Este verano, con ocasión de las fiestas populares, varios casos de violación de hombres contra mujeres han vuelto a sacar a la calle la preocupación ciudadana por esta lacra social. Como suele ser habitual, los medios de comunicación han recogido los hechos. La mayor parte de la información, para no incurrir en análisis morales y ser respetuosa con la presunción de inocencia, trata de ser profesionalmente “imparcial” y pone el acento, casi siempre, en la mera descripción o en una fría cuantificación estadística, olvidando que detrás se esconde una realidad trágica, profundamente moral, cultural, ideológica y política que afecta de lleno al sentido de nuestras vidas. Las noticias, cada vez con mayor frecuencia, describen y analizan hasta el último detalle los terroríficos ataques sexuales; de estar situados en la periferia del periodismo, las historias sobre violaciones se han ido abriendo paso hacia el centro de numerosos reportajes que inciden de forma morbosa en sus aspectos más sórdidos, pasando por alto casi siempre el análisis crítico y la reflexión política.
Para Joanna Bourke, autora de Los violadores. Historia del estupro de 1860 a nuestros días, la estadística sobre las violaciones, además de una estrategia para no asumir hasta el fondo la relevancia cultural del problema, siempre escapa a una enumeración concreta porque, en realidad, son innumerables las que no se denuncian, ni se registran, ni se dan a conocer; a lo que habría que añadir la llamada “victimización secundaria” o las dificultades para definir el abuso sexual y todas sus perversas variaciones imposibles de determinar. Lamentablemente, según ella, desde que el delito de violación forma parte de la jurisprudencia moderna, no hay ningún crimen que sea más difícil de demostrar y no hay ninguna parte agraviada de la que se desconfíe más que de la víctima de una violación.
Además, -añade la historiadora australiana- las personas que ponen en conocimiento de las autoridades que han sido sometidas a algún tipo de abuso se ven asediadas por todos los flancos por una serie de “mitos en torno a la violación”, que no son más que un eslabón de la larga cadena de argumentos patriarcales de la sexualidad moderna: “es imposible violar a una mujer que se resiste”, “los hombres corren el riesgo de ser falsamente acusados de violación” (“cuidado si vas a solas con una mujer en los ascensores”, diría el alcalde de Valladolid), “algunas categorías de sexo forzoso realmente no son violación” o, el fatídico y principal, “no, puede significar sí”. Estos mitos están tan arraigados y su omnipresencia cultural tan presente que en demasiadas ocasiones vemos como los perpetradores de abusos sexuales son exculpados por su entorno social (patética la imagende todos los familiares y amigos de los presuntos violadores del caso ocurrido en la feria de Málaga) con el argumento falaz de que “algo habrá hecho la putilla para merecerlo”; “ella estaba un poco borracha” o bien “era una ninfómana que hacía como si no quisiera, pero si ha ocurrido es que, en realidad, la chica consentía”. Que haga falta pegarla, amenazarla, agarrarla entre varios para obligarla o que llore antes, después y durante los hechos, eso no cambia nada.
La violencia sexual es una de las formas fundamentales en las que opera el poder dentro de nuestra sociedad. Nicola Lacey, erudita del derecho feminista, demuestra en sus estudios que la ley todavía hoy está codificada totalmente desde una perspectiva masculina; lo que defiende son sus privilegios, disfrazados de intereses humanos; de ahí también la crítica al “humanismo” que el movimiento feminista ha enarbolado durante años. No hace demasiado tiempo, durante los setenta, en los EEUU se publicaban folletos sobre la violación dirigidos a las mujeres, seguramente con “buena voluntad”, donde se podía leer: ¿Cómo puede evitar una mujer que la agredan de noche por la calle? La respuesta más sencilla y la mejor siempre era: no esté sola y si debe salir por la noche, que sus maridos la lleve en coche o vaya con una amiga. De este modo, la única solución para las mujeres era evitar ponerse en situaciones que pudieran ser arriesgadas. Esto suponía, evidentemente, una reafirmación del poder masculino, que incluía un regreso a las rígidas divisiones sociales de trabajo, relegando a las mujeres al ámbito doméstico. Era necesario que las mujeres aprendieran a depender de sus protectores masculinos. En cierto sentido, no parece que, después de medio siglo, las cosas hayan cambiado tanto.
Susan Brownmiller, en Contra nuestra voluntad, mantiene la hipótesis, muy influyente en el movimiento feminista, de que la cultura occidental moderna desde siempre ha fomentado y, al mismo tiempo, racionalizado la violencia contra la mujer; desde que se descubriera que los genitales del hombre primitivo podían servir, junto al uso del fuego y la primera hacha rudimentaria, como un arma para generar miedo. Desde la época prehistórica hasta el presente, dice esta investigadora y analista norteamericana, la violación ha desempeñado una función importantísima en la organización social. Para ella, no es ni más ni menos que un proceso consciente de intimidación por el que los hombres mantienen a las mujeres en un estado de miedo.
No hay duda que la violación es una crisis de la masculinidad; su erradicación es algo que atañe a todos los hombres y exige una concepción muy distinta de la virilidad violenta y agresiva que nos imponen, mediante múltiples presiones ambientales, culturales e ideológicas. Una política de la masculinidad que no se centre en el cuerpo del hombre como instrumento de opresión y dolor, sino que aplique estrategias que permitan un enfoque radicalmente renovado de nuestra conducta, imaginario sexual y capacidad de acción afectiva y emocional.
Al igual que el movimiento feminista, a lo largo de muchas décadas de luchas políticas, ha insistido en que es absolutamente necesario dar la vuelta, re-evolucionar las relaciones de poder opresoras de clase, género y raza, ha llegado el momento de que todos los hombres hagamos lo mismo. La prevención de la violación debe reformularse políticamente como una cuestión transversal en la que debemos implicarnos tod*s.
Mientras esta revolución en las relaciones de género no se produzca, Virginie Despentes, autora del libro autobiográfico Teoría King Kong, propone que toda mujer que quiera ser libre debe asumir que tarde o temprano será, de alguna manera, violada y por tanto debe “armarse” (en el sentido más amplio, incluso concreto de la palabra) para defenderse de las agresiones que vaya a recibir a lo largo de su vida: “Estoy furiosa contra una sociedad que me ha educado sin enseñarme nunca a golpear a un hombre si me abre las piernas a la fuerza, mientras que esa misma sociedad me ha inculcado la idea de que la violación es un crimen horrible del que no debería reponerme. (…) Resulta sorprendente que en 2006, mientras que todo el mundo se pasea con minúsculos ordenadores portátiles, con cámaras de fotos, teléfonos, agendas y aparatos de música en el bolsillo, no exista todavía un solo objeto que podamos meternos en el coño cuando salimos a dar una vuelta y que cortaría en pedazos la polla del primer idiota que quisiera entrar sin permiso”.
¿Cómo es posible que podamos seguir viviendo dentro de una organización social que aún, después de tantos siglos, no haya conseguido erradicar definitivamente esta lacra criminal de nuestras relaciones personales?
No hay ninguna sexualidad que no esté construida. El cuerpo se desarrolla como sexuado mediante discursos legales, penales, médicos y psicológicos. La filósofa feminista Ann J. Cahill sostiene que la violación desempeña un papel fundamental en la constricción del cuerpo claramente distinguido como femenino, porque los cuerpos de las mujeres se producen dentro de un contexto que, debido a una jerarquía basada en el sexo, las señala como débiles, hostiles, en última instancia, responsables del peligro que continuamente las amenaza. Del mismo modo, el violador se construye como sujeto humano que siempre elige su “llegar a ser”; opta por un acto de violencia concreto, y no otro, reconociendo plenamente el significado cultural que se adscribe a esa elección. La persona que tortura sexualmente a otras es un ser que razona y ha hecho elecciones conscientes; estas pueden cambiar. Los violadores no nacen, se hacen. Al considerar que el cuerpo sexuado está siempre en proceso de “hacerse”, podemos imaginar un mundo en el que se hagan elecciones distintas. Desvelando los hechos que a través de la historia han impuesto este régimen de discriminación en el que vivimos y rebelándonos contra el imperio de las leyes y costumbres impuestas, podemos imaginar un futuro en el que la violencia sexual quede fuera del umbral de las relaciones humanas. Podemos forjar un mundo sin violencia sexual.
Sensacional!!
Muy bueno, gracias!
La que desarrolla muy bien, también el tema del poder masculino expresado en el acto de la violación es Rita Segato, sería muy bueno cruzar este estudio con los de ella.