para el segundo sigue siendo parte de los rituales religiosos.

Nuestros padres, que nacieron a principios de siglo y después padecieron la Guerra Civil, la posguerra y sus miserias –seguramente no tuvieron ni un triste belén en sus casas-, no pudieron imaginar la navidad de igual manera que mi generación, crecidos en pleno franquismo, donde la tradición se imponía por decreto; y mucho menos del mismo modo que nuestras hijas y nietos, criados en la época de desarrollo económico y abundancia, cuando el consumo, en un alarde de cosmopolitismo de cartón piedra, nos implantó, sin apenas ser conscientes de su invasión, la multiplicación carnavalesca casi infinita, de nuevos bibelot, elfos, duendes, príncipes, personajes de star wars, harrry poter y demás héroes cinematográficos importados de las fantasías procedentes de las grandes factorías del ocio y el entretenimiento – por cierto nada inocentes ni religiosas- o iconos de otras nieves, como Papa Noel, incorporado gracias a la pericia globalizadora de los Cortes Inglés de turno y sus aliados comerciales internacionales que también han añadido a su cadena de valor los Halloween, Blak Friday y demás excusas culturales para exacerbar el mercado hasta límites insospechados. Y qué decir del imaginario navideño de todas las criaturas que, junto a esta confusión internacional de mitos, por un afán identitario local tuvieron la gracia de conocer al Olentzero vasco, un sencillo morador de la literatura tradicional, al que poco tiempo después, a causa de un ejercicio de corrección política igualitaria, acompañó Mari Domingi, mencionada en el cancionero popular como esposa del primero. Pocas similitudes encontraremos entre aquellas humildes navidades celebradas por nuestros abuelos, y la actual, donde la ansiedad y la compulsión consumista nos impide reconocer algún valor simbólico, ciertamente significativo, en las imágenes navideñas.

El imaginario navideño se compone y descompone, se hace y deshace. Así que digámoslo claro: nunca es neutral, porque las imágenes tampoco lo son; todas son el resultado de algún contexto histórico y de cierta “manipulación” ideológica para influir en la actitud de una comunidad respecto a alguna causa concreta y su arraigo popular.

Sin embargo, lo importante no es esta constatación sino la revelación que esconde, ya que, como plantea el historiador del arte y ensayista francés Georges Didi-Huberman, toda imagen también nos permite determinar qué es lo que la mano del hombre ha hecho exactamente, cómo lo ha hecho, para qué y con qué propósito. Ninguna imagen es inocente, por si misma. Más allá de falsos registros de autenticidad, de reivindicaciones de no se qué verdad naturalista de las imágenes, lo cierto es que la vida sigue y las formas y las costumbres, queramos o no, para bien o para mal, también evolucionan y se trasforman. Frente a cada imagen lo que deberíamos preguntarnos es cómo nos mira, cómo nos piensa y cómo nos toca a la vez. Cada cual puede determinar cómo dejarse afectar por ella o distanciarnos, es decir señalar nuestros propios límites, frenar los excesos de su furia para que su proliferación no nos nuble la capacidad de dejarnos sorprender. No hay duda de que vivimos inmersos en un mundo abarrotado de imágenes, pero nos dejamos atravesar por ellas sin demasiada capacidad de discernimiento e inteligibilidad porque el exceso inabarcable nos limite las posibilidades de atención, como el resplandor de un fuego que quema. Pensar las imágenes y desvelarlas supone también intervenir en el mundo, volver a ordenar nuestro universo simbólico y los valores que los acompañan.

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