Hace unas semanas acudí en la Universidad Complutense de Madrid al Congreso Internacional “La actualidad de Marx: nuevas lecturas y perspectivas”. Durante tres días asistimos a veintinueve conferencias, de las cuales ocho fueron expuestas por mujeres. En principio, no presté demasiada atención a esta diferencia cuantitativa en cuanto a participación, ya que la alta cualificación de las ponentes compensaba el desequilibrio de género. Allí pude escuchar a Cristina Catalina, Silvia Federici, Virginia Fusco, Marina Garcés, Paloma Martínez, Clara Navarro, Clara Ramas y Nuria Sánchez Madrid, y sus intervenciones compensaron cualquier malestar en relación con la deuda que el canon filosófico tiene con las mujeres, con el feminismo, incluso con otras disidencias (este déficit podría ampliarse a otras ramas del saber).
A pesar de todo, lo que más me llamó la atención fue que, durante los debates, en los turnos de palabra casi todas las voces intervinientes fueran masculinas. De forma sistemática, los brazos alzados que se veían en la sala eran siempre de hombres. Aquella imagen de tantas voces y cuerpos varones queriendo ocupar de forma inmediata el espacio de la palabra me produjo una profunda desolación; la sensación de que, en el fondo, la relación de género en el uso de la voz en los espacios públicos no había cambiado tanto. Me vinieron a la memoria las asambleas de estudiantes en los años setenta, donde las voces de mujeres militantes eran la excepción que confirmaba la regla.
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