El historiador y teórico político camerunés Achille Mbembe nos recuerda en Políticas de la enemistad (NED, 2018) que, lamentablemente, vivimos nuestro deseo de amistad en sociedades de la enemistad. Si, como enunciara Carl Schmitt, filósofo, teórico político y jurista alemán, en El concepto de lo político, la política moderna se ha basado en la distinción entre quién es amigo y quién enemigo, hoy cualquier presencia extraña es clasificada como potencialmente enemiga, es decir, como alguien que puede poner en peligro nuestra existencia. El límite entre unos y otras está en la extrañeza del desconocido, pero también en el interior mismo de la nación o dentro de la misma familia. Es la vieja consigna, enunciada por Hobbes: “el hombre es un lobo para el hombre”, que tantas veces hemos escuchado y que, por desgracia, conlleva crearnos enemigos, aunque no haya razones explícitas, como fantasmas de nuestros propios miedos e inseguridades. Como dice Santiago López Petit en su reciente Tiempos de espera. Marx, Artaud y la fuerza del dolor (Verso, 2025) se trata de avanzar hacia una sociedad de individuos cada vez más atomizados y cuya conexión se establece mediante una reacción de desconfianza, bajo un nuevo contrato social basado en el control y el miedo. Pero, mucho más triste aún, en sus formas más extremas, esas sospechas sobre el otro también aparecen como deseo de separación (apartheid) y de exterminio o como plena concesión para que algunos empleen el poder de derramar sangre y de matar a otros seres humanos, incluso niñas y niños. El fascismo siempre ha necesitado un chivo expiatorio.
Quizás hoy, el paradigma más trágico de esa política de la enemistad sea la crueldad con la que Israel ataca, una y otra vez, la franja palestina de Gaza. Sabemos que allí habitan, mejor dicho, mal viven en pésimas condiciones, casi dos millones de personas a las que, en un delirio incomprensible, el gobierno de Netanyahu pretende expulsar para que esas tierras sean definitivamente ocupadas y, una vez colonizadas, según otra bravuconada de Donald Trump, convertidas en paraíso turístico. ¡Qué pasa por las cabezas de estos mandatarios que, además de permitir todo tipo de atropellos contra los derechos básicos de tantas personas inocentes, son capaces de imaginar semejante distopía!
No es fácil decir algo nuevo de un conflicto que lleva muchas décadas enquistado y que responde a una gran complejidad histórica y política con fuertes raíces coloniales y geoestratégicas, religiosas y culturales. Además, .desde mi punto de vista- cualquier simplificación binaria entre buenos y malos impide escuchar las voces críticas y disidentes de aquellas comunidades que casi siempre son las que con mayor sensatez piensan la realidad y enuncian las posibles soluciones. Sin embargo, más allá del historicismo que todo justifica, los acontecimientos trágicos que estamos viviendo en Gaza sobrepasan toda posibilidad de equidistancia ética.
La masacre de civiles perpetrada por la acción militar de Hamas el 7 de octubre del 2023 y los posteriores secuestros no tienen justificación, pero tampoco pueden servir para ocultar la responsabilidad del gobierno israelí en los continuos ataques contra población civil inocente, aunque entre esas gentes se camufle algún activista de Hamas o esté su cuartel general. Aducir que todas esas muertes son víctimas colaterales del conflicto es como decir que los daños humanos producidos por las bombas son responsabilidad de quienes viven cerca de los objetivos militares.
En esa pequeña franja territorial, de apenas 41 km de largo y 12 de ancho, a duras penas sobreviven miles de personas porque nacieron y se criaron allí y lo siguen haciendo porque, aun sabiendo que Gaza es lo más parecido a una prisión al aire libre o un campo de concentración, no pueden o no quieren huir. Para el actual gobierno de Israel, ni siquiera sirve que ese cruel despojo de derechos políticos o protección jurídica a la población palestina pueda recordar a una de las mayores tragedias de la historia moderna cuando el nacismo utilizó los campos de concentración para encerrar y asesinar a unos seis millones de judíos, casi dos millones de prisioneros de guerra soviéticos y otros tantos cientos de miles de discapacitades, opositores políticos y religiosos, homosexuales y personas consideradas como asociales.
Sabemos que aquella tragedia causó unos de los mayores genocidios de la historia, perpetrado además con una predisposición ideológica para aniquilar comunidades específicas contrarias al orden racial ario y cristiano que los nazis pretendían imponer en Alemania. Cuando se habla de un genocidio, aunque el número de exterminados pueda ser determinante, según la Convención de las Naciones Unidas para la Prevención y la Sanción de Genocidios de 1948, hay que tener en cuenta que también lo es “cualquier acto cometido con intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso”. Por tanto, como dice el investigador Salman Abu Sitta: «bombardear a dos millones de personas en 360 kilómetros cuadrados por aire, tierra y mar es genocidio».
Sin embargo, aunque pretendan la destrucción de Gaza, según Ariella Azoulay, fotógrafa y experta en artes visuales, nacida y criada en Tel Aviv (Israel) y judía árabe, como ella misma se define: “El futuro de Gaza está en su pasado, en la recuperación de todas las formas de vida anteriores al Estado que el proyecto colonial eurosionista enterró pero que no han desaparecido. Los derechos de los palestinos están latentes en los árboles, valles, platos, campos, semillas, objetos, estructuras, ruinas, normas y tradiciones que aún subsisten
En palabras de un conocido actor español «esto es un genocidio delante de nuestros ojos en 4K». Otro dato a tener en cuenta: RSF recuerda que » (…) más de 200 periodistas han sido asesinados por el ejército israelí en la Franja de Gaza desde octubre de 2023″.