Antes de que en 1947 el estadounidense Plan Marshall pretendiera impulsar un primer intento de unificación europea, con el fin de controlar el viejo continente, o de que en 1951 las élites capitalistas alemanas y francesas promovieran la Comunidad Europea del Carbón, hubo un primer proyecto de Federación Europea -impulsado por prisioneros antifascistas de la segunda guerra mundial- orientado a hermanar los pueblos de Europa para evitar una nueva confrontación entre semejantes. Aquella Europa pensada desde la política, cuya esencia tuvo que ver con la posibilidad de estructurar una alianza comunitaria de ciudadanos iguales y libres, fue sustituida por otra cuyo foco principal fue la organización eficaz de los intereses primordialmente económicos de los dos principales Estados-nación. Esta Europa económica, al servicio de los intereses del capital, ha venido imponiéndose a la Europa social y política.
Las recientes elecciones, además de dibujar un mapa electoral plural y complejo, han visualizado la idea de que los ciudadanos sentimos Europa más como problema que como solución; como cristalización de unas instituciones que han dirigido los golpes de la crisis contra la población mayoritariamente excluida de los beneficios; como representación del profundo divorcio entre las mayorías sociales y sus gobernantes, entre la vida corriente de la gente común y sus instituciones, entre el cuerpo social herido y los grandes ordenamientos económicos que invariablemente privilegian al poder financiero.
En este marco de contradicciones agudas, Europa intenta mostrarse, por una lado, amable y políticamente correcta pero, por otro, aparece radicalmente contradictoria y convulsa. En las últimas semanas, hemos pasado de celebrar el Festival de Eurovisión, donde Conchita Wurst escenificó el triunfo de la tolerancia, la diferencia y la crisis de las convenciones postidentitarias de género, a sorprendernos con el resultado de una Europa postelectoral, en la que las formaciones eurófobas y ultranacionalistas, casi todas ellas relacionadas con los postulados de la extrema derecha, han puesto en marcha sus máquinas ideológicas de simplificación de la complejidad social.
El UKIP (Partido de la Independencia del Reino Unido), el Partido Popular danés -también de ideología nacionalista y conservadora-, el Frente Nacional de Marine Le Pen en Francia, así como el auge de otras fuerzas neofascistas en Hungría, Grecia, Polonia y la propia Alemania, claman por la “normalidad” nacional en contra de los inmigrantes, gitanos, homosexuales, lesbianas y travestidos; y seguramente, en una próxima vuelta de tuerca, tal vez todos aquellos cuerpos disfuncionales e ideas que puedan alterar su orden natural. Y no pensemos que este voto pertenece a la vieja guardia, nostálgica de viejos regímenes; más bien al contrario se inscribe en una realidad heterogénea que refleja, en todos los niveles sociales, una preocupante deriva autoritaria para el futuro democrático de Europa. El FN francés obtuvo sus mejores resultados entre los jóvenes y dentro de las clases sociales populares, consiguiendo el apoyo del 43% de la clase obrera, el 38% de los empleados y el 37% de los parados que participaron en las votaciones; un conglomerado social amplio que ha conseguido sumar las posiciones de la derecha nacionalista más conservadora y las clásicas proclamas antiglobalización de la vieja e inmovilista izquierda comunista.
Sus discursos, construidos sobre polaridades simples -entre “ellos” y “nosotros”-, acusan a los otros de los problemas particulares y proyectan el odio contra todo tipo de diversidad, a través de los malestares misántropos, racistas y xenófobos. Pero atención, más allá de las convencionales políticas homófobas, la pensadora americana Jasbir Puar, especialista en estudios sobre mujer y género, alerta también del creciente “homonacionalismo” que crece en las fuerzas de extrema derecha, a partir de la instrumentalización de algunas reivindicaciones realizadas por lesbianas y gays de sus propias organizaciones. Es decir, la complejidad electoral también tiene su correlato reaccionario en las luchas por la diferencia, de manera que están dejando de ser patrimonio exclusivo de los movimientos progresistas.
En palabras de Brigitte Vasallo, autora de la novela PornoBurka, toda la gracia de la anécdota eurovisiva de lo monstruoso televisivo o de la cultura del espectáculo, que permite clamar por la libertad como si esta fuera una mera representación, se pierde en la cruda realidad de la calle. Así, el triunfo de esa Europa irreal del entretenimiento se muestra como una trampa engañosa que se pinta progresista pero, paradójicamente, impide a cada gesto, con cada ley, los derechos reales a decidir sobre el propio cuerpo y la propia identidad y penaliza todo tipo de disidencias.
Como el colectivo Observatorio Metropolitano señala en Crisis y revolución en Europa la mejor apuesta para los movimientos europeístas que pretendemos otra Europa, es la de reinventarla a partir de un vínculo político no fundado en identidades fragmentadas o en las viejas naciones. Una apuesta que pasaría por pensar Europa como un cuerpo político que no tendría más fundamento que la voluntad de aquéll*s que la componemos. Este entidad política tampoco se podría constituir sobre un vago europeísmo que a nadie convence, y menos aún sobre una historia o una cultura común que parece estallar en metrópolis y ciudades cada vez más complejas y mestizas. Su consistencia sería meramente política, y por esa misma razón cabría esperar una extensión tanto hacia el Este como hacia el Sur del continente y África, sobre la base del advenimiento de formas democráticas potencialmente globales.
Notas:
1.-Crédito de la imagen: ‘Nexos alianzas tullido transfeministas a través de la postpornografía’. Foto rodaje del video: Dani Varó. Proyecto de Post-Op, Antonio Centeno, Lucrecia Masson, Patricia Carmona
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