Desde hace unas décadas, en diferentes lugares de mundo, incluida Europa, las fuerzas políticas más reaccionarias y explícitamente ultranacionalistas y racistas están recibiendo cada vez más apoyo electoral. En las últimas elecciones regionales alemanas ya han alcanzado el treinta por ciento de los votos, las mismas cifras con las que en los años treinta del siglo pasado el Partido Nacional Socialista de Hitler comenzó a gobernar. Después ya sabemos lo que ocurrió. Aunque las circunstancias no son las mismas y las posiciones estratégicas de sus políticas no puedan compararse, lo cierto es que resurgen de las cenizas de la historia los viejos fantasmas del fascismo y el nazismo, pero a su vez otros como el neofranquismo en España, formas posestalinistas o neozaristas en el Este de Europa, como la Rusia de Putin o la Hungría de Orban, islamistas fundamentalistas o derivas autoritarias del neoliberalismo, como en EE. UU. con Trump o en Argentina con Milei. Detrás de todas esas formas de la política, aparecen las sempiternas proclamas al orden, a los “propios” valores y virtudes; a la seguridad y a la identidad nacional o al orgullo racial y patriótico; a la estabilidad en el trabajo y el bienestar de “los nuestros” frente a “los otros”; a las creencias religiosas del lugar; o a los roles tradicionales de género, es decir el binarismo hombre/cultura-mujer/naturaleza y, en consecuencia, la familia heteronormativa.
Los discursos apelan, casi siempre, a una especie de fantasmagoría romántica de un “tiempo perdido” donde se supone que alguna vez esas figuraciones idealistas existieron como realidad. En las primeras páginas de su reciente El tiempo perdido. Contra la Edad Dorada. Una crítica del fantasma de la melancolía en política y filosofía(Arpa, 2024) Clara Ramas escribe que hoy tenemos una epidemia de “nuevos melancólicos a la busca del objeto y el tiempo perdido”. Melancólicos que se consideran a sí mismos la voz de la verdadera autenticidad de “ser”. Según ellos, esa supuesta autenticad les ha sido arrebataba por fuerzas del desorden ideológico posmoderno, el feminismo queer, la cultura woke de la diversidad, la teoría de la raza,el globalismo o las migraciones.
Para esta profesora de la Universidad Complutense de Madrid y autora también de Fetiche y mistificación capitalista. La crítica de la economía política de Marx(Siglo XXI, 2021) en España la voz de esos adalides de la autenticidad goza de gran presencia e impacto social, político, mediático y cultural, y son cada vez más influyentes en el imaginario electoral de la ciudadanía. Con matices ideológicos, algunos más escorados a la derecha y otros a la izquierda comparten una certeza: la melancolía respecto del «objeto perdido». Según la profesora Ramas “se les escucha argumentar tesis como las siguientes: el bipartidismo administraba una forma estable y respetable de política; los nuevos partidos han introducido polarización y odio en la esfera pública; antes teníamos una España unida; se están perdiendo los valores; tanta libertad es más bien libertinaje; la ideología del progreso está politizando y disolviendo todo lo valioso; se vivía mejor antes, en la generación de nuestros padres; otras culturas preservan formas de vida sólidas y sustanciales articuladas por valores tradicionales, religiosos, mientras que el globalismo consumista turbocapitalista ha destruido a Occidente; el feminismo, el ecologismo y el antirracismo han caído en la trampa de la diversidad y se dedican a hacer política para minorías o identidades en lugar de defender a la clase trabajadora; la izquierda se ha vuelto woke y posmoderna y ha abandonado la verdadera lucha de clases; la «ideología queer» efectúa un borrado de las mujeres definidas por sus cromosomas, sus hormonas y sus genitales, es decir, por su «biología»; la lucha LGTBIQ+ es ajena al feminismo, que se ocupa del sujeto «mujer», la lucha por la igualdad era legítima, pero, últimamente, el feminismo está yendo demasiado lejos (como precisamente insiste el feminismo transexcluyente); ser varón, blanco, heterosexual constituye una identidad perseguida y en peligro”.
Estos tiempos melancólicos, como enuncia desde el mismo título el libro de Wendy Brown, serían Tiempos nihilistas (Lengua de Trapo y Círculo de Bellas Artes, 2023) son tiempos en los que las coordenadas filosóficas, sociales, económicas, ecológicas y políticas del valor y los valores están profundamente desestabilizadas y, como consecuencia, estamos observando el ascenso de fuerzas ferozmente antidemocráticas que, ante el miedo a la pérdida de esos valores fundamentales, se reafirman abiertamente en regímenes autocráticos o teocráticos, en exclusiones violentas o en supremacías raciales, étnicas y de género. Según esta profesora de la Universidad de Berkely, “estos valores y tradiciones están saturadas asimismo de las mismas suposiciones e ideas que generan muchos de nuestros problemas actuales: desde antropocentrismos imprudentes y humanismos racistas y sexistas hasta concepciones objetivistas del conocimiento, descripciones del trabajo que excluyen los cuidados o una “naturaleza” convertida en mero material pasivo. […] Incluyen también formulaciones del tiempo y el espacio que reniegan de sus muy a menudo violentas implicaciones excluyentes, depredadoras o coloniales”.
Nota: texto publicado también en ctxt.es el 4 de septiembre.
Desde que a mediados de los años setenta fui responsable de la biblioteca pública municipal de mi pueblo, Tolosa, y unos años después primer director de la Casa de Cultura Antonio Maria Labaien Kultur Etxea hasta la reciente presentación del Plan de Derechos Culturales, promovido por el actual Ministerio de Cultura, la cuestión del acceso y democratización de la cultura es el tema y la preocupación más recurrente entre las personas que nos dedicamos a la gestión cultural.
Es cierto que se ha avanzado mucho en la ampliación de derechos, pero seguimos constatando que aún falta mucho por hacer. ¿Por qué, a pesar de todos los esfuerzos institucionales, planes estratégicos, congresos, laboratorios, etc., hay tanta gente que se queda al margen de lo que entendemos por cultura? ¿No será que cuando afirmamos el derecho a la cultura, con demasiada frecuencia, olvidamos enunciarlo junto a la exigencia de otras políticas económicas que amplíen la justicia social? ¿No será que seguimos pensando esos derechos como si el sistema cultural fuera autónomo e inmune a la economía capitalista en la que se inscribe y desdeñamos que reproduce los mismos mecanismos de desigualdad y genera las mismas lógicas de segregación y exclusión, incluidas las propiamente culturales?
Casa de la cultura de Tolosa
Las instituciones culturales -sean las que sean en su extensa diversidad y condición económica- no son entidades separadas de la vida, más bien son campos dialécticos donde se dirimen formas opuestas de concebirla. Aunque cierto idealismo nos haga pensar lo contrario, no están aisladas de la realidad, de su dinamismo y composición social, sus problemas humanos, tensiones políticas y encrucijadas culturales. Si la pretensión es ensanchar los derechos culturales, abrir más las instituciones, hacerlas más permeables, escuchar mejor todo lo que las circunda, deberíamos aceptar, de partida, la condición expuesta de cualquier experiencia cultural y asumir que siempre están afectadas por el contexto social y económico en las que se inscriben para, de ese modo, poder aplicar políticas de redistribución más justas y equitativas.
Soy consciente de que ni el Ministerio de Cultura, ni los departamentos culturales de las comunidades autónomas o de los ayuntamientos, y mucho menos las instituciones culturales que de ellos dependen, tienen potestad para modificar el sistema económico y aplicar otras políticas de redistribución de las rentas del capital y del trabajo o derogar la ley de extranjería -por poner dos ejemplos de discriminación social. Sin embargo, sí tienen responsabilidad a la hora de exigir a los gobiernos correspondientes otras políticas que puedan atenuar las dificultades que numerosas personas tienen para participar o ser activas en la “vida cultural”, por lo menos como la entendemos desde las convenciones del sistema (dicho sea de paso, la diversidad de formas culturales existe más allá de las instituciones y se manifiestan a través de sus propias dinámicas, muchas veces alejadas o, al margen, de las propuestas hegemónicas).
Políticas que, como está tratando de implementar con muchas dificultades el actual gobierno, impliquen contratos dignos y salarios justos, cumplimiento de las leyes vigentes sobre duración de las jornadas laborales, reducción del tiempo de trabajo, ampliación de rentas sociales (mejora de las pensiones y del ingreso mínimo vital o, yendo más allá, la puesta en marcha de la renta básica universal), para poder reducir la pobreza, mejorar las condiciones de vida y, de ese modo, ensanchar las potencias de la subjetividad creativa. Políticas económicas que, del mismo modo, acompañen a políticas fiscales que deberían favorecer a los más débiles de la cadena productiva y exigir más a los que más acumulan o concentran capital y recursos.
Me refiero a políticas que defiendan a los sectores más frágiles y desprotegidos del tejido social y creativo. Políticas que incentiven más las iniciativas pequeñas y distribuidas en el territorio, con el apoyo a asociaciones, cooperativas, colectivos o pequeñas empresas, eventos y festivales, etc. y menos a los macro eventos centralizados. Alguna vez he comentado que más valen diez mil actividades para cien o mil personas que cien macro eventos para cien mil.
A pesar de todas las evidencias científicas, constatadas por demostraciones empíricas, cualquiera tiene la potestad de seguir pensando que el planeta Tierra es una interminable planicie, pero ese derecho no implica razón. Nadie puede negar a ningún semejante la capacidad de creencia o de fabulación, porque los seres humanos, como bien describió Nancy Huston en su libro del mismo título, somos La especie fabuladora, pero, a la vez, también tenemos facultades racionales para perseguir la verdad y reconocer las falsedades.
Podemos emitir opiniones, como este mismo artículo, o discrepar de su contenido, incluso publicar en las redes sociales cualquier tipo de información falsa, sin embargo, esas mentiras no generan conocimiento. Para que así sea, la información debe tener carácter fehaciente o forma alética, (para los filósofos griegos, la alétheia era el concepto que remitía a la sinceridad de los hechos, a la honestidad, a la buena fe, a lo que es evidente). Es decir, para que exista conocimiento, la información debe estar siempre compuesta de datos correctos y significativos, verosímiles, válidos y fácticos, aunque, por supuesto, estos puedan sean refutados, discutidos o rebatidos. Alguien puede creer que está convencido de algo y otra persona, con razón, hacerle ver que está equivocada pero en la dialéctica, a pesar de todo, la verdad se persigue. Por el contrario, la denominada “posverdad”, en esencia, es información errónea que se lanza con intención explícita de crear confusión y alterar el principio de veracidad. Se miente intencionadamente para crear confusión y enturbiar la veracidad de los hechos. De ese modo, se crea un caldo de cultivo propicio para los bulos. El terreno más fértil para las confrontaciones civiles es la pérdida del sentido común y de la razonable convivencia en la diferencia y el antagonismo.
Sin ir más lejos, uno de los giros de las derechas reaccionarias europeas y de la española, cada vez más presionada por la extrema derecha, es camuflar, blanquear, incluso negar la memoria histórica (unos de los casos más alarmantes son las opiniones de algunos miembros de Alternativa por Alemania, un partido ultranacionalista con tendencias racistas y xenófobas, que rechazan la trascendencia del holocausto perpetrado por los nazis contra los judíos). Es un peligro para la vida democrática en común abandonar el cultivo del buen criterio en el uso de la capacidad de juicio individual y, por supuesto, poner en cuestión de forma despreciable los acuerdos académicos –admitidos por la práctica unanimidad de profesionales de prestigio─ sobre los hechos históricos y los acontecimientos de nuestra memoria todavía viva. El derecho a la información veraz es también derecho al conocimiento, sin el cual no hay política democrática, ni plausible vida en común.
Por mucho que se empeñen los negacionistas de la memoria histórica, existen hechos que no se pueden negar. Como dice Emilio Silvia, presidente de la Asociación para la recuperación de la memoria histórica nadie puede poner en duda que el pasado catorce de abril se conmemoró el comienzo del periodo histórico, reconocido como Segunda República española. Tampoco negar que fue un régimen constitucional y parlamentario, con alternancia en el poder de tres gobiernos de diferente signo político, incluido uno de centro derecha. Es decir, que, como corresponde a cualquier régimen instituyente, con los aciertos y errores que se pudieran cometer, fue una democracia plena en el sentido que la tradición liberal parlamentaria le ha dado al término, perfectamente homologable a la actual, por mucho que desde determinadas posiciones ideológicas se empeñen en deslegitimarla, como lo hicieron en su época hasta conseguir que las fuerzas reaccionarias antirrepublicanas dieran un golpe de Estado militar, con el apoyo de los poderes económicos que no estaban dispuestos a perder privilegios.
Así que tampoco se puede negar que el dieciocho de julio de 1936 tuvo lugar una sedición militar o golpe de estado contra el gobierno constitucional de la República que condujo a la Guerra Civil. A pesar de los vanos intentos de borrar la memoria de aquellos hechos por parte de las fuerzas más reaccionarias del actual espectro político, nadie en su sano juicio puede negar que una vez finalizada la guerra se instauró un régimen antidemocrático, reconocible como una dictadura militar muy influenciada por el nacionalsocialismo alemán y el fascismo italiano. Como en casi todos los regímenes autoritarios, en esos cuarenta años de la historia de España, de gobierno ultranacionalista y católico bajo la dirección de Franco, su líder plenipotenciario, hubo una concentración de poder en los grupos sociales y económicos que apoyaron el golpe de Estado, a la vez que supuso una continua persecución y represión de todas aquellas personas que se opusieran al régimen. Esa tiempo de la historia de España se conoce como dictadura franquista.
Para neutralizar el olvido y evitar la reproducción de los episodios más trágicos de la historia, La Ley 20/2022 de Memoria Democrática persigue preservar la memoria de las víctimas de la Guerra y la dictadura franquista, a través del conocimiento de la verdad, el establecimiento de la justicia y el fomento de la reparación, así como la constitución de un deber de memoria de los poderes públicos para evitar la repetición de cualquier forma de violencia política o totalitarismo. Además, condena por primera vez el golpe militar de julio de 1936 y la dictadura, asunto que hasta ahora se había soslayado, incomprensiblemente, en los diferentes gobiernos que se han sucedido en este último ciclo de gobiernos democráticos.
Francia fue una de los primeros grandes imperios modernos europeos. Desde el siglo XVI desplegó su dominio militar, económico, social y cultural sobre vastos territorios de América del norte y del sur, como de Asia. En la última fase colonial, ya hacia finales del siglo XIX, su presencia se extendió por gran parte de África occidental: Malí, Túnez, Marruecos, Senegal, Mauritania, Benín, Níger, Chad, Nigeria, Togo, Camerún, etc.
Una parte substancial de la riqueza, el progreso social y el desarrollo económico de Francia se debe a su historia colonial. Es decir, si en la actualidad es una de las naciones más poderosas del mundo es porque durante varios siglos impuso su dominio para apropiarse de tierras, extraer sus recursos, someter a la población, esclavizarla y, en largos procesos de explotación social y migraciones forzosas, convertirla en mano de obra barata para los sucesivos ciclos de industrialización y desarrollo económico de la metrópoli, el Estado francés. Sin toda esa fuerza laboral y vital –en la que se incluye la reproducción social de los cuidados, asumida por las mujeres que fueron llegando a lo largo de continuos procesos de reagrupación familiar─ sería impensable la actual economía de Francia y, mucho menos, su diversidad cultural, cuya sustancia constitutiva es intrínseca a la república francesa.
Aunque estos datos sean irrefutables, en las últimas elecciones mas de diez millones de personas, uno de cada tres franceses, han votado a favor de Agrupación Nacional, fuerza política profundamente nacionalista y euroescéptica que, mediante medidas de discriminación positiva en el acceso a la vivienda, al empleo y otras ayudas públicas, enarbola programas que, sin disimulo, dan prioridad a la “ciudadanía francesa” frente a la “extranjera”. A esas propuestas, con evidentes sesgos racistas, se añade de manera explícita una agenda antinmigración dirigida a evitar la llegada de más personas procedentes de otros lugares del mundo y a dificultar la legalización de las que no tengan documentos que les acredite la nacionalidad, incluso expulsándolos del país. Es una agenda política que reproducen la mayoría de los partidos ultraderechistas que están reemergiendo en Europa y cada vez más las fuerzas liberales y conservadoras.
Precisamente, por ese largo proceso colonial y otras políticas de movilidad migratoria, un 25% de la población francesa procede de diferentes lugares del mudo. Alrededor de quince millones de personas, integradas en su tejido demográfico tras un largo proceso histórico, son parte constitutiva de la república. A partir de esa realiad inapelable se concluye que, les guste más o menos a algunos recalcitrantes “blancos” racistas que persiguen la reconquista de una nación de ciudadanos de “sangre pura”, la diversidad de colores de piel de las francesas y franceses es una amalgama de vidas, de largo aliento histórico y profunda dignidad humana.
No hay que mirar muy lejos para darse cuenta de que la realidad es mucho más tozuda que el inventado idealismo ultranacionalista de los visionarios racistas de siempre, peligrosos y violentos que vuelven a enarbolar las banderas fanáticas del odio. La diversidad de las formas sociales es estructural a la condición francesa y también a la europea. Estos días, en los que se está celebrando la Eurocopa, el torneo internacional de selecciones nacionales de fútbol, es fácil comprobar que una gran parte de los equipos de los países constituidos a partir de su historia colonial se nutre de futbolistas que pertenecen precisamente a ese fundamento histórico. Podría decirse que la mayoría de los componentes del equipo francés tiene ascendientes africanos y, quizás, muchos procedan de familias de extracción social humilde.
Como dice Asad Haider en Identidades mal entendidas. Raza y clase en el retorno del supremacismo blanco, (Traficantes de sueños, 2020) las estructuras de opresión del racismo y el patriarcado son indisolubles del orden económico y social. La raza como categoría general es una abstracción que la historia ha introducido en nuestras cabezas y constituye una manera errónea de entender la diversidad de los seres humanos. Si creemos que la raza es real y seguimos enmarcando las presencias transnacionales únicamente en debates sobre la identidad o el multiculturalismo, invisibilizamos las verdaderas relaciones económicas, sociales y culturales que producen el racismo. En este sentido, deberíamos entender que, más allá de la diversidad cultural, los regímenes de racialización son reales en tanto son el resultado de hechos históricos y sociales que crean la noción de inferioridad y superioridad y, en consecuencia, generan estructuras institucionales de exclusión, subordinación y violencia que perduran hasta el presente.
Por mucho que Agrupación Nacional se invente concepciones puristas de una supuesta nación fundacional o pretenda reconducir el malestar social hacia políticas del odio, especialmente dirigidas a la población musulmana, nada ni nadie puede eludir la condición heterogénea de Francia, producto de un largo proceso histórico cuya complejidad social es el verdadero fundamento del Estado republicano, de cualquier Estado.
El sábado 29 de junio, en una mañana casi primaveral, invitado por Javier Mohedano, participé en un encuentro organizado por «Hacemos Córdoda» sobre Necesidad y posibilidad de políticas culturales críticas en compañía de Elena Calvo, Curro Crespo, Marta Jiménez, Azahara Palomeque, Pedro Ruiz y Fernando Vacas, agentes locales vinculades a distintas experiencias personales y colectivas.
Siendo el único de los participantes que no vivía en Córdoba, mi participación la pensé a modo de introducción general, una especie de prólogo que, más allá del necesario derecho a la cultura, permitiera abrir la conversación hacia el debate sobre formas de la política que persiguen la ampliación de todas las formas de justicia social, el reconocimiento y la redistribución.
Inicié mi intervención con una premisa que procuro no olvidar a la hora de plantear políticas culturales críticas y, sobre todo autocríticas (nuestras propias inercias son también responsables de que una parte importante del sistema cultural no se transforme en la misma dirección que otras políticas encaminadas a ampliar derechos sociales o, lo que es peor, permiten que se impongan las que vienen a abolirlos. No hay que ir muy lejos para entender a qué me refiero, cuando hace unos días el presidente de Argentina, Javier Milei, al lado de Isabel Diaz Ayuso, arremetió contra la justicia social). Aunque sabemos que la sensibilidad humana se despliega a través de todo tipo de manifestaciones artísticas y culturales , por tanto, son imprescindibles para nuestra existencia (nos interesen más unas que otras, interpretar o escuchar a Bach, cultivar un jardín, salir a pasear o charlar en un parque, formas de subjetivación del gusto personal sobre las que no pretendo hablar), tampoco podemos obviar, idealizándolas, que las artes y las culturas son también campos dialécticos donde se dirimen formas opuestas de concebir la vida (no es lo mismo un coleccionista de arte cuyos fondos artísticos son objetos para la especulación financiera que la de otro cuya colección se fundamenta en determinada sensibilidad patrimonial, sin ánimo de usura, o simplemente adquirida por el placer estético de disfrutar de algunas obras de arte, de igual modo que no son lo mismo los pequeños propietarios de viviendas que los fondos de inversión inmobiliarios; por cierto en algunos casos coinciden los primeros con estos últimos); producen contraposiciones de sentido (con más o menos voluntad casi todes estamos atrapados en las redes sociales sabiendo que sus propietarios son los mayores explotadores del conocimiento); y obedecen a modelos políticos y materiales muy diferentes y dispares (no debemos olvidar que los fascistas y los nazis fueron unos grandes defensores de la cultura y, actualmente, las extremas derechas utilizan el arte y la cultura como herramienta para defender valores ultraconservadores y reaccionarios). Como dijo en 1971 George SteinerEn el castillo de Barba Azul. Aproximación a un nuevo concepto de cultura (Gedisa, 2020) “la adormecida prodigalidad de nuestra familiaridad con el horror es una radical derrota humana”, cita extraída de las magníficas reflexiones de Antonio Monegal en Como el aire que respiramos. El sentido de la cultura (Acantilado, 2022) donde también nos recuerda los siglos de explotación, discriminación y opresión que subyacen al repertorio magnífico de la cultura occidental.
Por tanto, tampoco podemos olvidar que las instituciones culturales no son entidades separadas de la vida, ni aisladas de la realidad, de su dinamismo y composición social, de las diferencias de clase, con sus antagonismos y encrucijadas culturales, donde también se ponen de manifiesto la segregación económica y el racismo. El sistema cultural no es una totalidad uniforme, ni una unidad de destino universal, por mucho que lo pretenda determinada concepción patriotera de la cultura; no es un sujeto unitario, sino una categoría relacional, un conjunto heterogéneo e irreductible – como la vida social misma- de experiencias individuales y colectivas, espacios o instituciones públicas, privadas o del común, lógicas administrativas, económicas, técnicas y normativas muy dispares; desplegadas además por agentes muy diferentes, con vocaciones y voluntades desiguales, desde empresarios depredadores a pequeñas y medianas empresas o cooperativas socialmente responsables, desde funcionarios ensimismados a servidoras civiles, plenamente conscientes de su papel social y de su responsabilidad en la justa redistribución de los recursos públicos. Es un entramado complejo y plural habitado por intereses y proyectos diferentes, unas veces contrapuestos y otras complementarios, además atravesados por contradicciones que no siempre se resuelven con los mismos parámetros organizativos y económicos.
En Córdoba, no son lo mismo el C3A, la mezquita, el espacio Plástico, el centro social Luciano Centeno, la asociación de vecinos Azahara, el diario Cordópolis o este popular patio privado donde también se realizan actividades públicas. Esas paradojas del sistema cultural, parafraseando a Lucía Egaña y Giuliana Racco, coordinadoras y editoras de La cultura no es una autopista. Los museos podrían ser jardines(2024) ponen en evidencia como un centro de arte o un evento cultural puede proponer una programación aparentemente “revolucionaria” en sus contenidos formales -feminista, ecologista, decolonial etc..- pero precarizadora en sus políticas económicas, incluso reaccionaria en sus actividades sociales, excluyente, elitista, clasista, esnobista o racistas en las políticas de la institución sobre integración, capacitismo, inclusión/exclusión y diversidad; en las condiciones sociales y laborales de usuarios, la equidad y el respeto en el tratamiento, la trasparencia en la gestión de recursos, los procedimientos y la comunicación de convocatorias, programas y actividades, etc.
Además, por mucho que cierto idealismo cultural lo pretenda, la autonomía del sistema cultural es relativa y también está supeditada a las presiones de la economía del mercado y del consumo. Es un espejo de las condiciones materiales de vida y reproduce los mismos parámetros económicos del capitalismo: las grandes industrias culturales al lado de las autogestionadas y cooperativas; la cultura del evento masificador al lado de actividades sociales y culturales locativas; el turismo exógeno al lado de las experiencias sociales o fiestas de la vida comunitaria; el patrimonio cultural entendido como espectáculo y mercado al lado de las instituciones populares (bibliotecas, centro cívicos y culturales de proximidad vecinal, plazas públicas habitables, canchas deportivas de barrio, salas de teatro o de exposiciones etc.); los monopolios tecnológicos propietarios al lado del arte y cultura como patrimonio público o bien común o los medios de comunicación independientes que también forman parte del mercado, entendido como intercambio de bienes y servicios de interés social.
Es imposible separar la cultura de lo que ocurre en la sociedad y, a la vez, tampoco es posible cambiar la segunda sin el papel de las artes y las culturas trasformadoras. Del mismo modo, plantear que la lógica de de la cultura no es la de la economía es compatible – dice también Monegal- con que la cultura movilice una considerable actividad económica. Nadie niega la importancia del mercado en la organización de la vida y, por lo tanto, de la cultura, tan solo reclamo que los límites de su crecimiento sean corresponsables con una redistribución justa entre los beneficios del capital y las rentas del trabajo y con la responsabilidad social de las partes en la explotación de los recursos naturales necesarios para la producción. Por eso, la distribución de los recursos públicos, también debería entenderse como otra política redistributiva que defienda a los sectores más frágiles, fundamentalmente el tejido creativo mas desprotegido, democratice el acceso y amplíe el derecho a la diversidad institucional. Incluso aplicando políticas económicas inversamente proporcionales desde lo pequeño a lo más grande, del mismo modo que las propias políticas fiscales siempre deberían favorecer a los más débiles de la cadena productiva y exigir más a los que más acumulan.
Por lo tanto, para esa necesidad y posibilidad de políticas culturales autocríticas, además de hablar de la cultura como derecho -por supuesto- tendríamos que insistir mucho más en situar nuestras reivindicaciones culturales al lado de las luchas políticas que defienden la reapropiación de los bienes comunes para lograr una redistribución más justa y equitativa y, de ese modo, mantener y mejorar todas las formas de justicia social que posibilitan la vida y, en consecuencia, también las prácticas de las artes y las manifestaciones culturales. Si las prioridades vitales de la existencia –alimentación, vivienda, sanidad, prestaciones sociales, educación, movilidad etc. – estuvieran cubiertas por derecho, y no al contrario como señalan las tendencias hacia la privatización de los servicios públicos (en muchos casos bajo formulas eufemísticas como comentó César Rendueles en su reciente artículo de El Pais La educación pública más allá de la trinchera, probablemente las relaciones con el trabajo y el tiempo libre estarían mucho más determinadas por el deseo que por la obligación. Como dice Remedios Zafra, disponer del tiempo propio debería ser un mandato.
Hace unos meses la revista Dramática, publicada por el Centro Dramático Nacional, me pidió un texto sobre “residencias artísticas” que se publicará próximamente. El texto tiene un título provocador que, a su vez, es una proposición política, vitalista y esperanzadora, aunque no optimista: “La mejor residencia artística sería la renta básica universal”. Es decir, un ingreso incondicional que, a modo de sistema de seguridad, recibirían todas las personas desde que nacen, más allá de otros ingresos patrimoniales o de trabajo e “independientemente de sus relaciones familiares o domésticas”, puntualiza Kathi Weeks en Feminismo, marxismo, política contra el trabajo e imaginarios más allá del trabajo (Traficantes de sueños, 2020). Por supuesto, según esta catedrática de Género, Sexualidad y Estudios Feministas en la Universidad de Duke, la renta básica a su vez, debería ir acompañada de otras medidas como la implantación de contratos justos, la exigencia del cumplimiento de las leyes vigentes sobre sueldos y duración de las jornadas laborales, especialmente la de aquellas personas con más bajos ingresos, etc. Es decir, garantías para que, a lo largo de toda la vida, cualquiera pueda desarrollar en libertad sus capacidades o desplegar sus potencias creativas, en el sentido más amplio de la palabra (también podría dedicarse a la vida contemplativa u ociosa) en relación al reparto de lo sensible, al que, hablando de estética, se refiere Jacques Rancière en El reparto de lo sensible: estética y política (Prometeo, 2014); Forma de derecho-justicia social vitalicio con los que, desligando el vínculo entre trabajo e ingresos económicos, se reducirían drásticamente las obligaciones laborales destinadas a cubrir las necesidades vitales.
El objetivo es reivindicar tiempo para reinventar nuestras vidas, como un proceso de creación de nuevas subjetividades, con nuevas capacidades y deseos. Weeks propone un movimiento feminista por el tiempo. “Así la reducción de jornada podría consistir en tener tiempo para el trabajo doméstico, el trabajo de consumo y el trabajo de cuidados; tiempo para el descanso y el ocio; tiempo para construir y disfrutar de una multitud de relaciones de intimidad y socialidad intrageneracionales; y tiempo para el placer, la política y la creación de nuevas formas de vida y nuevos modos de subjetividad. Podría imaginarse en estos términos como un movimiento por el tiempo para imaginar, experimentar y participar en los tipos de prácticas y relaciones –privadas y públicas, íntimas y sociales─ que ‘queramos’”
De este modo, el conocido axioma pronunciado por Joseph Beuys, “Cada hombre (persona) un artista” podría hacerse realidad, además, de manera extensiva si ampliamos el sentido de la práctica artística a cualquier actividad manual, artesanal, intelectual, creativa, recreativa o reproductiva que nos acerque a los modos de existencia que queramos vivir y no a los que nos imponen vivir.
A lo largo de la historia contemporánea, los feminismos han contribuido a cambiar de forma significativa las condiciones materiales de la vida de las mujeres, pero también la de los hombres. A pesar de los recientes giros conservadores, transfóbicos, excluyentes y racistas, algunos hemos aprendido mucho de su historia, de sus militancias heterogéneas, de sus inteligencias académicas, de sus potencias instituyentes, de sus formas de vivir. Nos han permitido modular nuestro pensamiento y modelar nuestras relaciones sociales, nos han resituado en una mutua relación menos autoritaria y mucho más democrática. En definitiva, han moderado nuestras formas de entender el poder y entre tods distribuirlo de forma más igualitaria.
Sin embargo, parece que no a todos los hombres -ni a algunas mujeres- les hace demasiada gracia el papel protagonista que tiene el feminismo en la sociedad actual. Cada vez se escuchan más voces contrarias a lo que denominan “excesos” del feminismo. Recientemente, sobre todo en los días cercanos al último 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, los medios de comunicación han publicado encuestas donde aparecen datos sobre la preocupación que los hombres tienen sobre la fragilidad de sus derechos o sobre sus sentimientos agraviados. Al parecer –a pesar de que estadísticas de todo tipo sigan indicando lo contrario─, se sienten heridos y resentidos por la pérdida de poder, por su inestabilidad identitaria o por el cuestionamiento de su masculinidad. Como dice Christine Delphy para muchos supone un ataque a la propia identidad, a las coordenadas que organizan su mundo y las propias relaciones sociales.
Además, lo que es aún más preocupante, estos hombres “discriminados” adoptan, de paso, discursos ultranacionalistas, integristas, autoritarios y racistas. Parafraseando a Nuria Alabao, el feminismo genera incomodidad, dice esta miembra del colectivo Cantoneras autors de “La hegemonía de la clase media en el último ciclo feminista», publicado en Cuadernos de estrategia 1 (Traficantes de sueños, 2024), pero lo peor es que -añade- ese malestar está siendo instrumentalizado por la derecha reaccionaria y la extrema derecha en todo el mundo, también aquí cerca. Amparándose en el agravio, algunos no dudan en utilizar la violencia. Según algunas estadísticas está aumentando la violencia de género y el machismo crece de manera muy preocupante entre los jóvenes. Es decir, a la sombra de una supuesta masculinidad herida, resurge una reacción patriarcal en toda regla.
Durante siglos, casi todas las sociedades han tratado la dominación masculina sobre las mujeres como algo “natural”. Literalmente, “patriarcado” significa “regla del padre”. Las mujeres, junto a hijos, esclavos, bienes materiales y naturales formaban parte del “patrimonio” del hombre, que tenía poder absoluto sobre todas esas propiedades. Todavía hoy, en muchas partes del mundo es así, lo cual indica que el sistema patriarcal sigue siendo una estructura institucional de poder y un conjunto de tecnologías sociales de dominio que han determinado las relaciones de parentesco, los roles de género y las formas de la sexualidad heteronormativa.
Por mucho que las ideologías reaccionarias digan lo contrario, cuando piensan que el feminismo ha ido demasiado lejos, el patriarcado fue y sigue siendo un sistema muy eficaz de dominación, segregación, opresión y miedo
Para Silvia Federici, las feministas han sacado a la luz y han denunciado las estrategias y la violencia por medio de las cuales los sistemas de explotación han intentado disciplinar y apropiarse del cuerpo femenino, poniendo de manifiesto que los cuerpos de las mujeres han constituido los principales objetivos para el despliegue de las técnicas y relaciones de poder. En este sentido, viene bien recordar su célebre Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria (Traficantes de sueños, 2010) donde, a partir del estudio de la persecución y quema de brujas, no solo desentraña uno de los episodios más inefables de la historia moderna, sino el corazón de una poderosa dinámica de expropiación social dirigida sobre el cuerpo, los saberes y la reproducción de las mujeres
Los estudios y biografías activistas que se han producido acerca del control ejercido sobre la función reproductiva de las mujeres, los efectos de las violaciones, el maltrato, el asesinato o la imposición de cánones sociales de belleza o comportamiento constituyen una enorme contribución al legado de la humanidad. Aunque se manifieste en una interminable variedad de formas histórica y culturalmente específicas, con sus propias características antropológicas, económicas, sociales y políticas, el principal objetivo del feminismo siempre ha sido abolir esa estructura de dominación.
Además, tras una evolución coherente con su propia condición instituyente, los feminismos hoy hablan de todo ─dicen Marta Cabezas y Cristina Vega (eds) en La reacción patriarcal (Bellaterra, 2022) que también inspira este texto─, y lo hacen de forma entrecruzada y transversal: de la pobreza, de los cuidados, del extractivismo y la devastación ambiental, del aborto y la soberanía de los cuerpos colectivos, de la precarización de los trabajos, de la criminalización de la pobreza en el sistema carcelario, del endeudamiento y del racismo institucional.
Como se leía en el manifiesto de la Comisión 8 de Marzo, el feminismo habla desde la voz herida de una mujer octogenaria desahuciada, expulsada de su casa como hicimos con las judías sefardíes, moriscas o gitanas y ahora con las saharauis y palestinas. Pero el feminismo habla también de árboles, de sequía y aire contaminado, y de las condiciones de producción del norte global que sigue explotando los recursos materiales y humanos de los sures precarizados, de migrantes, de personas desplazadas, encarceladas, e indígenas asesinadas por defender su tierra. El feminismo habla de la sanidad pública, accesible y universal para luchar contra un sistema que agota y hace enfermar. El feminismo es plural y diverso, defiende la justicia social y la igualdad; se nutre de las luchas de todas las mujeres y todas las personas que no estamos dispuestas a que se retroceda y se pierdan los derechos adquiridos tras tantas luchas.