EL IM(POSIBLE) CENTRO MULTICONFESIONAL EN EL 2028

En la arquitectura religiosa el punto básico para su renovación son los problemas para la recreación del espacio religioso y para ello la primera regla sensata es la desocupación del espacio, limpiar de formas intermedias y parásitas simbólicas y ornamentales, el espacio interior. Abrir el camino directo entre el hombre y Dios, su propia intimidad de la conciencia”.

JORGE OTEIZA, 1958 

Cuando aquella fría mañana de los últimos días del año 2017, Felipe de la productora Zemos 98 se puso en contacto conmigo para proponerme escribir el guion de la siguiente película de Juan Bravo, pensé que no eran muy conscientes de lo que estaban haciendo. No me cabía en la cabeza que, conociendo mi estilo de escritura tan poco imaginativa, pensaran en mí para realizar una película de ciencia ficción que debía desarrollarse en el 2028. Había cientos de escritoras y otros tantos expertos narradores con mucha más experiencia y, desde luego, con más capacidad inventiva. De todos era conocido que yo no era muy creativo. Toda mi vida me había dedicado a mediar con el talento artístico de las demás. Como solía decir mi buen amigo Ritxi, mi trabajo se parecía mucho al de las hackers o al de los costureros. No en vano la palabra texere, que quiere decir texto en latín, significa también coser.

De hecho, mi principal metodología de trabajo era la gramática del contacto, esa forma de reconocer todas las voces y conocimientos que habían atravesado mi vida, que me permitía citar, reescribir a partir de otros textos, remezclar para volver a hacer y rehacer. Hay un escritor de Tolosa, mi pueblo, llamado Karlos Linazasoro –al que conocí hace muchos años cuando era alumno de mis clases de Historia del Arte en la Ikastola Laskorain- notable poeta y novelista, que ha inventado un nuevo verbo para nombrar esa forma de escritura que no tiene vergüenza en aceptar esa condición dependiente de la voz y el texto ajeno: plagiacitar. Cuando lo leí, le comenté que, en cuanto pudiera lo utilizaría, eso sí, mencionado el código fuente. Al fin y al cabo, el mutuo reconocimiento también supone la compensación recíproca.

A pesar de mis dudas, decidí aceptar la invitación porque el reto me lo proponían mis buenos amigos sevillanos que además iban a conmemorar el vigésimo aniversario de aquel pionero festival celebrado por primera vez en El Viso del Alcor.

Si había algo que me atraía de aquel encargo era la idea subyacente, la noción misma del viaje a través del tiempo como a Sidney Orr, uno de los protagonistas principales de La noche del oráculo, la célebre novela de Paul Auster, que leía cuando me llamaron, donde el director de cine Bobby Hunter le encarga escribir un guión basado en La máquina del tiempo de H.G. Wells.

Si Zemos 98 me hubiera dado a elegir entre ir adelante o hacia atrás en el tiempo, desde luego no lo hubiera dudado. Tanto a Sid como a mí nos parecía que, al contrario del autor de La guerra de los mundos, la mayoría de nosotros hubiéramos decidido ir a parar al pasado. Así lo corrobora en la novela cuando afirma que preferiría con mucho encontrarse entre los que ya no viven que con los que aún no han nacido. Además, con tantísimos enigmas históricos por resolver – se pregunta, ¿cómo es posible no sentir curiosidad por saber cómo era el mundo en, digamos, la Atenas de Sócrates o La Virginia de Thomas Jefferson? ¿Cómo resistirse al impulso de volver a encontrarse con los seres queridos que ya no están entre nosotros? ¿Ver a tu padre y a tu madre el día que se conocieron, por ejemplo, o hablar con tus abuelos cuando eran pequeños? En cualquier caso, ¿alguien rechazaría esa oportunidad a cambio de un vistazo a un futuro desconocido e incomprensible?

Además, el guión se complicaba aún más porque el encargo incluía la obligación de centrar el relato de la película en una Capilla Multiconfesional, gestionada mediante un régimen comunitario, sin propietario privado ni gubernamental. Precisamente todo lo contrario a lo que ocurría a finales de la primera década del siglo. Las iglesias monoteístas, encerrándose en sus indiscutibles verdades y dogmas absolutos, habían emprendido una huida hacia delante, un viaje a sus propias esencias para convertirse –nunca mejor dicho- en auténticos fortines ideológicos. La religión se había transformado en reducto de un nosotros defensivo e identitario que abría todos los truenos de la violencia imprevisible. Habíamos llegado a un estadio de la civilización donde las alarmas del miedo eran el sonido habitual de nuestras calles.

Lo más triste de la situación era comprobar cómo aquellas guerras de la diferencia ocultaban los verdaderos problemas sociales que veníamos arrastrando desde hacía años por mor de un sistema económico que había convertido a la mayoría de la gente de todo el mundo, de cualquier raza o religión, en esclavos de la miseria causada por la insaciable sed de dinero y ambición de poder de algunos avariciosos desaprensivos.

Nada mejor que aquellas confrontaciones religiosas e identitarias para ocultar la auténtica realidad en la que ese élite depredadora y extractiva nos obligaba a vivir. Ya no era tan solo la religión, como el opio del pueblo, o la nación, como alienación de clase, como nos adelantó Marx, sino también la mejor manera de cancelar cualquier postulado universalista emancipador, capaz de refundar de manera radical nuestros viejos principios ilustrados, como la filósofa Marina Garcés nos había propuesto en Nueva ilustración radical. No eran el cristianismo, el nacionalismo, el islamismo, budismo o judaísmo, era simplemente el capitalismo, por eso muy poca gente era consciente de aquella trampa ideológica que nos estaba cegando a todos. También Wells necesitó enviar a su personaje hacia delante en el tiempo con objeto de exponer su punto de vista sobre las injusticias del sistema de clase inglés o sobre las guerras, consecuencia todas ellas del imperialismo capitalista más atroz.

A nosotros, entre otras muchas voces, Wendy Brown ya nos había recordado en su magnífico Estados amurallados, soberanías en declive que nos encontrábamos, por una parte, ante una soberanía teológica-política cada vez más vacilante y, por otra, ante el capital como poder global. Esto, según ella, comportaba una extraña inversión paradójica. Mientras los Estados nación soberanos, que se debilitaban, uncían sus destinos y su legitimación a Dios, el capital se hacía semejante a él: omnipotente, sin límites e incontrolable.

Así que me resultaba muy complicado pensar que en un mundo cada vez más fragmentado, dentro de diez años podría caber la posibilidad de una fraternidad universal ecuménica, capaz de pensar la espiritualidad religiosa como un bien común. Nada más lejos de mi imaginación. Sin embargo, no cabía otra salida. Si tenía que cumplir con el encargo debía asumir esa premisa ecuménica y, en cierto modo comunista, aunque hubiera preferido cualquier otro tema.

A mi pesimismo sobre la capacidad de la humanidad para pensar un mundo en común, se le añadían mis limitados conocimientos sobre religión y, más en concreto, sobre teología. Más allá de mi educación católica, recibida en un colegio de frailes capuchinos durante pleno franquismo, de la que traté de salir huyendo por la puerta de un ateísmo temprano, y de cierta simpatía juvenil, que todavía mantengo, por los movimientos cristianos de base, mi relación con los asuntos de la(s) iglesia(s) se había enfriado tanto como los casquetes polares.

Por tanto, antes de ponerme a escribir el guión, llamé a José Antonio Vázquez, aquel monje cisterciense que en el 2014 se dio a conocer por dejar su encierro en el monasterio de Santa María de Huerta, en Soria, para presentarse al Consejo Ciudadano de Podemos como candidato del Círculo de Espiritualidad Progresista, compuesto en su mayoría por miembros católicos muy cercanos a la sensibilidad del Papa Francisco, elegido en el 2013. Tal vez sea bueno recordar –para aquellos que hayan olvidado algunos capítulos de nuestra historia reciente- que Podemos era un partido instrumental, constituido para concurrir a las elecciones europeas del 2014 y para hacer posible que aquella potencia liberadora del movimiento 15M tuviera herramientas de trasformación institucionales. Después de varias décadas de decadencia política y degradación democrática, a las que se sumó una profunda crisis económica causada por el enésimo capitulo de acumulación capitalista, aquella inusitada encarnación de la “esperanza”, emanada de la indignación popular, tomó cuerpo en aquellas acampadas de mayo del 2011, primero, en la Puerta del Sol madrileña y otras plazas de España y, más tarde en el 2015, también en primavera, en una serie de candidaturas municipalistas que consiguieron llegar a gobiernos tan importantes como los de la ciudad de Madrid o Barcelona (en aquellas acampadas se produjeron todo tipo de protestas políticas con la intención de promover una democracia más participativa alejada del bipartidismo PP/PSOE y del dominio de bancos y corporaciones, así como una auténtica división de poderes y otras medidas con la intención de mejorar el sistema democrático). En fin, de aquellos tiempos de esperanza tan solo nos queda la ilusión de volver a recuperar algún día el entusiasmo perdido en los intrincados vericuetos de la decepción. Pero este es otro capítulo que, ahora mismo, no viene a cuento.

José Antonio me citó en el mismo convento soriano una fría tarde de invierno. Antes de la larga conversación, me mostró todas las dependencias del monasterio. Empezamos visitando la iglesia, fundada por Alfonso VIII de Castilla en el siglo XII. Tenía tres naves y un gran crucero con cinco capillas absidiales. Me impresionó sobremanera el retablo barroco de la capilla mayor. Subimos a la torre y, después de pasar por la sacristía, estuvimos un buen rato en el magnifico refectorio, probablemente la obra maestra del conjunto arquitectónico. No en vano el historiador Vicente Lampérez y Romea asegura que se trata del ejemplar más bello y amplio de todos los conocidos en España y que puede muy bien competir con los más hermosos de la Europa monástica. El historiador francés Elie Lambert lo ratifica. Antes de iniciar nuestra fructífera conversación recorrimos las dos plantas del magnífico claustro.

De allí nos trasladamos a la zona de estancia de los monjes. Cada año que pasaba el monasterio acogía menos vocaciones. Así que la severa celda que José Antonio había ocupado durante más de una década se había transformado en una coqueta habitación de hotel para viajantes espirituales y urbanitas necesitados de retiro y aislamiento. La economía de la experiencia, a su manera también la colaborativa, había llegado también al convento. Del mismo modo que, gracias a Blablacar, un asiento vacío de nuestro coche, o a Airbnb, una habitación de nuestra casa se convertían en una ocasión de negocio, aquella celda que, hasta no hace mucho, había acogido la vida sacrificada de un monje, había pasado a ser un confortable apartamento con jacuzzi para viajeros con necesidades restaurativas. El turismo se había convertido en la máquina más sofisticada de la movilización global.

Aunque las razones de aquel encuentro ya se las había comentado cuando concertamos la cita por teléfono, le volví a explicar que estaba tratando de encontrar materiales teóricos y experiencia vitales que me pudieran servir para escribir el dichoso guion de la película donde se contaría la vida y milagros de un centro multiconfesional, gestionado en régimen de commons. Y le añadí, más en concreto, que cuando me encontré con la noticia de un monje que abandonaba el convento para militar en un partido que se reclamaba de los comunes, pensé que me vendría bien conocer en persona su experiencia y las razones de ese cambio.

Desde el principio fue claro y expeditivo. La entrevista fue muy esclarecedora y, en cierto modo, me abrió las puertas a una posibilidad narrativa, algo más compleja, que fuera mas allá de la estricta ficción, estilo donde, como ya he reconocido, no me desenvuelvo nada bien. De esta manera, podría conjugar mi afición por el metalenguaje, con mis habituales digresiones filosóficas y políticas, me permitiría añadir alguna recreación biográfica, historias en la historia o simples espejismos poéticos, como lo hacían las artistas Sophie Calle, Cindy Sherman, Annette Messager, Nan Goldin, o el citado Paul Auster, al que le debo una gran parte del hilo conductor de este relato, y su amigo Enrique Vila-Matas.

Nada más empezar me dijo con cierto sarcasmo, pero plenamente convencido, que entre un buen cristiano –añadió que podía referirse también a un musulmán – y otro buen comunista no había tanta distancia –en ese momento lanzó una carcajada cómplice como si quisiera dar a entender que yo era uno de ellos-. Tanto uno como otro –añadió- tienen sus lados oscuros pero, a fin de cuentas, ambos quieren el bien del prójimo, ¿no es así?, me espetó. A aquellas alturas de mi vida, a la vista de los desastres de la historia, no lo tenía claro pero le acepté su valoración, no sin antes mostrarle un gesto inconfundible de duda e indicarle, de pasada, la inquisición o la complicidad de la Iglesia Católica con numerosas dictaduras y el gulag soviético o el genocidio camboyano, perpetrado por la dictadura comunista de los jemeres rojos maoístas. Quinientos años después de que Tomás Moro pusiera el nombre de Utopía al milenario sueño humano del retorno a un paraíso o de instauración de un cielo en la tierra, hemos atravesado el siglo XX soñando con quimeras revolucionarias y en su fracaso nos encontramos con la otra cara de la sinrazón humana.

Dejamos de lado las paradojas trágicas anunciadas por el Ángel de la Historia que Walter Benjamin mencionó en su Tesis de filosofía de la historia, refiriéndose al mensaje representado por el Angelus Novus pintado por Paul Klee, y continuó con un largo comentario sobre algunas teorías de Slavoj Zizek -el filósofo poscomunista de moda por aquel entonces entre la nueva izquierda emergente- al que seguía desde hacía algunos años, y su defensa apasionada del verdadero cristiano que incidía en el auténtico mensaje revolucionario de las primeras comunidades creyentes. Mencionó –como no- el paralelismo entre San Pablo y Lenin a través de la unión que ambos perseguían entre idea y praxis, descrita en la primera epístola de los corintios, por un lado, y en la defensa del universalismo de Marx, por otro.

De la mano del esloveno, José Antonio continuó insistiendo en la defensa, no tanto del cristianismo, sino de las raíces occidentales de la crítica ante las nuevas filosofías de la ataraxia que pretenden volver a ofuscar al individuo. Es decir la anulación de la posibilidad de “verdad” con un relativismo que lo acepta todo (algo muy cercano –me subrayó- a las posturas oficiales de la Iglesia y del posmodernismo), la falsa tolerancia y el consenso que enmascara la necesidad del enfrentamiento (me recordó el repliegue institucional y la claudicación ante la corrección política de las nuevas políticas munipalistas que gobernaban en algunas ciudades), la formulación de una filosofía no esencialista que permite una lógica perversa en beneficio del sistema y una nueva espiritualidad que lleva al reconocimiento del orden social con su analogía de un equilibrio cósmico jerarquizado.

A pesar de todas las contradicciones y frustraciones, creo que hoy, a pesar de los obstáculos con los que se está encontrando, con el Papa Francisco –me resaltó-, podemos asistir a una nueva fase profética que nos devuelva a lo más esencial del cristianismo y su originario espíritu ecuménico. En cierto modo –continuó- se trataría de revitalizar el aliento político de aquella “Omnia sunt communia” la célebre expresión latina que significa «todo es de todos» y que fue utilizada como grito de batalla por el pastor protestante reformista alemán Thomas Müntzer, una de las figuras más importantes del cristianismo revolucionario, así como uno de los jefes de los rebeldes en la llamada «Guerra de los campesinos alemanes». ¿Lo ves, Santi?, otra vez cristianismo y comunismo de la misma mano. Pero, aunque fue un momento revolucionario, en la lógica vuelta al orden –recordó con decepción- rápidamente fue sofocado a instancias del mismo Lutero que tenía otra concepción del cristianismo más conservadora socialmente, por muy reformada que fuera.

Y por ultimo, otra aportación de Zizeck, no lo olvidemos, amigo Santi, -me dijo mientras me palpaba el hombro- es que debemos aceptar que Jesucristo muere y, siguiendo la interpretación de Hegel, con la muerte de Jesucristo, Dios en persona también muere. Por tanto, lo que queda después es el Espíritu Santo.Y el Espíritu Santo es simplemente el colectivo de los creyentes que deben decidir, en total libertad, qué hay que hacer. Por eso afirmo como Zizeck –dijo José Antonio sin ninguna duda-, que el cristianismo es la religión definitiva del ateísmo, una forma de universalismo ecuménico que nos puede salvar del infierno del capitalismo. El mensaje radical es que Dios ha muerto y ya sin dios estamos solos y lo único que nos puede salvar es el Espíritu Santo, es decir nuestra propia autogestión en una comunidad organizada entre iguales.

Entonces, en el fragor comunitarista, me trajo a colación su incipiente amistad con el teólogo de la liberación Juan José Tamayo, que por aquel entonces estaba esbozando las primeras líneas del que, unos meses después, acabaría siendo su magnífico Teologías del Sur. El Giro descolonizador. Estaba entusiasmado con las tesis sobre las que estaba trabajando. Para José Antonio, Tamayo proponía alejarse de una Iglesia-espejo, ensimismada, autoritaria, eurocéntrica, blanca y patriarcal, cómplice de los poderes instituidos, para acercarse a otro modelo de Iglesia-fuente, encarnada en las diferentes identidades culturales, interreligiosas, pluriétnicas, antipatriarcales, feministas y antirraciales, siempre articulada con el universo dramático y plural de las pobres y los parias, vamos, como tú sabes –me dijo- los olvidados de la tierra, sobre los que el martiniqués Frantz Fanon construyó gran parte de su teoría sobre la descolonización, esos sujetos subalternos que también enunció la gran Gayatri Ch. Spivak, en sus estudios poscoloniales.

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Al día siguiente, tras pasar la noche en Segovia, cogí el tren de regreso a Madrid. Nevaba, nevaba mucho. Nos advirtieron de que el convoy podría tener problemas para llegar a su destino a la hora prevista. Me lo tomé con mucha clama. De hecho viajar en tren me produce una satisfacción especial que me permite abstraerme con facilidad del tiempo y el espacio. A lo largo de todo el recorrido, no amainó la tormenta, al contrario, cada hora que pasaba la visibilidad empeoraba y el tren redujo considerablemente la velocidad. En las redes sociales las alarmas sobre la situación de la carretera eran trending topic. Por lo visto, mientras nosotros avanzábamos con precaución, cientos de vehículos y miles de personas estaban atrapadas, a la altura de Somosierra, en la autopista AP6 que comunica el norte con la capital. Una semana antes, a nuestro regreso de Tolosa, tras pasar allí la nochebuena, habíamos hecho ese mismo recorrido con un sol radiante, casi primaveral. Paradojas de la vida, hoy que las meteorólogas son capaces de prever, casi al minuto, las previsiones del tiempo, al parecer los responsables de mantener las carreteras, con esa información exhaustiva en mano, son incapaces de atenderlas y adelantarse al desastre con una lógica y razonable previsión.

Empecé a pasar a limpio las notas que había entresacado de la entrevista. Entre un apunte y otro de aquella conversación, me vino a la cabeza otra que, siendo director de Arteleku –el desaparecido Centro de Arte y Cultura Contemporánea de Donostia/San Sebastián- mantuve a principios de los años noventa con el sacerdote Jesús Mari Zabaleta. En aquella ocasión se trató de un encuentro donde me expuso, con intenciones muy loables, los principios ecuménicos -entonces más teóricos que otra cosa- y las líneas generales de la arquitectura -modesta y minimalista según él- que Rafael Moneo había pensado para la futura iglesia del nuevo barrio de las Riveras de Loiola, prolongación natural del donostiarra Amara.

Insistió una y otra vez en que, teniendo en cuenta los tiempos en los que vivíamos, la Iglesia Católica debería ser guía y ejemplo de una nueva era para las religiones y que la construcción de aquel nuevo templo era una excelente ocasión para demostrarlo. En Gipuzkoa, excepto una pequeña mezquita en Zumárraga, en aquellos años prácticamente no existían lugares regulados para el rezo de otras confesiones, así que esta “Iglesia de Iesu” –me dijo- podría ser el primer eslabón de una cadena de centros religiosos que fueran capaces de dar acogida a fieles de distintas confesiones, dispuestos a pensar la vida espiritual más allá de los dogmas particulares.

La verdad es que me quedé muy sorprendido, bastante incrédulo, pero a la vez un poco estupefacto porque en tiempos del Papa Juan Pablo II, el conservador Karol J. Wojtyla, aquellas palabras sonaban extrañas y muy fuera de la ortodoxia predicada por el polaco. El tiempo puso las cosas en su lugar. El templo se inauguró el 14 de mayo de 2011, bajo el papado de Benedicto XVI, el también el moderado Joseph A. Ratzinger, y el no menos dogmático obispo Ignacio Munilla, también conocido por sus enfrentamientos con los sacerdotes más progresistas y vasquistas de la diócesis.

La fuerza de la razón y la jerarquía eclesiástica se impusieron a los deseos bien intencionados, pero ingenuos, del párroco de Amara. La arquitectura que Moneo proyectó, a pesar de su pretendido vanguardismo contemporáneo, tan solo consiguió un formalismo minimalista que se mantuvo fiel a la configuración tradicional de una clásica cenitalidad y planta en cruz. Entre lo más acertado de toda aquella estética católica convencional, merece la pena mencionar el excelente tríptico pictórico que ocupa el lugar central del altar mayor, una bellísima abstracción metafísica –muy acorde al informalismo sin narración- del pintor Javier Alkain, un artista cuyo personal obra está muy por encima en calidad del reconocimiento que se merece.

Paradójicamente, los espacios que, en la buena voluntad ecuménica del padre Zabaleta, iban a estar destinados a dar acogida a otras religiones, siguiendo las pautas de la imperante economía mixta público-privada, fueron ocupados por un conocido supermercado de prestigio local. Todo está en venta, ya se sabe, y en esto de la economía de la iglesia católica no se anda a la zaga de los mejores o peores, según se mire, inversores y especuladores financieros.

Religión y economía de la misma mano. Aunque no lo parezca, el emparejamiento no es extraño. En este sentido, en aquel preciso instante, me vino a la memoria la conocida reflexión de Giorgio Agamben sobre la relación entre crédito, fe y futuro. Según el reputado filósofo italiano, para comprender lo que quiere decir la palabra “futuro” antes hay que entender lo que significa la palabra “fe”. Sin fe o confianza no es posible el futuro, hay futuro solo si podemos esperar o creer en algo.

El autor de El reino y la gloria: una genealogía teológica de la economía y del gobierno ha contado en alguna ocasión la siguiente anécdota: David Flüsser, el gran estudioso de la ciencia de las religiones, estaba trabajando en la palabra pistis, el término griego que Jesús y los apóstoles usaban para nombrar “fe”. Un día, mientras paseaba por una plaza de Atenas, en un momento dado alzó la vista y vio ante sí escrito con grandes caracteres: Trapeza tes pisteos. Estupefacto por la coincidencia, miró mejor y a los pocos segundos se dio cuenta de que se encontraba simplemente a la puerta de un banco y que trapeza tes pisteos significa en griego “banco de crédito”. Ese era el sentido de la palabra pistis, que llevaba meses tratando de entender: pistis, “fe”, no es más que el crédito del que gozamos ante Dios y del que goza su palabra ante nosotros, a partir del momento en que creemos en ella. Por eso San Pablo dijo en una famosa definición que “la fe es sustancia de cosas esperadas”, aquello que da realidad a lo que todavía no existe, pero en lo que tenemos confianza, en lo que hemos puesto en juego nuestro crédito y nuestra palabra.

Pero en esta época, al hilo de la anécdota -se pregunta Agamben-, ¿qué hay de nuestro crédito? ¿qué hay de nuestro futuro? Existe una esfera a la que ha ido a parar toda nuestra pistis, toda nuestra fe. Esa esfera es la del dinero, y la banca –la trapeza tes pisteos– es su templo. La consabida “crisis” que estamos atravesando –ha quedado claro que eso a lo que llamamos “crisis”, dice el filósofo, no es sino el modo normal en que funciona el capitalismo de nuestro tiempo– no son más que una serie de operaciones insensatas sobre el crédito, sobre créditos que eran descontados y revendidos decenas de veces antes de que pudieran ser realizados. En otras palabras, el capitalismo financiero –y los bancos, que son su órgano principal– funciona jugando con el crédito, que es tanto como decir la buena fe de los hombres.

Así pues, la hipótesis de Walter Benjamin según la cual el capitalismo es en verdad una religión –y la más feroz e implacable que haya existido nunca, pues no conoce redención ni tregua– hay que tomarla al pie de la letra. La Banca, con sus grises funcionarios y expertos, ha ocupado el lugar que dejaron la Iglesia y sus sacerdotes. Al gobernar el crédito, lo que manipula y gestiona es la fe: la escasa e incierta confianza que nuestro tiempo tiene aún en sí mismo. Y lo hace de la forma más irresponsable y sin escrúpulos, tratando de sacar dinero de la confianza y las esperanzas de los seres humanos, estableciendo el crédito del que cada uno puede gozar y el precio que debe pagar por él (incluso el crédito de los Estados, que han abdicado dócilmente de su soberanía). De esta forma, gobernando el crédito gobierna no solo el mundo, sino también el futuro de los hombres, un futuro que la crisis hace cada vez más corto y decadente. Y si hoy la política no parece ya posible es porque de hecho el poder financiero ha secuestrado por completo la fe y el  futuro, el tiempo y la esperanza.

Mientras dure esta situación –insiste Agamben-, mientras nuestra sociedad que se cree laica siga sirviendo a la más oscura e irracional de las religiones, estará bien que cada uno recoja su crédito y su futuro de las manos de estos lóbregos, desacreditados pseudosacerdotes, banqueros, profesores y funcionarios de las varias agencias de rating. Y acaso lo primero que hay que hacer sea dejar de mirar tanto hacia el futuro, como ellos nos exhortan, y volver un poco la vista al pasado. Pues solo comprendiendo lo que ha sucedido, y sobre todo tratando de entender cómo ha podido ocurrir, será posible, quizás, reencontrar la propia libertad. La arqueología –no la futurología– es la vía de acceso al presente.

He aquí, de nuevo, como reaparece la obsesión de Sidney Orr y la mía propia por regresar al pasado para confrontarlo al futuro, a la manera en la que el anacronismo, del que tantas veces nos habla George Didi-Huberman, nos sirva para contrastar la experiencia de otras vidas en otros tiempos como la mejor panacea para ser consecuentes con el presente. La historia como alteridad que obliga a remontar y desmontar cursos y rumbos. Ensayo y error. Errar en busca de fecundas colisiones entre pasados y futuros, siempre en el umbral del presente, adentrarse en la sombra de lo que ya ha sido pensado. No es tanto dar con ideas claras y distintas, sino palpar lo invisible de la claridad y la distinción.

No tenía mucho tiempo para seguir investigando y aquellas incursiones en los materiales que me dieran sentido a lo que debía escribir me estaban interesando más de lo necesario y no tenía margen en el calendario porque la fecha de entrega estaba al llegar. Tenía tres semanas para poder cumplir con el encargo porque el día 24 de enero del recién llegado 2018 se debía presentar el texto del guion en la productora para que le dieran el visto bueno o simplemente lo rechazaran, que es lo que me temía. Así que con aquel bagaje de ideas, con las dudas permanentes sobre el sentido de lo que al final podría presentar y la inseguridad sobre mis capacidades narrativas, decidí ponerme a escribir.

Además necesitaba perentoriamente los cincuenta mil euros que me habían asegurado si realmente les interesaba el resultado. Los últimos meses estaba teniendo dificultades económicas. Al fin y al cabo tan solo me habían reclamado tres o cuatro veces para impartir alguna conferencia, mal remunerada, en centros culturales y alguna otra participación voluntaria y militante, no retribuida, en centros sociales autogestionados. Por tanto, no estaba dispuesto a que unas cuantas contradicciones lógicas se interpusieran en mi camino.

En la primera estructura del guion había varias viajeros del tiempo. Algunas mujeres, otros hombres y varios sin género, ni sexo definido. Aún no sabía que nombre ponerles. Cada uno de elles profesaba una religión diferente –había dos que expresamente se reconocían ateas- y desde el pasado y el futuro llegaban a las setas de la Plaza de la Encarnación –otro ejemplo de arquitectura espectacular, clásica herencia monumental de la burbuja inmobiliaria- donde se encontraba la Capilla Multiconfesional. La acción saltaría de unos protagonistas a otras, hacia atrás y hacia delante, hasta que emprendieran sus respectivos viajes, y entonces, más o menos hacia la mitad de la película, se encontrarían en el 2028.

El principal objetivo de aquellos saltos en el tiempo era aprender humildad y compasión, tolerancia hacia los demás. Los viajeros comprenderían así que procedían de un inmenso crisol, donde las diferencias y las particularidades son insignificantes ante la universalidad fraternal y tendrían la oportunidad de comprender la auténtica dimensión espiritual y comunitaria de su papel en el mundo.

En fin, una verdadera chorrada, repleta de cursi humanismo; literatura fantástica de lo más vulgar, incapaz de trascender las obviedades de las clásicas novelas y películas de ciencia ficción. Una especie de refrito mal digerido de las mayores obviedades sobre los tópicos regresos al futuro y huidas al pasado. Pero como película de serie B parecía posible y eso es todo lo que pretendían ellos y lo máximo que yo les podía ofrecer.

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