Al parecer las autoridades que gobiernan Donostia/San Sebastián están también empeñadas en que la ciudad se convierta – más si cabe- en otra más de la ya larga lista de destinos turísticos globales para las clases más privilegiadas. Pasar unos días en esa ciudad es definitivamente un lujo, en el sentido más amplio de la palabra, y en su literal significado.
El mismo día que una amiga me enviaba fotos de las “monstruosas” obras del GOe – sobre gustos no hay nada escrito- el nuevo Basque Culinary Center que se está construyendo con beneplácito institucional y a marchas forzadas en una privatizada zona verde, bien común del barrio de Gros, otro amigo me mandaba una foto de un panel publicitario donde una conocida empresa inmobiliaria se anunciaba con un lema aterrador: “Dormir en Dubái. Desayunar en Mónaco. Pintxopote en Gros”. En la parte baja del cartel una proclama subraya los sesenta años que esa empresa lleva “abriendo puertas” (el entrecomillado es mío) al estilo de vida donostiarra. ¡Ay los estilos de vida, cuánto cuento para tan poco sentido!


Aunque, en una primera impresión, ese anuncio parezca un chiste delirante o una broma de mal gusto, lamentablemente, también refleja el mundo que, en una especie de subconsciencia insensible hacia el resto de la humanidad, algunas personas persiguen en sus sueños. Tener avión privado, numerosas propiedades inmobiliarias y coches de altísima gama, repartidos por el planeta, vivir en una permanente burbuja del lujo, volar hacia las estrellas o acudir a diario a restaurantes que, concedidas por Michelin, se precian de tenerlas, se ha convertido en el paradigma de un modelo de vida que se expande en paralelo al aumento de la aporofobia, neologismo acuñado por la filósofa Adela Cortina para referirse al rechazo, al temor y el odio al pobre. Por supuesto, no quiero negar el placer del gozo gastronómico -pocas satisfacciones me son más gratas- incluso de disfrutarlo en un restaurante laureado -también yo lo he hecho en ocasiones y, a mi pesar, tarde o temprano acabaré pasando por el GOe -, ni pretendo moralizar sobre las costumbres privadas de nadie -cada cual es digno de sí mismo, igual que nadie es mejor ni peor que sus propios actos- pero me resulta políticamente preocupante que la excepción y el capricho circunstancial puedan ser vividos como norma de vida.
El mayor logro del neoliberalismo capitalista quizás sea el habernos convertido en parte de la misma maquinaria depredadora que arrasa con todo. No hay más que analizar cómo están creciendo las ciudades. Al mismo tiempo que se parecen cada vez más unas a otras, se han convertido en espacios globales donde, de una forma in-consciente, se promueven ciertos modelos de vida que nos transforman en turistas permanentes y meros consumidores. Los centros de estas ciudades, que extienden cada vez más sus límites, se asemejan a enormes parques temáticos comerciales en los que la vida comunitaria está cada vez más ausente o va siendo paulatinamente “evacuada”, por no decir expulsada, a la “periferia”.
Desde mi punto de vista, ese vaciamiento del centro de las ciudades produce una fractura de la ecología social y además quiebra la sensibilidad paisajística de nuestra vida en común. Muchas zonas de esas ciudades – parques, jardines, partes históricas o populares- ocupadas literalmente por visitantes esporádicos, quedan excluidas de la circulación habitual de los propios habitantes porque su disfrute ha sido monopolizado por el flujo turístico y su correspondiente economía de servicios (es muy triste comprobar cómo se reproduce la estética de las mismas franquicias por todos lados, al lado de una economía del trabajo precarizado). También, es habitual escuchar a muchas personas amigas decir que ya casi nunca van al centro porque está insoportable y, cuando no les queda más remedio que acudir, la decepción se convierte en grito político.
Como en Comunizar la ciudad (Volante, librería Suburbia, 2025) escribe Kike España, arquitecto, experto urbanista, activista social y, además, malagueño (Malaga es un triste paradigma): “las ciudades ya ni siquiera se producen como una expansión infraestructural y material que pudiera ser mínimamente habitable o incluso rentable, sino como un proceso de activación financiera y algorítmica en la que los activos especulativos se desacoplan de la realidad social y física. El discurso sobre la renovación de las ciudades únicamente es acumulación por extracción para buscar áreas de oportunidad, zonas que mejorar y terrenos por recalificar. Un conglomerado de operaciones para que los rendimientos de los fondos de inversión cumplan con sus agresivos objetivos. Gentrificación, turistificación, museificación y otras formas de especulación, no son más que los efectos situados de un mismo problema: la renovación financiera de la ciudad, donde todo embellecimiento, reforma y desarrollo urbanístico lleva en su centro constitutivo la segregación para que la acumulación sea posible hasta el agotamiento, sin limitaciones técnicas, éticas o políticas”.


En cierto modo, la operación urbanística que en Donostia/San Sebastián implica el desmonte del cerro de San Bartolomé y la construcción de un gran centro comercial en la base de esta histórica colina, tan característica de la configuración urbanística de esa ciudad, forma parte de ese tipo de urbanismo depredador, cuyas máquinas de destrucción no se detienen ante nada con tal de sacar rendimiento económico al suelo y plusvalías especulativas. Soy consciente de que, cuando es de titularidad privada, la protección del patrimonio histórico no es fácil de salvaguardar, pero creo que las instituciones públicas deberían activar otro tipo de políticas más proteccionistas, orientadas a impedir el desarrollo de los casos más flagrantes de degradación medio ambiental, urbanística y arquitectónica. Precisamente, en este sentido, en la capital de Gipuzkoa hay una lista significativa de indolencia institucional, pero también movimientos profesionales y ciudadanos que han funcionado como plataformas cívicas en defensa del patrimonio.
Felizmente la poco afortunada decisión del actual ayuntamiento del PNV Y PSE ha sido suspendida. Al parecer se ha impuesto cierta sensatez y, de momento, se han paralizado las obras del centro comercial y el aparcamiento subterráneo previstos. También gracias a la Plataforma San Bartolomé. Pero a la vista de la “sensibilidad” de este gobierno (y de otros anteriores, por cierto) es de temer que, tras esa cautelar prudencia, se pueda esconder alguna otra insensata sorpresa. Como, de manera hipotética y poco imaginativa, podría ser, por ejemplo, la construcción de otro nuevo hotel de lujo, como el que ocupa actualmente el antiguo convento en la cima del cerro y que además hoy en día se multiplican sin freno, para acoger, precisamente, a esa clase privilegiada de viajeros que pueda dormir en Dubái y al día siguiente tomarse unos cuantos “pintxos” en el GOe o, unos kilómetros más allá, darse un paseo por la reserva de Urdabai, visitando también el segundo museo Guggenheim que el Gobierno Vasco y la Diputación de Bizkaia pretender construir allí. En fin, no parece muy sensato, pero parece que es lo que hay y lo que, tristemente, la mayoría de la clase gobernante tiene en mente como modelo de crecimiento y progreso.
Ojalá en esta ocasión, como la plataforma en defensa del cerro promueve, la instrucción política opte por la reparación de lo dañado e impulse una ejemplar restauración y rehabilitación verde de toda esa zona, reintegrándola en el paisaje urbano de forma sensible y sostenible. Parafraseando a Anne Lacaton y Jean Philippe Vassal, ganadores del Premio Pritzker de Arquitectura 2021, pensar y desarrollar las ciudades del fututo implica ser mucho más cautos a la hora de demoler, eliminar o sustituir; y mucho más cuidadosos e imaginativos cuando haya que transformar y reutilizar.