EL FIN DE LA PACIENCIA

Tras verificar que el reciente ciclo primavera-verano ha sido el más caluroso desde que se miden científica y sistemáticamente las temperaturas, o que la elevación térmica de las aguas del Mediterráneo es un hecho, o constatar que durante estos meses se han quemado con virulencia y voracidad más bosques en la península ibérica que en toda la historia documentada, cuesta creer que aún haya personas que nieguen el cambio climático. En relación con los incendios, al margen de las confrontaciones partidistas – en algunos casos grotescas- las palabras prevención, anticipación o coordinación institucional han sido las que más consenso han concitado entre las mentes más preclaras de la política y las voces de profesionales y científicos. Es evidente que trabajar sobre las causas de los incendios u otros fenómenos derivados de las alteraciones del clima es mucho más importante que actuar sobre las consecuencias. De hecho, hay cierta unanimidad académica sobre el tiempo perdido y el retraso en la aplicación de las medidas necesarias para desacelerar el cambio climático.

Excepto los negacionistas recalcitrantes, la mayoría apunta que los efectos ambientales de esta modificación del clima son el aumento de la temperatura global, los fenómenos meteorológicos imprevisibles o desmedidos y las alteraciones en los ecosistemas naturales y en la biodiversidad. En El fin de la paciencia. Un ensayo sobre política climática (Anagrama, 2025) Xan López, coeditor de la revista Corriente cálida, señala que el capitalismo -no como abstracción ideológica sino como sistema social y económico en el que todes estamos materialmente subsumidos- se ha mundializado quemando la energía almacenada en nuestro suelo durante millones de años. Pero a su vez, de manera autocrítica, indica que la actual crisis ecológica no es solo consecuencia del capitalismo en general sino de una modalidad específica de crecimiento acelerado, resultado también de las luchas históricas de la izquierda por el progreso y el desarrollo durante los dos últimos siglos, sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial. Fue en ese momento cuando se negoció y pactó con gran consenso el contrato social y el avance de los derechos de la clase trabajadora, lo cual desencadenó también la producción de miles de millones de máquinas utilizadas en esa parte del mundo para generar energía, calentar o enfriar los ambientes, producir comida, desplazarse de un lado a otro y fabricar todo tipo de artículos de consumo. Esta dinámica de crecimiento abrió varias décadas de crecimiento económico sin precedentes en el resto del mundo, incluidas potencias demográficas como China o India que también han desarrollado un aumento exponencial de sus economías respectivas. Esa hegemonía se irradia mundialmente desde sus centros primero en Europa y después en EE. UU., provocando que los demás países intenten emularlo.  Aquí está – dice López- una de las aristas peliagudas de la crisis climática y uno de los mayores retos a la hora de articular políticas ecológicas coherentes: la expansión sin límite de las emisiones no es un producto del capitalismo en abstracto, sino de una especie de acuerdo multilateral mundial por la expansión del crecimiento y el aumento del bienestar de una cantidad creciente de personas a partir de la utilización de combustibles fósiles (tan solo en China, en los últimos cincuenta años, ochocientos millones de personas han abandonado la situación de pobreza y ya forman parte de otro grupo de países con “ingresos medios” como Rusia, Turquía o Brasil)

Sin embargo, sin olvidar la importancia los momentos históricos de la implantación del modelo de bienestar, ni la labor de aquellas fuerzas sindicales y progresistas para conseguir el progreso y la mejora de la vida de las clases trabajadoras, lo que en las actuales circunstancias de emergencia climática no podemos obviar es que ya no tenemos un horizonte ilimitado en el que seguir trabajando por un proyecto emancipador que no tenga en cuenta y contrarreste su potencial autodestructivo. En este sentido, en el reciente ensayo Vida de ricos (Lengua de Trapo y Círculo de Bellas Artes, 2025) Emilio Santiago Muiño defiende un ecologismo emancipador que también participe de aquel programa moderno y socialista. No se trataría de descolgarnos de la empresa ilustrada, ni de desmontar la revolución urbana e industrial para volver a una sociedad preindustrial, sino de culminar sus programas con éxito, pero minimizando sus violencias económicas, sociales, culturales y ecológicas y llevando hasta sus últimas consecuencias las ideas de libertad e igualdad.

Por tanto, tampoco podemos olvidar que aquellos gobiernos no incluyeron en ese contrato social a todo el mundo por igual, de modo que persistieron las jerarquías de género y raciales. Además, la expansión de esos beneficios se sostuvo en gran parte gracias a la explotación continuada de los territorios coloniales o subordinados.  El 50% de las emisiones de gases de efecto invernadero proviene del 10% más rico de la población mundial, porcentaje que -según López- se eleva hasta casi el 70% si se incluye al 20% más rico. El 80% más pobre, la inmensa mayoría, solo es responsable del 30% de las emisiones. Así pues, el capitalismo es una estratificación territorial del planeta, con un pequeño número de países enormemente ricos y una gran mayoría considerablemente más pobres.

En palabras de López: “Desde finales del siglo XIX las sociedades humanas han liberado cantidades crecientes de gases de efecto invernadero (GEI) a la atmósfera debido al uso de combustibles fósiles. Estos gases provocan que la Tierra retenga una mayor cantidad de radiación solar, lo que a su vez provoca un incremento medio de las temperaturas. Este proceso no es una novedad en el planeta, el llamado «efecto invernadero» es una de las cosas que lo hace habitable. Lo que sí es una novedad es la velocidad a la que está ocurriendo: la concentración de GEI atmosféricos ha aumentado más en un siglo y medio que en los últimos cinco millones de años”. Por ello, este autor nos reitera en su ensayo que el cambio climático no es un impacto externo a nuestras sociedades sino un efecto sistemático de nuestras formas de producir, acumular y consumir, en definitiva, de nuestras formas de vida actuales, que tendríamos que revisar con urgencia para corregir y suprimir aquellas actuaciones que mayores perjuicios están ocasionando al planeta.

En consecuencia, la necesidad de construir una política específicamente climática se hace más perentoria que nunca. Para evitar los peores escenarios, antes de mediados de siglo, deberíamos reducir a cero esas emisiones; la situación es muy grave, nos dice la ciencia, aunque todavía es posible evitar el destino de la derrota. La política climática debe ser una lucha contra reloj para garantizar la viabilidad de nuestro presente y el de las generaciones venideras. Más allá de idealismos y ortodoxias ideológicas, serían necesarias formas urgentes de la política que consigan cuanto antes la movilización de un gran número de personas y energías sociales, que además incluyan políticas de Estado capaces de sumar también a sectores sensibles de las clases dominantes dispuestas a hacer suyas peticiones históricas de los movimientos ecologistas. Hoy es imprescindible expandir nuestra tolerancia ideológica a nuevas alianzas, tácticas, estrategias y teorías. López apuesta por el Green New Deal, un nuevo pacto verde como el New Deal que en los años treinta del siglo pasado impulsó el presidente Roosevelt en EE. UU., como respuesta a la Gran Depresión. Es decir, una propuesta política posneoliberal progresista, que intente recuperar el papel activista del Estado -aumentando enormemente el gasto en servicios sociales y transición energética, entre otros- gracias a la fuerza de una coalición amplia que incluya a profesionales, sindicalistas y ecologistas. López propone, al mismo tiempo, crear fisuras en el bloque hegemónico de la economía para que se produzca una fractura de intereses, ya que -subraya- existe una facción negacionista muy beligerante que país a país avanza inexorablemente en una nueva internacional del odio. La aspiración de esta facción siempre es la mejora de la posición relativa de los privilegiados en un sistema que no se quiere transformar o que se desea hacerlo, pero en un sentido más reaccionario todavía, hacia una división más explícita entre ganadores y perdedores. De hecho, ese negacionismo ha sustituido la urgencia climática por la inmigración o las políticas de género como focos culturales para desviar el malestar social. Las consecuencias serán irreparables si esa coalición, que rechaza el cambio climático, se expande, ocupa y domina todos los entramados institucionales y económicos.

La mayor amenaza de toda nuestra historia como especie -dice Xan López- ocurre en uno de los momentos de mayor debilidad política, pero la urgencia inédita y la crisis ecológica en la que vivimos nos lleva a asumir, por un lado, el fin de la paciencia – se acaba el tiempo para alcanzar los objetivos de las descarbonización- y, por otro, a aceptar modos de hacer experimentales que no reproduzcan las lógicas convencionales de la política.

Hoy, el objetivo supremo de la política emancipadora no puedo ser otro que garantizar la viabilidad ecológica de la especie humana en la Tierra, donde, como Kistin Ross describe en El lujo comunal. El imaginario político de la Comuna de París (Akal, 2016) cierta contención imprescindible del consumo sea compatible con la expansión de felicidad, nuevas formas de vida colectiva, producción cultural y lujo comunal, es decir, acceso social a los bienes materiales, culturales y espirituales, abundancia frugal para vivir bien con menos.

VINDICACIÓN DE LA VIDA HOLGADA

En el recién publicado El derecho a las cosas bellas. Vindicación de la vida holgada (Ariel, 2025) Juan Evaristo Valls Boix escribe que la pereza es ese amor de verano que nos arranca de la obsesión por el trabajo y nos devuelve la más bella de las libertades, la de no hacer nada.Sin embargo –añade-, paradójicamente, una pasión extraña recorre nuestro cuerpo, la pasión por el trabajo. Unos la aclaman como una virtud, otros encuentran en ella la clave para una vida feliz y plena y algunos nos cuentan que es la receta para salir de todas las crisis, el antídoto para cualquier mal de nuestro tiempo.

Entre otros textos que, de alguna manera, tratan sobre lo que, según el índice del libro, el autor llama derechos perezosos o zanguangos (pereza, huelga, jubilación, ciudad y literatura) Valls relee el célebre El derecho a la pereza. Refutación del derecho al trabajo en el que Paul Lafargue enmendó la plana al no menos citado El capital: crítica de la economía política de su suegro Carlos Marx. Aunque este último dijo que “el reino de la libertad solo empieza allí donde cesa el trabajo impuesto por la necesidad”, se sabe que Marx no dejó nunca de creer que el hombre solo se podía liberar mediante el trabajo. En ese sentido, Valls señala que, si leyésemos con atención la famosa cita, observaríamos que contiene una trampa: “lo que Marx propone no es tanto la liberación del trabajo, sino la liberación para el trabajo”. Al describir el trabajo como una actividad trascendental y natural Marx retoma el pensamiento humanista, cuyo sueño idealista es continuar creciendo y superándonos sin fin. Marx y Hegel llamaron “trabajo” a esta relación jerárquica de dominio y asimilación. En su obra capital, Marx diseñó una ontología ahistórica donde ser equivale a trabajar, y esta operación -dice Valls- es aniquiladora de todo lo no-humano. Hegel y Marx coincidían en que el trabajo es el proceso por el cual el hombre se produce a sí mismo en cuanto hombre: ente autónomo, aislado y completamente separado de todos los otros seres. El sujeto se levanta, se yergue como Hombre, oprimiendo todo lo que no es sujeto: la ergontología, donde ser es trabajar y ser trabajado, constituye la primera definición de nuestra condición vertical. En cierto modo -dice Valls- el mismo espejismo que persigue el capitalismo, el sistema económico y político que gobierna nuestras vidas a través del trabajo ya sea como disciplina, como formas de deseo que concluye en consumo, como excitación social o como agotamiento personal. Uno de los modos en que el fascismo sigue vivo en las democracias de todo el mundo -añade el autor- es a través de la cultura del trabajo y su insidiosa metafísica capitalista, donde solo merecen vivir los que trabajan, donde la dignidad se mide como rendimiento.  

Por el contrario, Valls cita el ensayo Inclinaciones. Crítica de la rectitud (Fragmenta, 2022) de Adriana Cavarero que articula una geometría distinta a la vertical. Si la verticalidad es la postura de la autonomía, el rendimiento y el crecimiento, pero también la forma de un sujeto encerrado en sí mismo, que no sabe relacionarse con los otros más que dominándolos, es entonces una geometría de la inclinación la que nos permite pensar un modo de ser marcado por la relación con otros cuerpos, esto es, por la interdependencia y la reciprocidad. La geometría de la inclinación de Cavarero, que piensa los cuerpos sosteniéndose siempre en otros cuerpos, descentra la masculinidad que articula el discurso y lo rearma con otras figuras: un cuerpo sostiene otro cuerpo, un cuerpo es atravesado por otros cuerpos, vulnerable ante y con otros cuerpos.

En los periodos de vacaciones o cuando tenemos unos días de descanso, o sobre todo cuando nos llega la jubilación, se desvela un aspecto crucial de nuestros modos de vida: a una gran mayoría su trabajo no les apasiona, preferirían tener mucho más tiempo para vivir y compartir. Sin embargo, las vacaciones nunca son suficientes porque precisamente constituyen un correlato del régimen del trabajo, el cuidado mínimo necesario para recuperar nuestra fuerza y volver a la fábrica de la infelicidad. El Estado y el Capital nos cuidan en la medida que producimos y somos efectivos. Ese descanso es tiempo que en realidad no nos pertenece, tan solo es una concesión temporal para garantizar la eficiencia de la productividad y, en la tradición laborista y socialdemócrata, para conseguir el “pleno empleo”. Lafargue nos dice que, precisamente, el amor al trabajo es lo que aniquila nuestro amor por la vida. En cierto modo, reformula lo que hace casi cinco siglos Étienne de La Boétie teorizó en Discurso de la servidumbre voluntaria: el amor al trabajo es pasión por el sometimiento.

Por el contrario, lo que parece imposible, porque supondría una auténtica revolución del sistema social y económico en el que vivimos y de nuestras sensibilidades capturadas, sería alcanzar el pleno desempleo: trabajar lo justo, producir y consumir lo necesario, descansar y holgar el resto del tiempo. Así podríamos vivir sin asimilar la naturaleza a nuestras necesidades, ideas y delirios, vivir sin extraer, sin colonizar, sin someter, porque ningún cuerpo es libre mientras esté sometiendo a otros. Cualquier democracia que sea digna de este nombre -dice Valls- tiene una única premisa: todas las vidas valen lo mismo, la vida de cualquiera tiene valor en tanto existencia mundana y banal, más allá de sus atributos. Los derechos a la pereza reclaman el cuidado de la vida holgada y sin atributos, y por ello la salud de un sistema democrático puede medirse por cómo se hacen valer esos derechos de cualquiera, en su mera condición viviente e inmanente, el cuerpo que late por debajo del sujeto.

Lafargue proponía un máximo de tres horas laborables, como alternativa al tiempo lleno y a la obsesión por darle una función a todas las horas y las cosas, sometiéndolas en lugar de celebrarlas. Ayer como hoy, la propuesta de reducir la jornada laboral es sinónimo de ruina para muchos liberales y economistas cómplices que no cesan de achacar a las nuevas generaciones su vagancia e indisposición al trabajo y, cuando reclaman algunos derechos, son tildados de absurdos (se llevan las manos a la cabeza por la hecatombe que supondría trabajar menos, cuando en realidad la locura es no hacer redundar la economía en la mejora de la vida en común). Al fin y al cabo, ese mantra neoliberal de “aprovechar el tiempo” – dice Valls- no es más que la lógica del incremento indefinido del beneficio que impone un imaginario donde el esfuerzo y el sufrimiento son el único camino a una promesa de felicidad; un escenario moralista que demasiadas tradiciones progresistas también han aceptado como propio.  

Pero La promesa de la felicidad” (Caja Negra, 2019) según nos dice Sara Ahmed en el libro de mismo título, no sería una experiencia íntima, sino una tecnología social, un mandato. La felicidad entonces no es neutra porque distribuye y disciplina, porque las emociones, lejos de ser privadas, son colectivas y adquieren su valor y su agencia a través de los cuerpos y signos del tejido social, de ahí su condición económica. Lo que en Lafargue es una denuncia del deber de trabajar, en Ahmed es un aviso de que la felicidad puede ser una promesa, pero envenenada, ya que tanto el primero como la segunda lo que en realidad garantizan es la reproducción de un orden que subordina y excluye. 

Al final de El derecho a la pereza, Lafargue reconoce que la verdadera transformación social comenzará con una revolución del modo en que deseamos. Este famoso texto, aunque crítico con las posiciones productivista de Marx, es también un manifiesto marxista. En este caso más epicúreo, porque en él no defiende el placer como exceso o lujo burgués, sino como goce sobrio y equilibrado, a la vez que hedonista, pero no consumista e individualista, sino social y político, inseparable de la emancipación y la consecución de unas justas condiciones de vida. Así se adelanta a lo que el anarquista Kropotkin denominará años más tarde, en La conquista del pan, el “derecho al bienestar, ya que cada cual tiene el derecho a vivir, y la sociedad debe distribuir entre todos, sin excepción, los medios de existencia con que cuenta”.  

KOLDOBIKA JAUREGI, UNA SINGULARIDAD BARROCA

Este texto está escrito a partir de las notas utilizadas en la conferencia sobre Koldobika Jauregi que impartí el pasado mes de junio, durante un curso de verano de la EHU, Universidad del País Vasco, celebrado en el Palacio Miramar de Donostia-San Sebastián un año después del fallecimiento del artista de Alkiza. Las jornadas de homenaje fueron organizadas por Antonio Casado, investigador y profesor de filosofía en esa misma universidad, y Elena Cajaraville, creedora interdisciplinar, durante muchos años compañera de Koldo y madre de su hija común, Gerezi.

En mi intervención me centré, sobre todo, en el tiempo que nuestras vidas -la de Koldo, la mía y otras amistades- se cruzaron con mayor intensidad, en todos los sentidos. Época que también coincide con el momento en que se realizaron los murales de los techos de la Plaza Euskal Herria de Tolosa que, sobre todo, gracias al empeño de Iñaki Epelde, se comenzaron a gestar precisamente el último año que estuve como director de Cultura en el ayuntamiento de Tolosa y se inauguraron en 1988. También me referí a las que pocos años después, en 1991, se presentaron en la antigua iglesia de San Agustín de Azpeitia, con ocasión de la exposición Meditaciones barrocas donde Jauregi coincidió con el artista Jesús Mari Cormán (las fotografías de estos dos momentos fueron realizadas por Iñigo Royo) y también un conjunto de litografías que un año después realizó con Don Herbert durante varias estancias en Arteleku. 

De izq a dcha: Iñigo Royo, José Luis Longarón, José María Hernández, Koldobika Jauregi, Iñaki Epelde y Santiago Eraso (1987-88).

Para no caer en la tentación hagiográfica y autobiográfica, la conferencia se centró en algunas reflexiones sobre ciertas maneras de hacer estéticas con las KJ planteaba su trabajo artístico. Me refiero a lo que en el título de mi conferencia denominé “la singularidad barroca” que se manifiesta en su plena expresividad en las obras de esos años.

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LA GUERRA NUNCA ES LA MEJOR SOLUCIÓN.

El historiador y teórico político camerunés Achille Mbembe nos recuerda en Políticas de la enemistad (NED, 2018) que, lamentablemente, vivimos nuestro deseo de amistad en sociedades de la enemistad. Si, como enunciara Carl Schmitt, filósofo, teórico político y jurista alemán, en El concepto de lo político, la política moderna se ha basado en la distinción entre quién es amigo y quién enemigo, hoy cualquier presencia extraña es clasificada como potencialmente enemiga, es decir, como alguien que puede poner en peligro nuestra existencia. El límite entre unos y otras está en la extrañeza del desconocido, pero también en el interior mismo de la nación o dentro de la misma familia. Es la vieja consigna, enunciada por Hobbes: “el hombre es un lobo para el hombre”, que tantas veces hemos escuchado y que, por desgracia, conlleva crearnos enemigos, aunque no haya razones explícitas, como fantasmas de nuestros propios miedos e inseguridades. Como dice Santiago López Petit en su reciente Tiempos de espera. Marx, Artaud y la fuerza del dolor (Verso, 2025) se trata de avanzar hacia una sociedad de individuos cada vez más atomizados y cuya conexión se establece mediante una reacción de desconfianza, bajo un nuevo contrato social basado en el control y el miedo. Pero, mucho más triste aún, en sus formas más extremas, esas sospechas sobre el otro también aparecen como deseo de separación (apartheid) y de exterminio o como plena concesión para que algunos empleen el poder de derramar sangre y de matar a otros seres humanos, incluso niñas y niños. El fascismo siempre ha necesitado un chivo expiatorio.

Quizás hoy, el paradigma más trágico de esa política de la enemistad sea la crueldad con la que Israel ataca, una y otra vez, la franja palestina de Gaza. Sabemos que allí habitan, mejor dicho, mal viven en pésimas condiciones, casi dos millones de personas a las que, en un delirio incomprensible, el gobierno de Netanyahu pretende expulsar para que esas tierras sean definitivamente ocupadas y, una vez colonizadas, según otra bravuconada de Donald Trump, convertidas en paraíso turístico. ¡Qué pasa por las cabezas de estos mandatarios que, además de permitir todo tipo de atropellos contra los derechos básicos de tantas personas inocentes, son capaces de imaginar semejante distopía!

No es fácil decir algo nuevo de un conflicto que lleva muchas décadas enquistado y que responde a una gran complejidad histórica y política con fuertes raíces coloniales y geoestratégicas, religiosas y culturales. Además, .desde mi punto de vista- cualquier simplificación binaria entre buenos y malos impide escuchar las voces críticas y disidentes de aquellas comunidades que casi siempre son las que con mayor sensatez piensan la realidad y enuncian las posibles soluciones. Sin embargo, más allá del historicismo que todo justifica, los acontecimientos trágicos que estamos viviendo en Gaza sobrepasan toda posibilidad de equidistancia ética.

La masacre de civiles perpetrada por la acción militar de Hamas el 7 de octubre del 2023 y los posteriores secuestros no tienen justificación, pero tampoco pueden servir para ocultar la responsabilidad del gobierno israelí en los continuos ataques contra población civil inocente, aunque entre esas gentes se camufle algún activista de Hamas o esté su cuartel general. Aducir que todas esas muertes son víctimas colaterales del conflicto es como decir que los daños humanos producidos por las bombas son responsabilidad de quienes viven cerca de los objetivos militares.

En esa pequeña franja territorial, de apenas 41 km de largo y 12 de ancho, a duras penas sobreviven miles de personas porque nacieron y se criaron allí y lo siguen haciendo porque, aun sabiendo que Gaza es lo más parecido a una prisión al aire libre o un campo de concentración, no pueden o no quieren huir. Para el actual gobierno de Israel, ni siquiera sirve que ese cruel despojo de derechos políticos o protección jurídica a la población palestina pueda recordar a una de las mayores tragedias de la historia moderna cuando el nacismo utilizó los campos de concentración para encerrar y asesinar a unos seis millones de judíos, casi dos millones de prisioneros de guerra soviéticos y otros tantos cientos de miles de discapacitades, opositores políticos y religiosos, homosexuales y personas consideradas como asociales.

Sabemos que aquella tragedia causó unos de los mayores genocidios de la historia, perpetrado además con una predisposición ideológica para aniquilar comunidades específicas contrarias al orden racial ario y cristiano que los nazis pretendían imponer en Alemania. Cuando se habla de un genocidio, aunque el número de exterminados pueda ser determinante, según la Convención de las Naciones Unidas para la Prevención y la Sanción de Genocidios de 1948, hay que tener en cuenta que también lo es “cualquier acto cometido con intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso”. Por tanto, como dice el investigador Salman Abu Sitta: «bombardear a dos millones de personas en 360 kilómetros cuadrados por aire, tierra y mar es genocidio».

Sin embargo, aunque pretendan la destrucción de Gaza, según Ariella Azoulay, fotógrafa y experta en artes visuales, nacida y criada en Tel Aviv (Israel) y judía árabe, como ella misma se define: “El futuro de Gaza está en su pasado, en la recuperación de todas las formas de vida anteriores al Estado que el proyecto colonial eurosionista enterró pero que no han desaparecido. Los derechos de los palestinos están latentes en los árboles, valles, platos, campos, semillas, objetos, estructuras, ruinas, normas y tradiciones que aún subsisten

RACISMO DE HERNANI A TORRE PACHECO

Hay mucho de aterrador en las imágenes y recientes noticias sobre los ataques y persecuciones racistas ocurridos en Hernani y Torre Pacheco. Aunque ningún hecho histórico debe ser analizado sin tener en cuenta su tiempo y contexto, las imágenes me han recordado a las que en nuestro imaginario tenemos sobre sucesos semejantes acaecidos en 1938 durante la denominada “Noche de los cristales rotos”. Estos fueron ataques programados contra personas, viviendas, almacenes, negocios, sinagogas y cementerios judíos llevados a cabo en la Alemania nazi a la vista del resto de los ciudadanos, en muchos casos cómplices y en otros silenciosos, quizás debido al miedo a manifestarse en contra. También traen a la memoria -por lo menos la mía, que vive permanentemente alerta- otros ataques racistas perpetrados en la guerra de Yugoslavia, o contra los igbos en Nigeria y los tutsis en Ruanda en África o la persecución incesante contra poblaciones indígenas en Latinoamérica.  

Se podría pensar que los acontecimientos estallados en contextos tan distintos y electoralmente tan diferentes como Euskadi y Murcia tienen poco en común, sin embargo, ambos responden a la misma lógica emocional: el odio. En estos casos dirigido explícitamente contra personas musulmanas, que son percibidas culturalmente ajenas a una autoproclamada y ficticia identidad nacional, como si esta fuera siempre eterna e indisoluble. Mas por mucho que se empeñen en negarlo, toda comunidad política, en su fundamento democrático, siempre es abierta, plural y dinámica. Otra cosa sería si, como pretenden, esa patria fuera un régimen totalitario y excluyente, el sueño racial de todo ultranacionalista supremacista.

Es evidente que estos dos hechos de nacionalismo exacerbado local entroncan, a su vez, con el actual auge internacional de las fuerzas políticas de extrema derecha, fascistas, ultranacionalistas y fundamentalistas religiosas. Ya llevamos varias décadas viendo como crecen exponencialmente en todo el mundo. Ante la incapacidad de la democracia liberal y la socialdemocracia por enfrentar las sucesivas crisis del capitalismo y dar respuesta a los malestares sociales, este fantasma de la reacción ultra va ocupando el terreno de la política en los parlamentos y en las calles con proclamas y programas autoritarios, a una velocidad inusitada.

De hecho, ya no es un fantasma, sino una amenaza innegable; medible en los índices de apoyo popular, en la influencia que ejercen en las redes y en los gobiernos en los que están presentes, en los que intentan aplicar políticas para desarticular cualquier avance en derechos humanos que, según ellos, “huela a marxismo cultural” o “agenda woke”. Dos simplificaciones semánticas, derivadas de la “guerra cultural” contra cualquier idea que suponga bien común, redistribución de rentas, políticas de reconocimiento, derechos y libertades. Esa guerra cultural es una trampa útil para ocultar una lucha de clases que ha incorporado nuevas dimensiones: la identidad de género y racial, la defensa de inmigrantes o la lucha contra el cambio climático. No existe, por tanto, esa guerra cultural en la que se escuda la extrema derecha, lo que de verdad existe es un proceso de destrucción cultural, donde precisamente irrumpe el fascismo.

Lo que se denominó “crisis de los refugiados” – dicen Nuria Alabao y Pablo Carmona en El gobierno de la decadencia de Europa. Crisis, integración y nueva derecha radical (Zona de estrategia, 2024) el millón largo de personas que llegó a Europa entre 2014 y 2016 huyendo de conflictos armados, de la pobreza y de los efectos del cambio climático en Oriente Medio, fue un factor determinante en el crecimiento del etnonacionalismo antimusulmán. En una situación todavía dominada por las políticas de austeridad, los migrantes cumplieron un papel fundamental de cohesión social nacional en oposición a cualquier «otro», enemigo, más imaginado que real.

A su vez, el historiador Enzo Traverso, en Las nuevas caras de la derecha (Siglo XXI, 2025) define este ecosistema ultra como la forma política que, sin cuestionar en lo más mínimo las formas dominantes del liberalismo autoritario y ante condiciones precarias de la existencia social, convierte la indignación en nacionalismo, racismo y conflicto etnocultural.

Quizás lo ocurrido en estas dos localidades no se parezcan a los fascismos históricos, pero resuenan demasiado en sus modos de esquivar los conflicto de clase desde los discursos de la identidad y la pertenencia (en muchas ocasiones los emigrantes son compañeros de trabajo); de soslayar la lucha por los recursos materiales (la pobreza y el malestar les atraviesa igualmente a las víctimas y los victimarios); o de eludir la crítica a la distribución de los beneficios del capital (a ninguno de estos fanáticos se les ocurre enfrentarse a acumuladores de capital causantes de la desigualdad). Lo más triste es que en su plena consciencia rabiosa, o en su inconsciencia política, tal vez desconozcan que sus ataques y su furia están muy mal encauzadas, ya que en el fondo su ira también está dirigida contra ellos mismos.  

DECIR LO FEMENINO

Hace unas semanas acudí en la Universidad Complutense de Madrid al Congreso Internacional “La actualidad de Marx: nuevas lecturas y perspectivas”. Durante tres días asistimos a veintinueve conferencias, de las cuales ocho fueron expuestas por mujeres. En principio, no presté demasiada atención a esta diferencia cuantitativa en cuanto a participación, ya que la alta cualificación de las ponentes compensaba el desequilibrio de género. Allí pude escuchar a Cristina Catalina, Silvia Federici, Virginia Fusco, Marina Garcés, Paloma Martínez, Clara Navarro, Clara Ramas y Nuria Sánchez Madrid, y sus intervenciones compensaron cualquier malestar en relación con la deuda que el canon filosófico tiene con las mujeres, con el feminismo, incluso con otras disidencias (este déficit podría ampliarse a otras ramas del saber).

A pesar de todo, lo que más me llamó la atención fue que, durante los debates, en los turnos de palabra casi todas las voces intervinientes fueran masculinas. De forma sistemática, los brazos alzados que se veían en la sala eran siempre de hombres. Aquella imagen de tantas voces y cuerpos varones queriendo ocupar de forma inmediata el espacio de la palabra me produjo una profunda desolación; la sensación de que, en el fondo, la relación de género en el uso de la voz en los espacios públicos no había cambiado tanto. Me vinieron a la memoria las asambleas de estudiantes en los años setenta, donde las voces de mujeres militantes eran la excepción que confirmaba la regla.

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