Las últimas semanas se ha recrudecido el debate sobre la producción de carne en macrogranjas y, en consecuencia, sobre la conveniencia de su consumo. El último episodio lo hemos visto estos días en Lorca, donde un grupo de enaltecidos empresarios del sector entró violentamente en el Ayntamiento para impedir la aprobación de ciertas normas reguladoras. Hace unas semanas también tuvimos ocasión de padecer el debate oportunista, con claros tintes electorales por la campaña en Castilla-León, que se generó en torno a las razonables declaraciones de Alberto Garzón, Ministro de Consumo. La cuestión de fondo viene de lejos. Se trata de una larga historia y tiene que ver con la salubridad de la industria cárnica y con nuestro regimen alimetario.
En alguna ocasión he comentado que no soy, ni mucho menos, la persona más indicada para opinar sobre alimentación saludable. Cuando pienso en las pastelerías y asadores de mi pueblo, Tolosa, o en sus célebres alubias, mi ansiedad se dispara y, en consecuencia, se me hace la boca agua. La ingesta desproporcionada de grasas, hidratos y azúcares, junto a mi voracidad, me convierte en un omnívoro insaciable. Soy muy consciente de mi problema, pero cierta inercia biográfica –digamos, determinismo social y cultural- y otra indeterminada ausencia de fuerza de voluntad, unida a mi pereza física – dejé de hacer deporte a las catorce años- me convierte en el peor enemigo de mi salud. Estoy a un paso de cumplir siete décadas de vida, pero mi relación con la alimentación, lamentablemente, se ha modificado muy poco. En ocasiones, cuando la báscula me señala que mi peso comienza a salirse de ciertos parámetros saludables me pongo a régimen, como más fruta y verdura, y salgo a caminar con más asiduidad. Con la penitencia asumo el pecado de la gula, pago la culpa y reduzco peso, pero me duran muy poco la buena voluntad y la disciplina. Parafraseando a la célebre antropóloga Margaret Mead en Cultura y compromiso. Estudios sobre la ruptura generacional, me resultaría más fácil cambiar de religión que de dieta porque, según ella, quebrar esa inercia cultural es uno de los grandes desafíos ecosociales pendientes. Algún aficionado al psicoanálisis también me añadiría: háztelo mirar porque un día acabarás devorado por tu propia desidia autodestructiva.
Las especies omnívoras solemos probar e ingerir todo tipo de alimentos pero también sabemos que, según las circunstancias y las cantidades, pueden resultarnos dañinos y entonces intentamos aplicar el instinto de conservación. El exceso de consumo es mucho más que un mal privado: es una construcción social y cultural, un modelo concreto de sobreproducción y abundancia que, sobre todo en los países económicamente más desarrollados y, en especial, las clases más privilegiadas, se nos ha ido inculcando contra la lógica racional de la autocontención personal y la responsabilidad colectiva.
El sistema de alimentación de las sociedades opulentas está en la base de la cadena de producción alimentaria: comemos tanto porque vivimos inmersos en una constante aceleración de ofertas y demandas de productos, muchos veces innecesarios, superfluos y caprichosos (por ahí se nos cuela también la dichosa libertad mal entendida y el tan traído y manido «hago lo que me da la gana con mi dinero». Paradójicamente, a la vez que nuestra voracidad se extralimita, nos enfrentamos con otra gran incoherencia de los dilemas de la redistribución económica y la justicia social: ¿si se produce comida más que de sobra para alimentar hasta 10.000 millones de personas, y la población mundial ronda los 7.500 millones, cómo es posible que, según datos contrastados por el economista Julen Bollain, en el mundo sigan muriendo al día 18.000 niñas y niños menores de cinco años y, según Oxfam Intermon, sobrevivan 155 millones de personas sin tener apenas nada que comer?
Como lo hemos comprobado con la desigual distribución mundial de las vacunas contra la Covid19, la de los alimentos también es un excelente espejo donde se refleja la historia del capitalismo, que para su continuidad necesita substancialmente un crecimiento expansivo e injusto modelos de disribución . La evolución de la cultura de la alimentación está intrínsecamente vinculada a esa dinámica depredadora.


Existen muchos saberes ecológicos que analizan como han ido evolucionando las transformaciones de los sistemas de producción y consumo actuales hasta naturalizarlos en nuestras vidas cotidianas y subjetividades culturales. Pero lo cierto es que nuestra relación con la alimentación también es parte de los procesos de transformación económicos y de la expansión capitalista. En El dilema del omnívoro, el periodista Michael Pollan lo analiza muy bien. En este brillante trabajo de investigación sobre las cadenas de alimentación llevado a cabo en EE. UU. una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial, sigue la cadena de producción histórica que se produjo en la industria armamentística y química militar para reconvertirlas, en gran parte, en industria de la alimentación y la satisfacción del consumo personal y familiar. Fueron tiempos de euforia económica y renacimiento social en los que se produjo un aumento exponencial de bienes y servicios, la conservación alimentaria y otros productos e imaginarios domésticos vinculados a la felicidad del hogar, proceso que la arquitecta y profesora de la Universidad de Princeton Beatriz Colomina estudió exhaustivamente en su excelente La domesticidad en guerra (Actar, 2006) (también la artista Martha Rosler en una de sus primeras obras Bringing the War home [Trayendo la guerra a casa,1967-72], desveló el intento de desvincular la vida pública y político del ámbito privado, que, concretamente, implicaba una discriminación de género: la guerra era territorio hegemónico del hombre y el hogar espacio privado para la mujer y el cuidado de los hijos).
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