Estos días hemos vuelto a comprobar que, con la escusa de las novatadas y las bromas estudiantiles de muy mal gusto, o las mal entendidas tradiciones universitarias, algunos jóvenes –hombres y mujeres- quieren seguir perpetuando ciertos cánones de la masculinidad machista y la feminidad resignada a los discursos patriarcales. Con esos gritos al unísono de los alumnos de un colegio mayor madrileño llamando putas ninfómanas a sus vecinas de enfrente, al parecer, vuelven sin rubor los hombres de pecho abombado premeditadamente antifeminista y también de mano alzada franquista, como recuerda Santiago Alba Rico en España (Lengua de trapo, 2021) al mencionar a Santiago Abascal.
Durante siglos, tras la expulsión de musulmanes, judíos y posteriormente moriscos, para ser español era necesario ser estrictamente católico y hombre. No en vano, el apóstol Santiago, paladín de la victoria contra herejes y bandera única de la unidad nacional, es el patrón de España. De ahí el tristemente célebre “santiago matamoros y cierra España”. Sin embargo, en el libro citado Alba Rico dice, de manera metafórica, que el apóstol Santiago sería descabalgado de su blanco corcel por la reformadora Teresa de Ávila, la monja andarina, cuya santidad se celebró el 15 de octubre. Estas dos célebres figuras del imaginario hispano -insiste- también podrían representar dos formas muy diferentes de entender la historia de España y las diversas maneras y grados de des/identificación con la nación.
El misticismo de Teresa Sánchez de Cepeda, primero perseguido, enseguida selectivamente reivindicado, era la variante ibérica de la modernidad y la reforma, opuesta a la visión medieval de los “santos guerreros”, la anticuada Caballería satirizada también por Cervantes en Don Quijote de la Mancha (por cierto, cuando la extrema derecha española ensalza al caballero manchego, se olvida de que el ingenioso hidalgo cabalgaba a duras penas; lo intentaba pero nunca lo conseguía del todo, porque era un guerrero incompleto y fallido, siempre a punto de caer de su rocín).
Santiago apóstol era –lo sigue siendo para determinados entusiastas patriotas- la proa de cierta España viril, de pecho abombado y barba sin almohaza, imperial y curil, dice literalmente Alba Rico. Sin embargo, enfrente estaba aquella mujer que recorría a pie los pueblos, una mujer nieta de judíos que escribía –entonces exclusiva arrogancia masculina- y que sin ser docta ni leer latín pretendía enseñar a los hombres. También reclamaba su derecho a fundar una orden que, siendo ella defensora de la austeridad, admitiera a las mujeres más pobres, sin necesidad de aportar ninguna dote. Una mujer que además desaconsejaba el matrimonio, como sujeción peligrosa de la voluntad y a la que había perseguido la Inquisición por afinidad con los “alumbrados”, secta mística y herética relacionada con el protestantismo. “Mujer rebelde y vagabunda”, según palabras del entonces nuncio del Vaticano- “fémina inquieta y andarina, desobediente y contumaz que inventaba malas doctrinas”. Centenares de mujeres del siglo XVI y XVII empezaron a escribir a cerca de sí mismas, siguiendo su ejemplo, en un proceso de introspección que anticipaba en los conventos el derecho de las mujeres a la soledad, que les estaba socialmente prohibida. Tal vez, adelantándose a los tiempos, en búsqueda de su cuarto propio, como escribiera Virginia Wolf. Según Alba Rico, no se puede desdeñar este choque simbólico entre un santo viejo y falso caballero, mítico matador de antiespañoles, y una mujer de a pie quedo, con pluma en mano, que defendía el trabajo y procedía de un linaje “impuro”.
Estos último años Santa Teresa ha estado de moda. Y aunque parecía que Santiago andaba de capa caída, algunos de sus caballeros andantes pretenden sacarlo de nuevo a pasear para que el papel de los hombres españoles vuelva al preeminente lugar histórico que, según dicen, están perdiendo por culpa de las feministas, el lobby gay, las lesbianas, transexuales, inmigrantes y antiespañoles progres de todo tipo .
En Malas compañías (Galaxia Gutenberg, 2022) reciente recopilación de textos de Marina Garcés, en el capítulo “La loca de la casa”, donde habla sobre La lengua en pedazos, la obra que el dramaturgo Juan Mayorga dedica a la santa de Ávila, la filósofa dice que Teresa no solo tenía visiones, sino que leía demasiado, además sin disimulo y sin miedo a la represión que trataron de infligirle a lo largo de su vida.
Tal vez, únicamente por eso, para que la mediocridad falsamente mítica de un tiempo pasado no regrese, ahora es más necesario que nunca leer a Teresa de Ávila porque, lamentablemente, igual que entonces se quemaban en la hoguera a brujas y herejes o peligrosos sociales ahora vuelven los fantasmas de nuevas inquisiciones, en forma de totalitarismos autoritarios o, en su versión más hipócrita, con la arrogancia política de quienes nos señalan a los que hablamos demasiado contra el clasismo, la colonización y el racismo; defendemos los derechos sociales para todas las personas, sin distinción, también los avances del feminismo o el ecologismo; y estamos a favor de vivir en una España que sea capaz de construirse democráticamente desde su propia complejidad histórica.