VINDICACIÓN DE LA VIDA HOLGADA

En el recién publicado El derecho a las cosas bellas. Vindicación de la vida holgada (Ariel, 2025) Juan Evaristo Valls Boix escribe que la pereza es ese amor de verano que nos arranca de la obsesión por el trabajo y nos devuelve la más bella de las libertades, la de no hacer nada.Sin embargo –añade-, paradójicamente, una pasión extraña recorre nuestro cuerpo, la pasión por el trabajo. Unos la aclaman como una virtud, otros encuentran en ella la clave para una vida feliz y plena y algunos nos cuentan que es la receta para salir de todas las crisis, el antídoto para cualquier mal de nuestro tiempo.

Entre otros textos que, de alguna manera, tratan sobre lo que, según el índice del libro, el autor llama derechos perezosos o zanguangos (pereza, huelga, jubilación, ciudad y literatura) Valls relee el célebre El derecho a la pereza. Refutación del derecho al trabajo en el que Paul Lafargue enmendó la plana al no menos citado El capital: crítica de la economía política de su suegro Carlos Marx. Aunque este último dijo que “el reino de la libertad solo empieza allí donde cesa el trabajo impuesto por la necesidad”, se sabe que Marx no dejó nunca de creer que el hombre solo se podía liberar mediante el trabajo. En ese sentido, Valls señala que, si leyésemos con atención la famosa cita, observaríamos que contiene una trampa: “lo que Marx propone no es tanto la liberación del trabajo, sino la liberación para el trabajo”. Al describir el trabajo como una actividad trascendental y natural Marx retoma el pensamiento humanista, cuyo sueño idealista es continuar creciendo y superándonos sin fin. Marx y Hegel llamaron “trabajo” a esta relación jerárquica de dominio y asimilación. En su obra capital, Marx diseñó una ontología ahistórica donde ser equivale a trabajar, y esta operación -dice Valls- es aniquiladora de todo lo no-humano. Hegel y Marx coincidían en que el trabajo es el proceso por el cual el hombre se produce a sí mismo en cuanto hombre: ente autónomo, aislado y completamente separado de todos los otros seres. El sujeto se levanta, se yergue como Hombre, oprimiendo todo lo que no es sujeto: la ergontología, donde ser es trabajar y ser trabajado, constituye la primera definición de nuestra condición vertical. En cierto modo -dice Valls- el mismo espejismo que persigue el capitalismo, el sistema económico y político que gobierna nuestras vidas a través del trabajo ya sea como disciplina, como formas de deseo que concluye en consumo, como excitación social o como agotamiento personal. Uno de los modos en que el fascismo sigue vivo en las democracias de todo el mundo -añade el autor- es a través de la cultura del trabajo y su insidiosa metafísica capitalista, donde solo merecen vivir los que trabajan, donde la dignidad se mide como rendimiento.  

Por el contrario, Valls cita el ensayo Inclinaciones. Crítica de la rectitud (Fragmenta, 2022) de Adriana Cavarero que articula una geometría distinta a la vertical. Si la verticalidad es la postura de la autonomía, el rendimiento y el crecimiento, pero también la forma de un sujeto encerrado en sí mismo, que no sabe relacionarse con los otros más que dominándolos, es entonces una geometría de la inclinación la que nos permite pensar un modo de ser marcado por la relación con otros cuerpos, esto es, por la interdependencia y la reciprocidad. La geometría de la inclinación de Cavarero, que piensa los cuerpos sosteniéndose siempre en otros cuerpos, descentra la masculinidad que articula el discurso y lo rearma con otras figuras: un cuerpo sostiene otro cuerpo, un cuerpo es atravesado por otros cuerpos, vulnerable ante y con otros cuerpos.

En los periodos de vacaciones o cuando tenemos unos días de descanso, o sobre todo cuando nos llega la jubilación, se desvela un aspecto crucial de nuestros modos de vida: a una gran mayoría su trabajo no les apasiona, preferirían tener mucho más tiempo para vivir y compartir. Sin embargo, las vacaciones nunca son suficientes porque precisamente constituyen un correlato del régimen del trabajo, el cuidado mínimo necesario para recuperar nuestra fuerza y volver a la fábrica de la infelicidad. El Estado y el Capital nos cuidan en la medida que producimos y somos efectivos. Ese descanso es tiempo que en realidad no nos pertenece, tan solo es una concesión temporal para garantizar la eficiencia de la productividad y, en la tradición laborista y socialdemócrata, para conseguir el “pleno empleo”. Lafargue nos dice que, precisamente, el amor al trabajo es lo que aniquila nuestro amor por la vida. En cierto modo, reformula lo que hace casi cinco siglos Étienne de La Boétie teorizó en Discurso de la servidumbre voluntaria: el amor al trabajo es pasión por el sometimiento.

Por el contrario, lo que parece imposible, porque supondría una auténtica revolución del sistema social y económico en el que vivimos y de nuestras sensibilidades capturadas, sería alcanzar el pleno desempleo: trabajar lo justo, producir y consumir lo necesario, descansar y holgar el resto del tiempo. Así podríamos vivir sin asimilar la naturaleza a nuestras necesidades, ideas y delirios, vivir sin extraer, sin colonizar, sin someter, porque ningún cuerpo es libre mientras esté sometiendo a otros. Cualquier democracia que sea digna de este nombre -dice Valls- tiene una única premisa: todas las vidas valen lo mismo, la vida de cualquiera tiene valor en tanto existencia mundana y banal, más allá de sus atributos. Los derechos a la pereza reclaman el cuidado de la vida holgada y sin atributos, y por ello la salud de un sistema democrático puede medirse por cómo se hacen valer esos derechos de cualquiera, en su mera condición viviente e inmanente, el cuerpo que late por debajo del sujeto.

Lafargue proponía un máximo de tres horas laborables, como alternativa al tiempo lleno y a la obsesión por darle una función a todas las horas y las cosas, sometiéndolas en lugar de celebrarlas. Ayer como hoy, la propuesta de reducir la jornada laboral es sinónimo de ruina para muchos liberales y economistas cómplices que no cesan de achacar a las nuevas generaciones su vagancia e indisposición al trabajo y, cuando reclaman algunos derechos, son tildados de absurdos (se llevan las manos a la cabeza por la hecatombe que supondría trabajar menos, cuando en realidad la locura es no hacer redundar la economía en la mejora de la vida en común). Al fin y al cabo, ese mantra neoliberal de “aprovechar el tiempo” – dice Valls- no es más que la lógica del incremento indefinido del beneficio que impone un imaginario donde el esfuerzo y el sufrimiento son el único camino a una promesa de felicidad; un escenario moralista que demasiadas tradiciones progresistas también han aceptado como propio.  

Pero La promesa de la felicidad” (Caja Negra, 2019) según nos dice Sara Ahmed en el libro de mismo título, no sería una experiencia íntima, sino una tecnología social, un mandato. La felicidad entonces no es neutra porque distribuye y disciplina, porque las emociones, lejos de ser privadas, son colectivas y adquieren su valor y su agencia a través de los cuerpos y signos del tejido social, de ahí su condición económica. Lo que en Lafargue es una denuncia del deber de trabajar, en Ahmed es un aviso de que la felicidad puede ser una promesa, pero envenenada, ya que tanto el primero como la segunda lo que en realidad garantizan es la reproducción de un orden que subordina y excluye. 

Al final de El derecho a la pereza, Lafargue reconoce que la verdadera transformación social comenzará con una revolución del modo en que deseamos. Este famoso texto, aunque crítico con las posiciones productivista de Marx, es también un manifiesto marxista. En este caso más epicúreo, porque en él no defiende el placer como exceso o lujo burgués, sino como goce sobrio y equilibrado, a la vez que hedonista, pero no consumista e individualista, sino social y político, inseparable de la emancipación y la consecución de unas justas condiciones de vida. Así se adelanta a lo que el anarquista Kropotkin denominará años más tarde, en La conquista del pan, el “derecho al bienestar, ya que cada cual tiene el derecho a vivir, y la sociedad debe distribuir entre todos, sin excepción, los medios de existencia con que cuenta”.  

LA GUERRA NUNCA ES LA MEJOR SOLUCIÓN.

El historiador y teórico político camerunés Achille Mbembe nos recuerda en Políticas de la enemistad (NED, 2018) que, lamentablemente, vivimos nuestro deseo de amistad en sociedades de la enemistad. Si, como enunciara Carl Schmitt, filósofo, teórico político y jurista alemán, en El concepto de lo político, la política moderna se ha basado en la distinción entre quién es amigo y quién enemigo, hoy cualquier presencia extraña es clasificada como potencialmente enemiga, es decir, como alguien que puede poner en peligro nuestra existencia. El límite entre unos y otras está en la extrañeza del desconocido, pero también en el interior mismo de la nación o dentro de la misma familia. Es la vieja consigna, enunciada por Hobbes: “el hombre es un lobo para el hombre”, que tantas veces hemos escuchado y que, por desgracia, conlleva crearnos enemigos, aunque no haya razones explícitas, como fantasmas de nuestros propios miedos e inseguridades. Como dice Santiago López Petit en su reciente Tiempos de espera. Marx, Artaud y la fuerza del dolor (Verso, 2025) se trata de avanzar hacia una sociedad de individuos cada vez más atomizados y cuya conexión se establece mediante una reacción de desconfianza, bajo un nuevo contrato social basado en el control y el miedo. Pero, mucho más triste aún, en sus formas más extremas, esas sospechas sobre el otro también aparecen como deseo de separación (apartheid) y de exterminio o como plena concesión para que algunos empleen el poder de derramar sangre y de matar a otros seres humanos, incluso niñas y niños. El fascismo siempre ha necesitado un chivo expiatorio.

Quizás hoy, el paradigma más trágico de esa política de la enemistad sea la crueldad con la que Israel ataca, una y otra vez, la franja palestina de Gaza. Sabemos que allí habitan, mejor dicho, mal viven en pésimas condiciones, casi dos millones de personas a las que, en un delirio incomprensible, el gobierno de Netanyahu pretende expulsar para que esas tierras sean definitivamente ocupadas y, una vez colonizadas, según otra bravuconada de Donald Trump, convertidas en paraíso turístico. ¡Qué pasa por las cabezas de estos mandatarios que, además de permitir todo tipo de atropellos contra los derechos básicos de tantas personas inocentes, son capaces de imaginar semejante distopía!

No es fácil decir algo nuevo de un conflicto que lleva muchas décadas enquistado y que responde a una gran complejidad histórica y política con fuertes raíces coloniales y geoestratégicas, religiosas y culturales. Además, .desde mi punto de vista- cualquier simplificación binaria entre buenos y malos impide escuchar las voces críticas y disidentes de aquellas comunidades que casi siempre son las que con mayor sensatez piensan la realidad y enuncian las posibles soluciones. Sin embargo, más allá del historicismo que todo justifica, los acontecimientos trágicos que estamos viviendo en Gaza sobrepasan toda posibilidad de equidistancia ética.

La masacre de civiles perpetrada por la acción militar de Hamas el 7 de octubre del 2023 y los posteriores secuestros no tienen justificación, pero tampoco pueden servir para ocultar la responsabilidad del gobierno israelí en los continuos ataques contra población civil inocente, aunque entre esas gentes se camufle algún activista de Hamas o esté su cuartel general. Aducir que todas esas muertes son víctimas colaterales del conflicto es como decir que los daños humanos producidos por las bombas son responsabilidad de quienes viven cerca de los objetivos militares.

En esa pequeña franja territorial, de apenas 41 km de largo y 12 de ancho, a duras penas sobreviven miles de personas porque nacieron y se criaron allí y lo siguen haciendo porque, aun sabiendo que Gaza es lo más parecido a una prisión al aire libre o un campo de concentración, no pueden o no quieren huir. Para el actual gobierno de Israel, ni siquiera sirve que ese cruel despojo de derechos políticos o protección jurídica a la población palestina pueda recordar a una de las mayores tragedias de la historia moderna cuando el nacismo utilizó los campos de concentración para encerrar y asesinar a unos seis millones de judíos, casi dos millones de prisioneros de guerra soviéticos y otros tantos cientos de miles de discapacitades, opositores políticos y religiosos, homosexuales y personas consideradas como asociales.

Sabemos que aquella tragedia causó unos de los mayores genocidios de la historia, perpetrado además con una predisposición ideológica para aniquilar comunidades específicas contrarias al orden racial ario y cristiano que los nazis pretendían imponer en Alemania. Cuando se habla de un genocidio, aunque el número de exterminados pueda ser determinante, según la Convención de las Naciones Unidas para la Prevención y la Sanción de Genocidios de 1948, hay que tener en cuenta que también lo es “cualquier acto cometido con intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso”. Por tanto, como dice el investigador Salman Abu Sitta: «bombardear a dos millones de personas en 360 kilómetros cuadrados por aire, tierra y mar es genocidio».

Sin embargo, aunque pretendan la destrucción de Gaza, según Ariella Azoulay, fotógrafa y experta en artes visuales, nacida y criada en Tel Aviv (Israel) y judía árabe, como ella misma se define: “El futuro de Gaza está en su pasado, en la recuperación de todas las formas de vida anteriores al Estado que el proyecto colonial eurosionista enterró pero que no han desaparecido. Los derechos de los palestinos están latentes en los árboles, valles, platos, campos, semillas, objetos, estructuras, ruinas, normas y tradiciones que aún subsisten

RACISMO DE HERNANI A TORRE PACHECO

Hay mucho de aterrador en las imágenes y recientes noticias sobre los ataques y persecuciones racistas ocurridos en Hernani y Torre Pacheco. Aunque ningún hecho histórico debe ser analizado sin tener en cuenta su tiempo y contexto, las imágenes me han recordado a las que en nuestro imaginario tenemos sobre sucesos semejantes acaecidos en 1938 durante la denominada “Noche de los cristales rotos”. Estos fueron ataques programados contra personas, viviendas, almacenes, negocios, sinagogas y cementerios judíos llevados a cabo en la Alemania nazi a la vista del resto de los ciudadanos, en muchos casos cómplices y en otros silenciosos, quizás debido al miedo a manifestarse en contra. También traen a la memoria -por lo menos la mía, que vive permanentemente alerta- otros ataques racistas perpetrados en la guerra de Yugoslavia, o contra los igbos en Nigeria y los tutsis en Ruanda en África o la persecución incesante contra poblaciones indígenas en Latinoamérica.  

Se podría pensar que los acontecimientos estallados en contextos tan distintos y electoralmente tan diferentes como Euskadi y Murcia tienen poco en común, sin embargo, ambos responden a la misma lógica emocional: el odio. En estos casos dirigido explícitamente contra personas musulmanas, que son percibidas culturalmente ajenas a una autoproclamada y ficticia identidad nacional, como si esta fuera siempre eterna e indisoluble. Mas por mucho que se empeñen en negarlo, toda comunidad política, en su fundamento democrático, siempre es abierta, plural y dinámica. Otra cosa sería si, como pretenden, esa patria fuera un régimen totalitario y excluyente, el sueño racial de todo ultranacionalista supremacista.

Es evidente que estos dos hechos de nacionalismo exacerbado local entroncan, a su vez, con el actual auge internacional de las fuerzas políticas de extrema derecha, fascistas, ultranacionalistas y fundamentalistas religiosas. Ya llevamos varias décadas viendo como crecen exponencialmente en todo el mundo. Ante la incapacidad de la democracia liberal y la socialdemocracia por enfrentar las sucesivas crisis del capitalismo y dar respuesta a los malestares sociales, este fantasma de la reacción ultra va ocupando el terreno de la política en los parlamentos y en las calles con proclamas y programas autoritarios, a una velocidad inusitada.

De hecho, ya no es un fantasma, sino una amenaza innegable; medible en los índices de apoyo popular, en la influencia que ejercen en las redes y en los gobiernos en los que están presentes, en los que intentan aplicar políticas para desarticular cualquier avance en derechos humanos que, según ellos, “huela a marxismo cultural” o “agenda woke”. Dos simplificaciones semánticas, derivadas de la “guerra cultural” contra cualquier idea que suponga bien común, redistribución de rentas, políticas de reconocimiento, derechos y libertades. Esa guerra cultural es una trampa útil para ocultar una lucha de clases que ha incorporado nuevas dimensiones: la identidad de género y racial, la defensa de inmigrantes o la lucha contra el cambio climático. No existe, por tanto, esa guerra cultural en la que se escuda la extrema derecha, lo que de verdad existe es un proceso de destrucción cultural, donde precisamente irrumpe el fascismo.

Lo que se denominó “crisis de los refugiados” – dicen Nuria Alabao y Pablo Carmona en El gobierno de la decadencia de Europa. Crisis, integración y nueva derecha radical (Zona de estrategia, 2024) el millón largo de personas que llegó a Europa entre 2014 y 2016 huyendo de conflictos armados, de la pobreza y de los efectos del cambio climático en Oriente Medio, fue un factor determinante en el crecimiento del etnonacionalismo antimusulmán. En una situación todavía dominada por las políticas de austeridad, los migrantes cumplieron un papel fundamental de cohesión social nacional en oposición a cualquier «otro», enemigo, más imaginado que real.

A su vez, el historiador Enzo Traverso, en Las nuevas caras de la derecha (Siglo XXI, 2025) define este ecosistema ultra como la forma política que, sin cuestionar en lo más mínimo las formas dominantes del liberalismo autoritario y ante condiciones precarias de la existencia social, convierte la indignación en nacionalismo, racismo y conflicto etnocultural.

Quizás lo ocurrido en estas dos localidades no se parezcan a los fascismos históricos, pero resuenan demasiado en sus modos de esquivar los conflicto de clase desde los discursos de la identidad y la pertenencia (en muchas ocasiones los emigrantes son compañeros de trabajo); de soslayar la lucha por los recursos materiales (la pobreza y el malestar les atraviesa igualmente a las víctimas y los victimarios); o de eludir la crítica a la distribución de los beneficios del capital (a ninguno de estos fanáticos se les ocurre enfrentarse a acumuladores de capital causantes de la desigualdad). Lo más triste es que en su plena consciencia rabiosa, o en su inconsciencia política, tal vez desconozcan que sus ataques y su furia están muy mal encauzadas, ya que en el fondo su ira también está dirigida contra ellos mismos.  

DECIR LO FEMENINO

Hace unas semanas acudí en la Universidad Complutense de Madrid al Congreso Internacional “La actualidad de Marx: nuevas lecturas y perspectivas”. Durante tres días asistimos a veintinueve conferencias, de las cuales ocho fueron expuestas por mujeres. En principio, no presté demasiada atención a esta diferencia cuantitativa en cuanto a participación, ya que la alta cualificación de las ponentes compensaba el desequilibrio de género. Allí pude escuchar a Cristina Catalina, Silvia Federici, Virginia Fusco, Marina Garcés, Paloma Martínez, Clara Navarro, Clara Ramas y Nuria Sánchez Madrid, y sus intervenciones compensaron cualquier malestar en relación con la deuda que el canon filosófico tiene con las mujeres, con el feminismo, incluso con otras disidencias (este déficit podría ampliarse a otras ramas del saber).

A pesar de todo, lo que más me llamó la atención fue que, durante los debates, en los turnos de palabra casi todas las voces intervinientes fueran masculinas. De forma sistemática, los brazos alzados que se veían en la sala eran siempre de hombres. Aquella imagen de tantas voces y cuerpos varones queriendo ocupar de forma inmediata el espacio de la palabra me produjo una profunda desolación; la sensación de que, en el fondo, la relación de género en el uso de la voz en los espacios públicos no había cambiado tanto. Me vinieron a la memoria las asambleas de estudiantes en los años setenta, donde las voces de mujeres militantes eran la excepción que confirmaba la regla.

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REPARAR EL DAÑO DEL CERRO DE SAN BARTOLOME

Al parecer las autoridades que gobiernan Donostia/San Sebastián están también empeñadas en que la ciudad se convierta – más si cabe- en otra más de la ya larga lista de destinos turísticos globales para las clases más privilegiadas. Pasar unos días en esa ciudad es definitivamente un lujo, en el sentido más amplio de la palabra, y en su literal significado. 

El mismo día que una amiga me enviaba fotos de las “monstruosas” obras del GOe – sobre gustos no hay nada escrito- el nuevo Basque Culinary Center que se está construyendo con beneplácito institucional y a marchas forzadas en una privatizada zona verde, bien común del barrio de Gros, otro amigo me mandaba una foto de un panel publicitario donde una conocida empresa inmobiliaria se anunciaba con un lema aterrador: “Dormir en Dubái. Desayunar en Mónaco. Pintxopote en Gros”. En la parte baja del cartel una proclama subraya los sesenta años que esa empresa lleva “abriendo puertas” (el entrecomillado es mío) al estilo de vida donostiarra. ¡Ay los estilos de vida, cuánto cuento para tan poco sentido!

Aunque, en una primera impresión, ese anuncio parezca un chiste delirante o una broma de mal gusto, lamentablemente, también refleja el mundo que, en una especie de subconsciencia insensible hacia el resto de la humanidad, algunas personas persiguen en sus sueños. Tener avión privado, numerosas propiedades inmobiliarias y coches de altísima gama, repartidos por el planeta, vivir en una permanente burbuja del lujo, volar hacia las estrellas o acudir a diario a restaurantes que, concedidas por Michelin, se precian de tenerlas, se ha convertido en el paradigma de un modelo de vida que se expande en paralelo al aumento de la aporofobia, neologismo acuñado por la filósofa Adela Cortina para referirse al rechazo, al temor y el odio al pobre. Por supuesto, no quiero negar el placer del gozo gastronómico -pocas satisfacciones me son más gratas- incluso de disfrutarlo en un restaurante laureado -también yo lo he hecho en ocasiones y, a mi pesar, tarde o temprano acabaré pasando por el GOe -, ni pretendo moralizar sobre las costumbres privadas de nadie -cada cual es digno de sí mismo, igual que nadie es mejor ni peor que sus propios actos-  pero me resulta políticamente preocupante que la excepción y el capricho circunstancial puedan ser vividos como norma de vida.  

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¿QUIÉN TEME AL GÉNERO Y A LA INMIGRACIÓN?  

Trump vuelve a ser presidente de EE. UU. con un programa repleto de clichés patrióticos, machistas, supremacistas, autoritarios y antisociales, mezclados con negacionismo climático y otros delirios personalistas. Cada día es más evidente que la nación, la raza y el género constituyen la estructura ideológica sobre la que se está organizando gran parte de la política de extrema derecha en el mundo. También de determinada izquierda patriótica, nada pudorosa al expresarse abiertamente anti migratoria y peligrosamente fóbica con cualquier disidencia de género.

En el comité de acción política del Partido Republicano de EEU.UU., celebrado en agosto de 2022, el presidente de Hungría, Viktor Orbán, dejó claro que el peligro de la “ideología de género” debía recibir el mismo tratamiento que la amenaza de la migración no deseada. Según Judith Butler, en su reciente ¿Quién teme al género? (Paidos, 2024) para este líder ultraconservador el futuro de Europa y su legado de raza blanca se ve amenazado no solo por quienes llegan del norte de África y Oriente Medio sino también por una tasa de natalidad en descenso que debe aumentar sobre la base exclusiva de la familia heterosexual y “natural”. En cierto modo, sería el mismo discurso trinitario “Dios, Patria, Familia” que enarbolan Meloni en Italia o Abascal en España. Una agenda política que, simplificando hasta el extremo el significado del término, denominan anti woke y que está directamente orquestada para ir contra el feminismo y el antirracismo, y acompañada por una defensa a ultranza del Estado nacional autoritario -militar y policial- al servicio de políticas económicas ultraliberales con apariencia proteccionista, como las propuestas arancelarias de Trump.

Según Butler, esas mismas premisas empeñadas en poner el foco en el género y en la inmigración, en el fondo, desvían la atención de las verdaderas políticas que están destruyendo el mundo: guerras geoestratégicas, aumento de la desigualdad social y económica, mayor explotación laboral, intensificación de la precariedad, abandono de barrios marginales, dificultades de acceso a vivienda, desregulación fiscal, globalismo financiero, acumulación capitalista, degradación del medio ambiente, autoritarismos de todo tipo junto a nuevas formas de fascismo, como la expansión de campos de detención y otros métodos sistémicos de racismo institucional y exclusión social. Trump no ha esperado un solo día para poner en marcha una agenda punitiva y peligrosamente racista.

Para esta filósofa, señalada y amenazada por fuerzas de extrema derecha, es fundamental que las políticas de género consecuentes se opongan al neoliberalismo y a otros modos de devastación capitalista. Según ella, si su objetivo último es crear el planeta en el que todas queramos vivir, no hay razón para calificar de “identitaria” la política de género, como hacen los que quieren desprestigiarla. Porque -añade- cuando las políticas de género quedan restringidas únicamente a la esfera liberal de las libertades individuales no pueden abordar los derechos básicos a la vivienda, la alimentación, los entornos no tóxicos o la atención sanitaria. Todas cuestiones que deberían formar parte de cualquier lucha por la justicia social y económica.

Del mismo modo, Butler propugna una política de género que se enfrente a las consecuencias de la colonización y a todas las formas de racismo. Defiende un feminismo que desarrolle alianzas interseccionales e internacionales y refleje la interdependencia de la vida humana y no humana; alianzas que se opongan a la destrucción del clima y sustenten una democracia radical basada en ideales socialistas.

Butler escribe que la única forma de salir de este laberinto es unir la lucha por las libertades, formuladas como colectivas, y los derechos de género a la crítica del capitalismo; dejar que el género forme parte de una demanda más amplia, por un mundo social y económico que acabe con la precariedad y proporcione dignamente las necesidades básicas en todas las zonas del mundo. Todo esto significaría aceptar que, como criaturas humanas, solo perduramos en la medida en que existen vínculos que nos unen.

En el último párrafo de su ensayo, Butler concluye: “Podemos detener ese impulso fascista, pero solo si intervenimos como una alianza que no destruye sus propios vínculos, porque eso sería reiterar la lógica a la que nos oponemos, o a la que deberíamos oponernos. Por el contrario, liberar los potenciales democráticos radicales de nuestras propias alianzas en expansión puede demostrar que estamos del lado de una vida vivible, del amor con todas sus complicaciones y de la libertad, haciendo que esos ideales sean tan convincentes que nadie pueda mirar hacia otro lado, haciendo que el deseo vuelva a ser deseable, de manera que la gente quiera vivir y quiera que otros vivan, en el mundo que imaginamos, donde el género y el deseo pertenecen a lo que entendemos por libertad e igualdad. ¿Y si convirtiéramos la libertad en el aire que respiramos juntos? Al fin y al cabo, es el aire que nos pertenece a todos el que sustenta nuestras vidas, a menos, claro está, que la atmósfera esté cargada de toxinas. Y toxinas, hay muchas.”