Este texto lo utilicé como introducción en un diálogo con la psicoanalista Vilma Coccoz y el filósofo Javier Echeverria, coordinadores del ciclo Crisis de la contemporaneidad organizado por el centro cultural KM Kulturgunea de Donostia/San Sebastian.

Imagino que me invitaron porque en algún momento de sus conversaciones pensaron que soy un tipo muy contemporáneo o que, debido a mi trayectoria profesional, tengo buenos argumentos para saber qué significa serlo.
Sin embargo, he de confesar que me ocurre algo parecido a lo que San Agustín pensaba cuando en sus Confesiones se interpelaba sobre el sentido del tiempo y se respondía a sí mismo que, si nadie se lo preguntaba, lo sabía, pero si intentaba explicarlo no lo sabía. Salvando las distancias, con uno y con el otro, quizás me ocurra también lo que a Baudelaire que, a pesar de ser considerado el poeta que abre la puerta a la experiencia de la modernidad en el arte, se resistía a la vida moderna pese a estar comprometida con ella.
Por mi parte, aunque me esmero en vivir desde mi condición de sujeto comprometido con su tiempo histórico, he de admitir que desde hace bastantes años también me resisto a muchas de sus inercias. Es una resistencia obstinada. Algunas personas que viven cerca de mí, dicen que, por lo insistente, a veces es cansina. Padezco una forma de “extrañamiento” respecto al devenir del mundo, de mí mismo y de la relación que aun sigo teniendo con lo que se conoce como contemporaneidad, esa especie de fugaz presente que nos obliga a correr contra el tiempo.
Alguien podría decir -ya me lo dicen- que soy otro viejo cascarrabias cansado, dando lecciones desde el agotamiento. Sin embargo, no es del todo así, porque cuantas más dudas tengo sobre lo contemporáneo – o mejor dicho las maneras de abordar el progreso y sus formas materiales y simbólicas- más consciente soy de que tienen que ver con formas de decepción y a la vez con una persistente esperanza que se sitúan mucho más atrás en el tiempo. Pero a pesar de sentir cierta rabia por los desengaños, por el aumento de la desigualdad y el racismo junto a la reacción patriarcal, la violencia machista, los feminicidios, la crisis climática y la guerra y, aunque el hielo se funda, las mareas suban, las temperaturas se alteran como nunca y las bombas, lejos o cerca, no dejan de caer, también me alegro por las potencias que veo desplegarse en muchos movimientos sociales. Sin ir más lejos, las manifestaciones en defensa de la sanidad pública universal o el ecofeminismo transinclusivo y antirracista que estos días hemos vuelto a ver en las calles, a ritmo de rebelión y metamorfosis.

Estas paradojas anímicas, se podrían rastrear en ciertos cambios de estrategia que, coincidiendo con los movimientos antiglobalización del siglo pasado, traté de implementar en el programa de Arteleku y, unos años después, tras la gran crisis financiero inmobiliaria, conocida como “La gran recesión”, que estalló en el 2008/09 coincidiendo poco después con el resurgir en las plazas del 15M en el año 2011, en el proyecto inicial de la candidatura para la Capital Europea de la Cultura 2016 que escribimos a varias manos entre el 2010 y 2011. Proyecto que se inspiró, entre otras aportaciones, en un texto que me encargó el que fuera alcalde de Donostia/San Sebastián, Odón Elorza, antes que me nombraran director del proyecto. No en vano, titulé aquellas reflexiones Se acabó la fiesta. La burbuja cultural: educación, ecología y cultura, un nuevo trinomio social. Este texto también estaba impregnado de cierta irritación, a la vez, que de entusiasmo. De hecho, ganamos aquella absurda competición. No creo que sirviera para gran cosa, así que después del entusiasmo, otra vez la decepción.
La filósofa Marina Garcés en su reciente Malas compañías (Galaxia Gutenberg, 2022) insiste en que sin la experiencia de la extrañeza no puede haber pensamiento. Ella habla de formas de pensamiento que nos expongan no tanto a lo que está por venir que, en cierto modo, sería el paradigma temporal de lo que venimos entendiendo como contemporaneidad, sino a lo que está por volver a mirar, a pensar o a escuchar. Algo así me ocurrió cuando hace unos días fuimos juntos a ver la exposición de Leonora Carrington, cuya biografía en sí misma es un grito de desesperación; estigmatizada, violada por una manada de requetés franquistas, psiquiatrizada en Santander y a la vez una vida plenamente comprometida con la libertad. Un auténtico redescubrimiento que me permitió leer su obra a la luz de su visión protoecologista e indignada ante la actitud depredadora de la especie humana foto.
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