En los años setenta del siglo pasado, cierto espíritu “pacifista” hizo que muchos jóvenes saliéramos a las calles para luchar contra la Guerra del Vietnam y, a principios de este, ya con canas, también a manifestarnos contra la invasión de Irak. Estos dos momentos históricos fueron claves para entender el movimiento antimilitarista que a lo largo de muchos años ha apoyado otras movilizaciones contra las guerras en el mundo.
Muchos de los que nacimos unos años después de que finalizaran la Guerra Civil y la Segunda Guerra Mundial, siempre hemos vivido con la sensación de que en Europa sería imposible que se repitieran acontecimientos semejantes porque nos parecía increíble que fuéramos capaces de cometer los mismos errores. Nos equivocamos. Hace poco más de treinta años volvió a ocurrir en plena Centroeuropa. En 1991 la antigua Yugoslavia se quebró debido a una serie de latentes conflictos políticos, económicos y culturales, étnicos y religiosos entre las repúblicas que configuraban aquel Estado federal. Sin esperarlo, nos encontramos con otra guerra fratricida que duró una década. Ahora, veinte años después ha ocurrido algo parecido. El ejército ruso, alegando razones geoestratégicas, ha invadido la vecina Ucrania y amenaza con extender la guerra a los países limítrofes. Hoy no sabemos con certeza cuánto tiempo durará la ofensiva ni hasta donde se extenderá, ni tampoco las consecuencias que tendrá. Es evidente, que Europa, a pesar de su aparente (in)estabilidad, sigue siendo un “polvorín” heredado de un convulso pasado belicista, con tensiones fronterizas nunca resueltas del todo.

A la incertidumbre en la que nos ha instalado la pandemia, se ha sumado la inseguridad que nos provoca las imprevisibles consecuencias de este conflicto bélico. Por unas razones u otras, el caso es que el movimiento pacifista también ha acusado el cansancio que estos años se ha instalado en los movimientos sociales y esta vez no ha conseguido generar movilizaciones significativas. Parece evidente que no es suficiente aludir a un genérico “no a la guerra”, por muy activista que sea, para movilizar a una mayoría social capaz de representar una verdadera oposición a la guerra y así influir para modificar las políticas institucionales.
Sin embargo, a pesar del fracaso de las convocatorias, tendemos a reproducir las mismas lógicas militantes una u otra vez, con poco espacio para aquellos que quieran asimismo mostrarse contrarios la guerra pero no compartan ideologías prefijadas. A veces tengo la impresión de que el silencio integrador o el murmullo de la multitud, quizás, pueden llegar a ser más atronadores que el aparente bullicio de algunas consignas. Me refiero a un silencio que en lugar de afirmar lo propio comparta lo de todos y de nadie: el “no a la guerra”.
En una asamblea preparatoria de una de las movilizaciones, recuerdo que algún participante propuso, en lugar de precipitar la protesta, abrir un proceso de inclusión y participación que permitiera incorporar otras fuerzas sociales sensibilizadas contra la guerra y así diversificar la potencia imaginativa de la(s) convocatoria(s) con otro tipo de acciones a las que sumar el espectro social más amplio posible contrario a la guerra. Parafraseando la histórica consigna zapatista, lo que se planteaba era ir más despacio para intentar llegar más lejos.

Tal vez, de forma más o menos consciente, se aludía al espíritu del 15M, aquel aliento social que desbordó las lógicas identitarias de la izquierda tradicional, que entonces no supo interpretar el verdadero sentido de aquellas nueva formas de enunciar un “nosotros” más inclusivo. Refiriéndose a las formas de activismo que se desplegaron en aquel acontecimiento, Amador Fernández Savater en La fuerza de los débiles. El 15M en el laberinto español. Un ensayo sobre eficacia política (Akal 2021) nos habla del principio de “plasticidad”:construir un lugar abierto, para ampliar la red de complicidades por fuera del sistema de partidos o de los movimientos organizados.
El propio Fernández Savater pone como ejemplo al movimiento feminista que los últimos años, a pesar de sus diferencias internas, nos ha mostrado otras formas de movilización que han desbordado los formatos tradicionales de las militancias específicas, haciendo especial hincapié en la pluralidad, diversidad y, sobre todo, en la capacidad de conectar con amplios sectores de la sociedad.
Se trataría de reimaginar la organización en términos de circulación entre la suma de los distintos puntos de resistencia, en este caso, contra la guerra; abrir todas las posibilidades de intervención política que multipliquen las capacidades de cualquiera, en lugar de acotar la vanguardia de la resistencia antibelicista a espacios políticos predeterminados. En cierto sentido, lo que Michel Foucault –citado por el autor- denomina “un campo social de fuerzas” donde pudieran confluir diferentes sectores sociales afectados por la sensibilidad antibelicista, como posibilidad al alcance de cualquiera.