Hay muchas maneras de abordar la representación de la historia colonial. La mayor parte de las veces los museos lo hacen mostrando sus fondos patrimoniales. Tornaviaje. Arte iberoamericano en España, que estos meses se presenta en el Museo del Prado, podría ser un buen ejemplo. En otras ocasiones, suelen ser exposiciones de artistas individuales como Buen gobierno de Sandra Gamarra que también utilizan materiales históricos y que se ha podido ver hasta hace unos días en la Sala Alcalá 31, espacio de exposiciones de la Comunidad de Madrid. Ambas son dos ejemplos contrapuestos de las diferentes maneras en las que se puede abordar la cuestión de la representación colonial.


El colonialismo se podría definir, de forma sintética, como el largo proceso de expansión política, económica, social y cultural que desde el siglo XVI emprendieron algunas naciones -mejor dicho, monarquías familiares- sus ejércitos y grupos humanos para trasladarse a otros territorios (colonias) habitar, compartir la vida o combatirla y, sobre todo, explotar en su beneficio los recursos materiales y humanos. El historiador y sociólogo Immanuel Wallerstein, en su célebre conjunto de estudios sobre el sistema-mundo, nos recuerda que aquellos viajes, denominados “descubrimientos” se inscribieron en el marco de un conjunto de grandes travesías marítimas y expediciones comerciales que fortalecieron las monarquías absolutas, iniciaron la consolidación de los estados nación europeos y abrieron el camino a un nuevo orden económico, el capitalismo.
En ese complejo proceso, los materiales que a lo largo de estos siglos han ido conformando el patrimonio cultural y, con ellos, la historia del arte y sus representaciones, también han contribuido a definir los relatos preponderantes que hemos recibido sobre aquellas colonizaciones. Literalmente, han dado “forma” a la manera en la que se nos han trasmitido los hechos. Del mismo modo que cierta historiografía ha tendido a enaltecer el proceso, en cierto modo, esa herencia artística también lo ha idealizado y, en consecuencia, tendemos a olvidar que aquellas formas artísticas fueron obras producidas en determinados contextos económicos y militares de dominación, y en comunidades sojuzgadas que no pudieron ser ajenas a los condicionantes sociales impuestos por los colonizadores, a sus valores morales, influencias culturales, creencias religiosas o intereses clasistas.
La mayor parte de ese patrimonio se encuentra actualmente en los museos que, como incumbe a estas instituciones, lo conserva, investiga, clasifica y difunde, y como corresponde a toda institución de poder suele hacerlo preservando determinados valores históricos y ocultando otros. El polifacético cineasta Harun Farocki en Desconfiar de las imágenes (Caja Negra, 2013) libro donde se puede recorrer gran parte de sus textos y filmografía sobre el poder y la violencia, se pregunta sobre el estatuto de la imagen, sobre las instituciones y técnicas que, con apariencia neutral, las producen, los canales por las que circulan y, por tanto, los efectos que causan en nuestros sentidos. En el prólogo del libro, el filósofo historiador del arte, George Didi-Huberman, autor de Ante el tiempo: historia del arte y anacronismo de las imágenes (Adriana Hidalgo, 2015), constata que no existe una sola imagen que no implique un determinado pensamiento; también señala que todas son resultado de algún tipo de manipulación y que los mecanismos a través de los cuales nos llegan condicionan nuestra percepción. El museo es, por tanto, un sistema de ordenamiento, una forma de poder que, mediante la selección y el expurgo, señala lo que se debe mostrar y contar. Todas las imágenes toman posición –subraya– y cualquier documento encierra al menos dos verdades, la primera de las cuales siempre resulta insuficiente. De ahí que una de las labores más importantes de los museos y de la investigación sea, precisamente, desvelar lo indecible, ensanchar el campo de la Historia.


La muestra del Museo del Prado pretende elaborar un discurso autocrítico, pero lo hace sin modificar un ápice las convenciones del museo tradicional y nacional, nunca mejor dicho. Es cierto que lo intenta -sobre todo a través de las cartelas explicativas- pero en el práctica nos vuelve a mostrar un conjunto de imágenes que reproducen las formas de representación herederas de los mismos repertorios iconográficos y maneras de hacer de la metrópoli: retratos de gobernantes, pinturas de carácter religioso -en algunos casos copias literales de los maestros barrocos- o muebles y ajuares de metales preciosos que pertenecían a la nobleza local y que iban o venían en los sucesivos viajes de ida y vuelta transcontinental (de ahí el título de la exposición).
Como todas las imágenes, estas también operan desde posiciones epistemológicas situadas y, en consecuencia, tienen una condición material y formal que expresa las relaciones de poder de aquella compleja colonización. Tal vez por esas razones, la única distinción original de las piezas expuestas en Tornaviaje respecto a los modelos metropolitanos sea su condición autóctona; es decir, que algunas están elaboradas a partir de la experiencia artesanal indígena y, en fases posteriores, mestiza. Es decir, son obras que, en su hechura, en sus modo de hacer, trasladan hibridaciones materiales con las culturas aborígenes.
Cierta historiografía ha intentado demostrar que aquellos ciclos de expansión y de acumulación también se hicieron en nombre de un nuevo mundo más justo y civilizatorio y nos recuerda que, lamentablemente, la violencia de la conquista también fue legitimada por el papel cómplice de algunas élites derrotadas que, en ocasiones, también llegaba a formar parte de la estructura de poder del nuevo orden colonial; o nos recuerda que dicha violencia también fue justificada, como consecuencia de la inserción voluntaria o forzada de las clases populares en el entramado social y económico de la nueva organización de aquellos territorios.
Desde entonces, las identidades latinoamericanas no han cesado de ensancharse y hacerse más complejas. Pero, cuando se alude a los mutuos beneficios, se olvida que la reciprocidad cultural se llevó a cabo más en beneficio de unos y en detrimento de otros, como ha ocurrido en todos los procesos de conquista territorial y colonización imperial. En este sentido, como otra forma de dominación, fueron los europeos colonizadores recién llegados quienes se arrogaban en exclusividad el derecho a representarse y a hacerlo igualmente con los indígenas, de acuerdo a sus criterios y formas, en muchas ocasiones invisibilizando la presencia de la abrumadora mayoría.

Frente a la complaciente muestra del Museo del Prado, lo que hace Sandra Gamarra en Buen gobierno es precisamente poner en cuestión determinada concepción de la verdad sobre las bondades de la conquista o las formas de gobernanza tantas veces ensalzadas. Algunas de las obras históricas que presenta proceden de fondos patrimoniales (entre otros, del Museo Nacional de Antropología de Madrid que, precisamente, lleva unos años tratando de revisar sus fundamentos museológicos y epistemológicos) pero también materiales personales, en la medida que, en colaboración con otras artistas y artesanos peruanos (Tablas de Sarhua, Primitivo y Valeriana Evanán Poma, Sixto Seguil Dorregaray…) su obra trata de inscribirse en el interior del tiempo histórico para, desde ahí y como parte de una temporalidad museográfica más amplia y compleja, abrir brechas por las que poder llegar al presente y hacernos preguntas sobre aquel pasado.
Con su metodología expositiva, Gamarra también cuestiona la cronología preponderante de la historiografía académica, la autoría individual, la historia de la modernidad colonial, la propiedad patrimonial o la legitimidad de esos mismos conceptos. En cierto sentido, mediante un conjunto de cruces históricos que nos permiten incorporar formas invisibilizadas por las relaciones asimétricas de poder, la artista peruana y española, para evitar las convenciones de una historicidad lineal y dualista, propone situarnos ante un espejo contemporáneo multitemporal, discontinuo y fragmentado. Tal vez, “pensando en conversación” como propuso su paisano Aníbal Quijano, fundador de la cátedra “América Latina y la Colonialidad del Poder”. El autor, entre otros textos, de Modernidad, identidad y utopía en América Latina se refería a un pensamiento capaz de llevar acabo un “giro decolonial y epistémico””, es decir, un cambio o viraje en la manera en que vemos la realidad, como también indica Rita Segato. De ahí que Gamarra, intente poner en cuestión las formas de representación que, mediante un régimen visual impuesto y naturalizado, han llegado a constituir esas formas “inocentes” o “neutrales” de nuestros patrimonios correspondientes.




Como nos recuerda el historiador José Luis Villacañas en el capítulo “El imperio de América” de Imperiofilia y el populismo nacional-católico (Lengua de Trapo, 2019): “Nuestra mirada al pasado imperial español está llena de compromisos morales y la forma en que consideramos el asunto es sintomática de nuestra actitud ante las relaciones con los países hispanoamericanos (…) no hay sociedad señorial sin el polo de la servidumbre. En Castilla se tenía a los pecheros y a los moriscos. En América se tenía a los indígenas”. De ahí que la artista presenta versiones espejadas -según ella y Agustín Pérez Rubio, comisario de la muestra, las denominan- que evidencian cómo los discursos hegemónicos han ocupado y extraído el capital simbólico de la historia, pero también muestran la manera en la que, “invisibilizando” los relatos de las culturas nativas, incluso las mestizas, se han narrado los acontecimientos.
En ese mismo sentido, en CnQstdrs un proyecto artístico para “Cáceres abierto 2021”, los artistas Elo Vega y Rogelio López Cuenca insisten en que: “El concepto de mestizaje, como distintivo de la colonización española de América ha sido celebrado por la historiografía oficial mediante eufemismos del tipo encuentro biológico, intercambios sanguíneos o fusión étnica, que encubren la relación de poder y el ejercicio de violencia que se enmascara bajo un relato tejido con expresiones elípticas como la unión de las indias y los colonizadores, que se dio desde el primer momento dado que no existía el racismo entre los españoles. También nos recuerdan que se pasa delicadamente por alto el hecho de que la relación consistía en uniones casuales, marcadas por una evidente jerarquía de género, y tenía como protagonistas, salvo muy puntuales excepciones, a varones blancos con mujeres indias, negras, mestizas o mulatas… nomenclatura que remite en sí misma al dominio blanco, que se presenta convenientemente neutralizado y despolitizado y en ejercicio de su poder de clasificación de los grados de cercanía a lo animal o proximidad o no a la norma, al canon dominante, al lugar desde el que se habla, a quien tiene el poder de nombrar. Desde ese poder de narrar –añaden- se procede al borrado de la perspectiva de las víctimas y se impone el relato de un encuentro feliz y gozoso”.


Así pues y a pesar de todo, pensando en otras claves, del mismo modo que el museo es una forma de poder, también podría ser una grieta crítica por donde empezar a pensar otras formas de representación que nos permitan abrir la historia y desvelar o, por lo menos, aparecer otras epistemologías. Siguiendo esa misma metodología de espejos entre el patrimonio histórico y las prácticas contemporáneas, en el año 2010, el Museo Reina Sofía presentó Principio Potosí -que se recuerda ampliamente en la actual y reciente reordenación de la colección- donde también se mostraron ejemplos de pintura andina junto a obras de artistas internacionales a los que se invitó a encontrar y elaborar correspondencias críticas desde Europa y América entre el arte de los siglos XVI al XVIII y el mundo contemporáneo.
Como Walter Benjamin dice en Tesis sobre la Historia, siendo fiel a la tensión entre política y mesianismo que atravesó gran parte de sus escritos, articular el pasado históricamente significa apoderarse de un recuerdo que relampaguea en el instante de un peligro. Así –añade- en cada época es preciso intentar arrancar de nuevo a la tradición el conformismo que siempre se halla a punto de avasallarla. En cierto modo, se trataría de desvelar la paradoja anacrónica de las imágenes que, como nos recuerda el mencionado Didi-Huberman, siempre se constituyen con tiempos heterogéneos y superpuestos. Los museos puede hacernos aprender, pero también permitir que lo hagamos de manera mucho más crítica. El Prado no lo ha hecho en esta ocasión porque, a pesar de las loables intenciones, ha vuelto a ser autocomplaciente con las convenciones narrativas y el orgullo oficial de un “museo nacional” que se podría resumir en aquella frase que Pablo Casado, el líder del Partido Popular, dijera en el año 2018, precisamente el 12 de octubre, conocido como Día de la Hispanidad: “Nosotros no colonizábamos, lo que hacíamos era tener una España más grande”. Sandra Gamarra como otras muchas artistas, intenta lo contario y, en cierto modo, sus gestos artísticos abren grietas en la Historia, desde donde podemos pensar el pasado con posiciones mucho menos complacientes.