(Imágenes cortesía de la artista Rosalía Banet y Galería Rafael Pérez Hernando)
A principios de la década de años noventa, algunos ilusos fuimos muy críticos cuando las instituciones públicas vascas decidieron apoyar la construcción de una sede del Museo Guggenheim en Bilbao, inaugurado en 1997. Pensábamos que aquellos recursos económicos se deberían destinar a otros objetivos culturales menos ostentosos y más sociales, incluida la mejora de los equipamientos existentes y la red de artistas o profesionales que les daban sentido. La historia ni nos dio ni quitó la razón, simplemente ocurrió lo que, en aquellos tiempos de euforia y desarrollismo, se podía esperar de la economía financiera e inmobiliaria que se expandía sin ningún pudor (estos días, la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia ha multado con 203,6 millones a Acciona, Dragados, FCC, Ferrovial, Obrascón Huarte Lain y Sacyr por alterar los procesos competitivos en licitaciones públicas de construcción de infraestructuras desde 1992 hasta 2017). No me quiero ni imaginar todas las manipulaciones normativas y fraudes económicos que este cártel de la construcción habrá desplegado a lo largo de todos estos años, incluidos desarrollos urbanísticos y promociones de vivienda en toda España, que al final provocaron la gran burbuja que nos llevó hasta la crisis del 2009. Seguramente, de una u otra forma, ahora que de nuevo se dispara el sector de la construcción, lo seguirá intentando.
A principios de siglo, cuando ya había indicios evidentes de que aquel modelo de crecimiento económico podría entrar en crisis, también aceptamos, más o menos a regañadientes, que la antigua Fábrica de Tabacos de Donostia/San Sebastián se transformara en Tabakalera, otro centro de cultura contemporánea. Además, al lado del arte y la cultura, los vascos debíamos estar orgullosos de tener una de las mejores gastronomías del mundo y nos pusimos a ensalzar a nuestros cocineros, los nuevos artistas de la innovación que, rápidamente, se incorporaron al sistema creativo como vangurdia contemporánea. No era de recibo oponerse al auge de la industria de los fogones y, de una forma u otra, casi todos acompañamos complacidos ese éxito internacional (en mi caso, como me crié en un restaurante popular, no me duelen prendas en reconocer el mérito de las mejores cocineras y cocineros locales que, junto a muchos trabajadores del sector, mantienen el gremio de la hostelería como uno de los sectores empresariales más importantes del país).
Tocamos el cielo, llegamos a las estrellas y, en el año 2009, en plena crisis financiera, en el Parque Científico y Tecnológico de Gipuzkoa se construyó el Basque Culinary Center, una escuela privada de gastronomía con nombre global y profundas raíces locales. La institución que la tutela, la Universidad de Mondragón, tiene sólidas vinculaciones con el Gobierno Vasco, presidido por el PNV, el partido político más votado en el País Vasco. La verdad es que las cosas del comer son un asunto del que difícilmente se puede uno escabullir sin asumir sus propias contradicciones. Al fin y al cabo –nos dijeron sin rubor y sin pensar demasiado en el significado de las palabras- nada mejor para recuperar la economía que la creación de puestos de trabajo en el sector y el desarrollo de la industria del turismo, de la mano, como no, del conocimiento aplicado, la creatividad gastronómica y la innovación cultural.

Incluso las personas que escribimos el documento que consiguió el título de Capital Europea de la Cultura 2016 para Donostia/San Sebastián aceptamos que la gastronomía fuera de uno de los ejes que se debía desarrollar en el proyecto. Aún así, redactamos el proyecto conscientes de que no eran tiempos para el triunfalismo y la autosuficiencia y de que, para ser consecuentes con la crisis económica que estábamos atravesando, planteamos una salida ecosocial para la cultura por venir, muy centrada en la ciudadanía local. En consecuencia, propusimos una serie de programas pensados desde la cautela y el sentido pedagógico del buen vivir responsable, pero allí estaba también la gastronomía, ocupando un lugar destacado del programa e indirectamente, aunque no insistiéramos en ello, también el turismo.
En la trayectoria profesional de un trabajador de la cultura, más si es en las instituciones públicas -como ha sido mi caso- es difícil librarse de todas las paradojas y contradicciones, pero es muy descorazonador comprobar que, a pesar de las sucesivas crisis, las políticas gubernamentales no modifican sustancialmente sus dinámicas de inversión. Parece mentira, pero el Museo Guggenheim pretende abrir una segunda sede, nada más y nada menos que en la reserva protegida de Urdabai en Bizkaia y el Basque Culinary Center proyecta otra en suelo público verde del barrio de Gros, en pleno centro de la capital guipuzcoana. Además, estas denominadas “operaciones inmobiliarias regeneradoras y sostenibles” se van a llevar a cabo con ingentes cantidades de recursos públicos y, encima, para determinados dirigentes, responsables de las decisones institucionales, sería una irresponsabilidad oponerse a su construcción. Por si fuera poco, la imaginación desbordada de algunos creativos ha propuesto denominar a la nueva sede GOe, acrónimo que en inglés remite a un ¡vamos! que nos anima a ir aún más lejos y más rápido, en una perspicaz manipulación del sentido semántico: Gastronomy Open Ecosytem, más aceleracionismo y expansionismo en estado puro. A toda costa, quieren hacerse con el futuro o, mejor dicho destruirlo. Por eso, imagino que para ellos el progreso nunca hay que pararlo y, por supuesto, tenemos que olvidarnos del cambio climático ( o restarle importancia, que es lo mismo) y negar toda credibilidad a ls trasnochad@s ecologistas. Además, si hiciera falta, con descaro hipócrita, no tendrán reparos en apropiarse de sus saberes y convertirlos en vacíos eslóganes retóricos. Algo parecido a como lo hacen las entidaes bancarias con sus créditos verdes.


Absolutamente convencido de la impudicia de este desenfreno me pregunto: ¿no hay ningún responsable político que le ponga un poco de cordura?, ¿vamos a seguir con el todo vale?, ¿no existen límites posibles?, ¿entre los propios profesionales nadie piensa que quzás estamos ante una posible burbuja gastronómica inflacionaria que a la larga dañara seriamente al sector?, ¿no es hora ya de proponer otra relación con el buen comer y el bien vivir, con una industria de la hostelería equilibrada –y creativa, por qué no-, y dejar de incentivar activamente la movilidad turística?
En cualquier caso, contra la extravagancia del deseo sin límite y la política de la incontinencia, no puedo dejar de afirmar que la responsabilidad que tenemos todos sobre nuestro futuro, en especial con las generaciones venideras, requiere mucha más sensatez en la cadena de producción y consumo. Están ocurriendo demasiadas adversidades en el planeta para que, como sin nada hubiera ocurrido, sigamos pensando y actuando igual que hace algunas décadas. ¡Por favor, párense un poco a pensar y dejen de construir para dedicarse a nutrir, cuidar, restaurar, reparar, amar y cuidar mucho más lo que ya tenemos, que ya es más que suficiente!
Nota: las imágenes son cortesía de la artista Rosalía Banet y Galería Rafael Pérez Hernando