Cuando tenía doce o trece años, siendo todavía un niño, mi padre me llevó de viaje a Los Alpes franceses y cerca de Chamonix pude visitar el glaciar Mer de Glace. Recuerdo cuando, después de bajar unas escaleras instaladas en su ladera, entramos en su interior. Jamás se me ha olvidado aquella imagen, ni la impresión que me causó la grandeza de aquellos valles y montañas. Tal vez algo parecido me ocurrió, cuando unos años después, siendo ya un joven viajero, entré por primera vez en la catedral de Notre Dame de Paris. Aquellas sensaciones nunca las he olvidado y, de una forma u otra, se encarnaron en mi vida.
Cuando en 2019 la catedral ardió, con sus vigas de madera como motor de combustión, algo en mi interior se rompió. Entonces muy poca gentes se preocupaba de que cerca de allí estaban desapareciendo los glaciares alpinos, entre otros el Mer de Glace. Se llegó a decir que la civilización europea estaba siendo devorada por las llamas. Poca gente se acordaba de que también la selva amazónica de Brasil estaba siendo esquilmada de forma incontrolada por las políticas extractivistas y depredadoras de Bolsonaro, que encabezaba junto a Trump, Putin y otros lideres globales una ciega y furiosa corriente internacional de pensamiento negacionista que rechaza a toda costa los efectos del cambio climático. De igual modo, Isabel Ayuso, la presidente de la Comunidad de Madrid, decía hace unos días que los cambios del clima se han producido a lo largo de toda la vida y que las proclamas ecologistas no son más que trampas ideológicas para implantar el comunismo.




No se había apagado todavía aquel incendio histórico y las autoridades francesas ya habían decretado la reconstrucción de la Catedral, cuya reapertura está prevista para el año 2024. Estos años, el dinero público y privado habrá llegado a raudales para hacerla resurgir de las cenizas, mientras los glaciares se derriten abandonados a su trágico destino.
Por una conjugación de valores culturales humanistas, los cuales han guiado el mundo durante el antropoceno (la época geológica en la que las actividades humanas han tenido mayor impacto en los ecosistemas terrenales), hemos dado más importancia y trascendencia a una obra de arte que a un árbol, a un museo que a un bosque, a una ópera que a un río, a un libro que a un animal. Así hasta configurar un mundo donde las tareas creativas del hombre, en su condición inmanente, se han convertido en trascendentes o “sagradas” –separadas de lo terrenal– y las materias orgánicas de la naturaleza en “mundanas” en cierto modo intrascendentes o, peor aún, meros recursos naturales susceptibles de ser explotados sin límite.
Sin embargo, si superásemos la falsa dicotomía entre naturaleza y cultura, podríamos llegar a la conclusión de que la condición social de los seres humanos nunca estaría tan alejada de su naturaleza animal como para que podamos abstraernos del mundo orgánico, que se encuentra a la vez dentro y fuera de las personas. El término “ecología” fue acuñado por primera vez en la segunda mitad del siglo XIX por Ernst Haeckel, autor de Obras de arte de la naturaleza, y aunque al principio se utilizó para señalar las investigaciones sobre las interrelaciones entre animales, plantas y sus entornos inorgánicos, el significado del concepto se fue expandiendo a lo largo de los años para incluir otras acepciones relacionadas con el cuidado de las ciudades, de la salud o de la mente.
Según Murray Bookchin, pionero del movimiento ecologista, autor de Ecología de la libertad. Surgimiento y disolución de la jerarquía (Capitan Swing, 2022) el empuje radical que en su sentido primigenio tiene el concepto ecología, por desgracia, está siendo constantemente neutralizado cuando se intenta reducirlo a una cuestión ambiental, sin materialidad histórica, ni contextos políticos. De hecho –dice– las políticas medioambientalistas, tan bien acogidas por los poderes económicos y principales patrocinadores del capitalismo verde, casi nunca cuestionan, más allá de algunos enunciados retóricos, el principio de dominación humana sobre la naturaleza que, lamentablemente, sigue siendo la premisa por excelencia de las sociedades actuales. Más bien al contrario, con el desarrollo de tecnologías en apariencia sostenibles, lo que hacen es facilitar e impulsar dicho paradigma depredador que nunca está gobernado por el sentido de los límites.
Cuando en 1987 José Manuel Naredo escribió La economía en evolución. Historia y perspectivas de las categorías básicas del pensamiento económico (Siglo XXI) ya insistía en que a partir del siglo XVIII, cuando la economía como disciplina académica se desvinculó de la ética, el concepto “producción” ha sido la pieza clave de la ideología del modelo económico imperante. Frente a esa dinámica, el movimiento ecologista –también con sus acciones simbólicas en los museos- plantea la necesidad de detener su avance ilimitado, redefinir sus metas, reorganizar sus formas de explotación de recursos, distribución de bienes y consumo social, reducir sus dimensiones globales y, por encima de todo, volver a pensar los modelos de producción actuales.
Parafraseando a Laura García Portela y Carmen Marrodán en Hacia una noción postcapitalista del buen vivir. Capacidades, necesidades y bienes básicos en relación con el sumak kausay /suma qamaña, para resituar con otros parámetros nuestras relaciones entre naturaleza y cultura, tendríamos que dejar de vincular nuestra felicidad a una producción ilimitada de deseos (no podemos seguir queriendo tener más que los demás de forma compulsiva) para poder habitar de forma saludable el planeta sin poner en peligro el desarrollo digno de las próximas generaciones. Sin embargo, por lo visto, no acabamos de asumir esos límites porque seguimos pensando que nada es imposible. De hecho, al parecer, igual que se rehabilita la catedral de Notre Dame, existe un proyecto para construir artificialmente un nuevo Mer de Glace que pueda servir para que los turistas «imaginen» lo que un día fue aquella maravilla de la naturaleza. La cultura del artificio y el despilfarro confrontada de nuevo con nuestra histórica condición antropocéntrica.
En suma, la racionalidad humana y sus manifestaciones culturales –entre ellas, el arte y la cultura –, que por desgracia siempre hemos entendido exentas de responsabilidad ecológica, debieran ser comprendidas como una forma de subjetivación inherente a la naturaleza como un todo limitado. Lo que hoy de forma dramática nos falta es la capacidad de sentir la compleja riqueza de la subjetividad de los seres humanos en relación complementaria con el mundo no humano que nos rodea y poder así introducir en nuestra vidas una nueva cultura ecológica de los limites.