El domingo pasado me entrevistaron en Radio Euskadi, junto a Eider Gotxi, una de las portavoces de Guggenheim Urdaibai Stop, la plataforma ciudadana que lleva meses movilizándose contra la construcción de un nuevo museo Guggeneheim en Urdaibai, reserva mundial de la biosfera. Ayer me publicaron en Diario.es una columna de opinion que hoy os comparto, algo más elaboradas, con algunas reflexiones que me concita esta -en mi opinión- descabellada operación.
Urdaibai es un territorio de la costa cantábrica en Bizkaia, un ecosistema excepcional de acantilados, montañas, playas, ríos y aguas subterráneas donde la vida animal y la humana conviven en un paisaje especial que, sin duda, con proyectos tractores de estas características vería alterado sustancialmente su precario equilibrio ecobiosistémico.

Parece ser que el proyecto está ya muy avanzado. Por lo poco concreto que hasta ahora se conoce, la operación implica derruir dos edificios en ruinas y, sobre ellas, construir sendos equipamientos. El primero, que ya se ha derribado, era la fábrica Dalia, histórica empresa cubertera de Gernika, y el otro, un antiguo astillero que se ubica en Murueta, en la misma desembocadura de la ría de Gernika, zona especialmente sensible y vulnerable de la reserva. Como entre ambos equipamientos hay seis kilómetros de distancia, para conectarlos, el proyecto conllevaría la creación de varias infraestructuras viarias -a las que denominan “verdes”- una pasarela peatonal, a modo de palafito para que el tránsito de personas no afecte a las dunas, y un tren eléctrico ─¡cómo no sostenible!─, que, junto a los párquines para coches y automóviles, facilitarán la llegada de miles de personas a esta zona protegida.
Los primeros pasos ─algunos acuerdos políticos, provisión de presupuestos (incluidos fondos europeos destinados por el gobierno de España, paradójicamente, para la transición energética), modificaciones de normas urbanísticas, derribos, etc.─ se están llevando a cabo de forma subrepticia y con muy poca información contrastada. De hecho, más allá de algunas generalidades sobre la excelencia de la propuesta liderada por la Fundación Guggenheim Bilbao, no se conocen datos concretos en relación con el programa arquitectónico y de contenidos. Sin embargo, aunque algunos responsables políticos dicen desconocer el alcance real de la operación, el proyecto cuenta con un respaldo institucional casi unánime. Es decir, una confianza plena ─se podría decir también ciega─ en la marca de titularidad privada ( confío en que las dudas sobre el proyecto que mostró hace unos días el Ministro de Cultura, Ernest Urtasun, tengan algún efecto en las decisiones que vaya a tomar el gobierno de España).
Por fortuna, al mismo tiempo, la operación inmobiliaria ha despertado una significativa oposición ciudadana. El descontento tiene varias causas, pero, en esencia, es una oposición de carácter proteccionista y ecologista que pone en duda la construcción de un equipamiento de esas características en un paisaje tan peculiar que únicamente necesitaría mucha más atención cuidadosa y mejor protección patrimonial. Excelentes razones para canalizar fondos públicos destinados a la transición energética, sin eufemismos culturales.

Así mismo, se ha producido un desacuerdo social con el modelo económico que las instituciones proponen, porque implicaría un aumento considerable de las desventajas derivadas del crecimiento exponencial de la turistificación. Actualmente, las previsiones calculan un flujo de unas ciento cuarenta mil personas (con el efecto Guggenheim en poco tiempo esta cifra se podría duplicar o triplicar), la mayoría turistas cuyo destino hubiera sido únicamente Bilbao y que, a priori, no se les hubiera ocurrido desplazarse a Urdaibai si no fuera por los incentivos añadidos de la industria turística.
Evidentemente, con su oposición a la masificación turística, la población de la comarca no persigue privar a nadie de disfrutar del lugar, tan solo pretenden indicar que no es necesario que las instituciones aumenten, de manera artificial, el deseo de movilización permanente. ¿No sería posible esperar de las instituciones públicas cierto grado de cordura y mesura para que dejen de apoyar activamente políticas de aceleración y circulación humana en zonas sensibles ecológicamente o de espacios urbanos ya de por sí muy turistificados?
Deduzco que, en parte, reflexiones parecidas a estas se harían en su momento los responsables políticos que cancelaron el proyecto en varias ocasiones. Seguramente llegarían a esa conclusión tras las sucesivas crisis económicas, sanitarias y sociales que hemos padecido en estas dos últimas décadas. Entonces hicieron un ejercicio razonado de sensatez al considerar que no era oportuno seguir adelante con un proyecto que no era ni prioritario, ni necesrio. Sin embargo, una especie de amnesia institucional ha hecho olvidar las causas de aquellas crisis y además ha borrado de la memoria las palabras de contrición que entonces se escuchaban en boca de algunos representantes políticos.
Nos olvidamos con demasiada facilidad que, en el 2008, los bancos a duras penas lograban mantener abiertos los cajeros automáticos; hubo que desembolsar miles de millones de recursos públicos para recuperar al sistema bancario que se moría de éxito por sus excesos acumuladores. Y poco más de una década después, el mundo se encerró porque un virus mortífero se colaba por las grietas de nuestro frágil equilibrio ecobiológico. Entonces, las consecuencias de los excesos del sistema especulativo inmobiliario y la alteración del precario equilibrio sanitario nos enviaron un aviso. Llegamos a pensar que aún estábamos a tiempo de corregir algunos abusos económicos, sanar nuestras redes de asistencia social y atender con más precaución nuestra relación con los ecosistemas vitales. Pero, como si no hubiera ocurrido nada, continuamos con las mismas dinámicas económicas, sociales y culturales. Así es como hace apenas un año se desempolvó el proyecto de ese nuevo museo en Urdaibai que, en una prudente cuarentena institucional, había permanecido en los cajones.

Sin embargo, aunque parezca que no pasa nada, lo cierto es que el sistema no solo no ha corregido sus dinámicas, sino que las ha vuelto a acelerar haciendo caso omiso de que seguimos atrapados en una continua crisis en suspensión. Tras los recientes huracanes en el golfo de Méjico, hemos vuelto a escuchar, en boca de varios científicos, que estas últimas décadas las aguas de los océanos se han calentado por encima de un grado, llegando casi a dos en determinados lugares, como en el Mediterráneo; tenemos cada vez más evidencias de que los ecosistemas naturales también están siendo afectados por las alteraciones de las temperaturas; la movilidad humana -sobre todo la relacionada con el turismo pero también los flujos migratorios causados por la necesidad o por el terror político- ha crecido como nunca hasta ahora; la desigualdad económica entre los que más acumulan para sí mismos y los que menos tienen para sobrevivir también es mayor que nunca y, como consecuencia, tenemos la sensación de que vivimos en una permanente tensión económica y política que está polarizando las sociedades o que las guerras locales en el este de Europa, Oriente Medio y África son también cada vez más globales, aunque las bombas no lleguen, de momento, a nuestras ciudades. Por mucho que intentemos olvidar, la realidad siempre termina quitándonos las vendas que cubren nuestro inconsciente.
En Cultura fósil. Arte, cultura y política entre la Revolución industrial y el calentamiento global (Akal, 2023), Jaime Vindel escribe que nuestra (in)consciencia cultural y estética también es un inconsciente energético porque rara vez reparamos sensorialmente en el coste energético que subyace a nuestra experiencia cotidiana. Según este investigador del CESIC, autor también de Estética fósil. Imaginarios de la energía y crisis ecosocial (Arcadia, 2020), sería como una desmemoria (in)voluntaria sobre la cantidad de energía que consumimos en nuestras vidas; una especie de amnesia que nos borra la dependencia que, por ejemplo, nuestro sistema de alimentación tiene respecto al consumo de petróleo, el que necesitamos para mantener en funcionamiento las ciudades o el que empleamos en los desplazamientos que realizamos. Así, damos por hecho que la modernidad y el progreso, sin ningún tipo de limite ni consciencia, presupone el acceso automático a cualquier tipo de energía y a la posibilidad de convertirla en cualquier cosa que satisfaga nuestro deseo.


Se podría afirmar que esa inconsciencia energética también atraviesa la condición institucional, en la medida que sus políticas no parecen tener la capacidad de medir el impacto que supone seguir construyendo innecesarias infraestructuras y equipamientos. Porque, ¿de verdad es necesario otro Guggenheim en Urdaibai? No me cabe en la cabeza, a no ser que la decisión se inscriba en esas dinámicas amnésicas o, peor aún, “negacionistas,” que obvian que el mundo y el planeta están entrando en una era de acelerada degradación ambiental y climática. Todo lo damos por válido, sin que nos preguntemos en que razón, mínimamente sensata, se sujeta esa dinámica constructiva que, en el fondo, en muchos casos es caprichosa e innecesaria y, lo que es peor, destructiva a medio y largo plazo.
Hace unos días, el lehendakari Imanol Pradales, uno de los principales adalides del proyecto, en una entrevista para Naiz, comentaba que había llegado el momento de pensar en la situación del mundo y que debíamos dejar atrás políticas estéticas. Es probable que no nos referimos a lo mismo cuando hablamos de estética, pero aquí tiene una buena oportunidad para aplicar sus propios consejos. La estética, más allá del idealismo, también está determinada por las condiciones materiales de vida. Los contextos socioeconómicos, las desigualdades, las formas de la justicia o la injusticia, la manera en la que nos relacionamos con el territorio que habitamos y con su condición material y animal producen determinadas formas de pensar y sentir. Por tanto, la estética es siempre política. Así que, por mucho que se camufle bajo capas de jardinería medio ambientalista, este proyecto tiene todas las características de lo que Vindel denomina “estética fósil”, un imaginario donde confluyen los intereses del capital y de las élites dominantes, junto con una determinada concepción de progreso, vinculada a una supuesta modernidad industrial o, lo que es más cínico, a una contemporaneidad cultural, de la mano del arte.
Es curioso que, en tiempos de crisis climática, en estas políticas económicas, sociales y culturales, camufladas de propaganda verde, se exalte, una y otra vez, la “energía creativa” como “motor” de la economía de la ciudad, cada vez más sujeta a la industria del turismo (con la gastronomía como punta de lanza) o se ensalce la figura del emprendedor -en este caso artistas- como paradigma relacionado con la invención humana, cuando precisamente ls profesionales del arte y la cultura también es otro sector social precarizado. En este caso, sin duda, el más importante de la cadena del valor simbólica que se pretende capitalizar. La precariedad no incrementa la creatividad, la anula. Como dice, Isabell Lorey en Estado de inseguridad. Gobernar la precariedad (Traficantes de sueños, 2016) esta es un modelo de gobierno característico del neoliberalismo.
El arte, por tanto, no necesita que se instrumentalice para justificar una operación ajena a los tantas veces proclamados derechos culturales y a la justicia social que debería acompañarlos para su equitativa aplicación. Las instituciones harían bien en pensar mejor los sistemas de redistribución de los bienes públicos y el destino de los recursos de todes sin la necesidad de erigir más equipamientos culturales costosos, de dudosa necesidad y cuyo principal objetivo es apropiarse, una vez más, del valor simbólico y de nuestros bienes comunes, explotar el territorio e incrementar los beneficios e intereses de la industria del turismo. Optar entre modelos diferentes de institucionalidad cultural, no es baladí, es siempre una elección política. Este proyecto en Urdaibai produce un régimen de sensibilidad y subjetividad que tiene poco que ver con las potencias del arte, y menos con el propio sistema artístico, y mucho con los intereses económicos de las elites que lo promueven.
Además, es bastante triste comprobar como la comunicación institucional se infla de retórica vacía y abusa de lemas publicitarios demagógicos según los cuales el nuevo museo será una “obra acorde al desarrollo integral de la zona con muy pocos visitantes para conservar la sostenibilidad del entorno y evitar la masificación y disfrutar del arte al aire libre”. Como si ahora mismo, en su propia materialidad paisajista, en Urdaibai no hubiera las condiciones suficientes para hacerlo, sin que haga ninguna falta intervenir en ese territorio o saturarlo de flujos humanos. Aunque la publicidad empresarial y la propaganda política se empeñen en desplegar cierta verborrea sobre la sostenibilidad del nuevo Museo Guggenheim, la aceleración de la crisis ecológica nos exigiría, como mínimo, cierta antropología de la renuncia, algo más de modestia institucional y mucha precaución para promover formas de deseo más ajustadas a las demandas inapelables de nuestro tiempo.
El filósofo Franco Berardi “Bifo”, en su libro El tercer inconsciente (Caja negra, 2022) nos anima a asumir ese horizonte como condición previa para repensar la condición humana, nuestro mundo exterior y, sobre todo, reconciliar nuestro espacio íntimo del deseo. El impulso del consumo, la competencia y el crecimiento económico, con la consiguiente hiperestimulación nerviosa y frustración psicológica -subraya “Bifo”- nos empuja a desear, pero veta el placer del gozo de la autosuficiencia, y cancela la potencia del tiempo bien vivido, ya que lo consumimos en competir, acumular y por lo tanto en desear sin fin.


En sentido contrario a esa velocidad de acumulación capitalista, para ser algo más consecuentes con la precaución ecológica a la que nos debemos, el principal desafío que deberíamos abordar, consistiría en articular entre las instituciones y los movimientos sociales otras políticas éticas y estéticas más mesuradas que respondan a las demandas de la crisis ecosocial. Parafraseando a Isabelle Stengers deberíamos abandonar la tentación de concebir la naturaleza como sumisa, manipulable, asimilable a alguna “materia prima” sobre la que, como en este caso, seríamos libres de imponer cualquier forma de organización. ¿No es suficiente con el museo que ya existe? ¿No son bastantes los más de un millón de visitantes al año que llegan de fuera de Bilbao? ¿No es posible dejar de sumar más y más y pensar que igual menos y mejor es más saludable? ¿No hay imaginación institucional para proponer la recuperación de esos espacios y el despliegue en ellos de otros programas más coherentes con los discursos institucionales de la sostenibilidad y con otras perspectivas económicas y sociales? Seguro que hay más de un informe estratégico para el desarrollo sostenible de esa zona que no implique necesariamente una operación de gentrificación, apropiación y explotación desmedida de este territorio excepcional.
El crítico cultura Mark Fisher, en Realismo capitalista. ¿No hay alternativa? (Caja negra, 2016) frente al narcisismo moderno para el cual el mundo se ofrece como un mercado al servicio de la satisfacción ilimitada de los deseos humanos, convoca una imagen epicúrea del placer y del hedonismo con una conciencia plenamente consciente de los límites de los recursos energéticos y naturales que podemos consumir. Aunque se nos presente como símbolo de progreso, el proyecto de una nueva sede del Museo Guggenheim en Urdaibai no es más que un simulacro de destrucción macabro y un atentado contra la necesaria prudencia ecológica, un proyecto extractivista de apropiación del territorio que piensa Urdaibai como mero recurso económico y olvida proponer otros modos de producción que pertenezcan a una nueva era de consciencia social y cuidado de nuestros ecosistemas humanos, animales y naturales.