LA RENTA BÁSICA UNIVERSAL, LA MEJOR RESIDENCIA ARTÍSTICA

Este texto sobre «residencias artísticas» se ha publicado hace unas semanas en Dramática, la revista del CDN (Centro Dramático Nacional). La portada representa una de las performance de la serie Distinguished Anyways de La Ribot, en este caso junto a Juan Loriente. Tuvo lugar en el año 2021 en una de las emblemáticas terrazas de la Academia de España de Roma, una de las instituciones públicas con residencias más emblemáticas de la historia.

El texto comienza con un título provocador que, a su vez, es una proposición política, vitalista y esperanzadora, aunque no optimista: “La mejor residencia artística sería la renta básica universal”. Es decir, un ingreso incondicional que, a modo de sistema de seguridad, recibirían todas las personas desde que naciesen, más allá de otros ingresos patrimoniales o de trabajo e “independientemente de sus relaciones familiares o domésticas”, puntualiza Kathi Weeks en El problema del trabajo. Feminismo, marxismo, política contra el trabajo e imaginarios más allá del trabajo (Traficantes de sueños, 2020) .Una garantía económica para que, a lo largo de toda la vida, cualquiera pudiera desarrollar en libertad sus capacidades o desplegar sus potencias creativas, en el sentido más amplio de la palabra (también podría dedicarse a la vida contemplativa u ociosa). Una forma de derecho social vitalicio con el que, desligando el vínculo entre trabajo e ingresos económicos, se reducirían drásticamente las obligaciones laborales destinadas a cubrir las necesidades vitales.

Weeks insiste en que la actual ética del trabajo, con su discurso individualizador, continúa cumpliendo con la función de transmitir ideológicamente la racionalización y naturalización de la explotación y de legitimar así la desigualdad, en lugar de concebir la cultura del trabajo ─tanto en la fábrica como en los hogares─ como una responsabilidad colectiva, una forma de redistribución justa de los beneficios de las rentas o como una posibilidad para pensar el mundo con otras perspectivas más igualitarias y solidarias.

Según esta catedrática de Género, Sexualidad y Estudios Feministas en la Universidad de Duke, no se trata de negar la necesidad de las actividades productivas, ni de desechar la posibilidad de que haya en todos los seres humanos “un placer” en el ejercicio de sus energías, sino de insistir en que hay otras maneras de organizar y distribuir esa actividad o ser creativos y libres fuera de los límites del trabajo. Entre otras disposiciones económicas de redistribución de las rentas del capital y del trabajo, ella propone dos reivindicaciones básicas que suponen un gran desafío a la idea de que el trabajo debe ser el centro de nuestra existencia: la reducción de la jornada laboral y la instauración de la renta básica garantizada. Esta, a su vez, debería ir acompañada de otras medidas como la implantación de contratos justos, la exigencia del cumplimiento de las leyes vigentes sobre sueldos y duración de las jornadas laborales, especialmente la de aquellas personas con más bajos ingresos, etc. Es decir, formas de trabajo que permitan sostener la vida y que no la absorba. Y así abrir nuevos horizontes que nos obliguen a imaginarnos una vida fuera del trabajo y nos lleven a desear y figurar el mundo en el que queremos vivir.

Es evidente que para extender la renta básica universal serían necesarias otras políticas de redistribución de los recursos y otros modos de producción y consumo. Daniel Raventós, presidente de la Red Renta Básica, sección oficial de la Basic Income Earth Network (BIEN), propone una transferencia de riqueza entre quienes han acumulado más capital y quienes han sido despojadas del mismo. En definitiva, idear y activar procesos para la transformación del modo de producción y acumulación capitalista. De este modo, el conocido axioma pronunciado por Joseph Beuys, “Cada hombre, un artista” (1) , podría hacerse realidad, además, de manera extensiva si ampliamos el sentido de la práctica artística a cualquier actividad manual, artesanal, intelectual, creativa, recreativa o reproductiva que nos acerque a los modos de existencia que queramos vivir y no a los que nos imponen vivir. Santiago López-Petit habla en Amar y pensar. El odio de querer vivir (Bellatera, 2000) desafío del querer vivir” que – añade- es el camino que apunta a la comunidad.

Es evidente que con esa sentencia Beuys plantea superar “el privilegio” del trabajo del artista, acabar con la idea del arte como una práctica aislada para implicar, en potencia, al “cuerpo social” en su conjunto. El objetivo es, evidentemente, liberador y revolucionario. La creatividad, el arte y el pensamiento podrían desplegar todas sus capacidades emancipadoras si viviéramos en una sociedad en la que las condiciones para el desarrollo personal y para la manifestación libre de la creatividad estuviesen aseguradas. Es decir, fuesen la norma y no la excepción. Por tanto, ya no se trata tanto de subrayar de forma aislada únicamente los privilegios de los artistas, sino de luchar por la reapropiación de los bienes comunes para una redistribución más justa y equitativa en una sociedad donde la libertad también se pueda compartir. Si las prioridades vitales de la existencia –alimentación, vivienda, sanidad, educación… – estuvieran cubiertas por derecho, y no al contrario como señalan las tendencias hacia la privatización de todos los servicios, probablemente las relaciones con el trabajo estarían mucho más determinadas por el deseo que por la obligación.

En todo caso y volviendo a la realidad, como nos recuerda Marina Garcés En las prisiones de lo posible (Bellaterra, 2000) ,“frente a la proyección de utopías, deseos y ensoñaciones, se levanta la exigencia de pensar lo real hasta sus últimas consecuencias, sin desviar la vista ni contentarse con mixtificaciones. Pensar lo real es pensar las posibilidades de su transformación crítica revolucionaria”.

Así pues, se trata de atender adecuadamente a las políticas que cuidan una mejor distribución social de los recursos públicos en beneficio de actividades que, como el arte y la cultura, pueden contribuir al bien común y al patrimonio de todas. Como dice Jazmín Beirak en Cultura ingobernable (Arial, 2022) defender a aquellas políticas que fomenten la imbricación de la cultura en la vida cotidiana, teniendo en cuenta su potencial para construir maneras menos individualistas, rígidas e insolidarias de habitar el mundo y su capacidad para contribuir a una sociedad más justa, más igualitaria y más cálida.

Desde cierto punto de vista, los diferentes sistemas de becas o de residencias artísticas o de investigación que conllevan estancia (vivienda), ayuda económica (retribución por trabajo) y apoyo a los gastos de producción son otra forma de renta básica, solo que temporal. Es un tiempo liberado, ya que pocas personas pueden vivir de su trabajo creativo y la mayoría lo compaginan con otras obligaciones laborales, muchas veces ajenas a su profesión.

En este marco las residencias artísticas juegan un papel importante porque son -o deberían ser- lugares donde la investigación y la creación se despliegan en sus mejores condiciones. Ane Rodríguez, que fue directora cultural de Tabakalera en Donostia/San Sebastián, responsable del Programa de Residencias Artísticas de Matadero en Madrid y actualmente becaria-residente en la Academia de España en Roma, está desarrollando precisamente una investigación sobre estrategias para hacer habitables las instituciones de la cultura. En Las potencialidades de la institución de arte como espacio de cuidados, su tesina presentada en el MA de Goldsmiths, apunta que las residencias artísticas, además de liberar tiempo para facilitar unas condiciones de subsistencia, actúan como plataformas de acompañamiento, se convierten en comunidades temporales de trabajo y vida entre el conjunto de residentes, las trabajadoras de la institución y los públicos.

Y añade: “[…] sin embargo, en un contexto de precarización de las instituciones artísticas a través de políticas culturales de corporativización y burocratización, estos espacios se convierten también en espacios de conflicto y malestar. Muchas de las fricciones vienen dadas por el choque directo entre la estructura jerarquizada de la institución y los discursos que intentan hacer de la institución un lugar habitable. La falta de personal, de recursos económicos, las normas restrictivas de uso del espacio, la burocratización de los procesos, entre otros, son motivos que imposibilitan practicar estos programas de modo fluido. Ante esta situación, es fundamental buscar estrategias que generen las condiciones óptimas para habitar la institución de manera más saludable, como un espacio de trabajo y vida a través de estrategias de cuidado y colectividad”.

Por tanto, la institución, desde su responsabilidad en la distribución justa de los recursos públicos, debería tener en cuenta la posición, en demasiadas ocasiones precaria, de las personas a las que acoge, atender a sus necesidades, mitigar los elementos de desconfianza, para establecer una relación de mutua interdependencia y crear vínculos equitativos en los que primen los derechos y la corresponsabilidad, no capitalizar sin compartir, no acumular sin distribuir. Sería una forma de hospitalidad hacia las singularidades, a la vez que espacio de  protección comunitaria y cuidado institucional. Parafraseando a Marcel Mauss[2], vínculos de reciprocidad del don que permitan la cooperación y la armonía.

Hay instituciones que expulsan la vida y otras que la acogen y protegen; unas que tratan a la ciudadanía como súbditos y otras que la hacen partícipe para que las personas se impliquen libremente en su devenir; instituciones que se dejan influenciar y remover para así ir transformándose, aunque sea lentamente. Tanto en mi experiencia como director de Arteleku en Donostia/San Sebastián, durante los  casi veinte años en los que ,entre 1987 y 2006, dirigí aquella desaparecida institución, como estos últimos que he formado parte del Patronato de la Academia de España en Roma, muchas veces he escuchado a residentes que en su vida hubo un antes y un después de sus estancias. Cuando una institución cultural de acogida o residencias de investigadores y artistas pueden contar su historia a través de la vida y obra de sus moradores, es cuando adquiere todo su sentido, consiguiéndolo al dar lugar, al confiar, al hacer que ocurra y al dejarse atravesar, al recibir y entregar, al asistir, como hacen los buenos pasadores, dice Amador Fernández Savater en Apuntes para una teoría del pase (Lobo suelto, 2018.) También podría referirse a mediadoras y servidores civiles.

La democracia siempre será imperfecta si las instituciones culturales públicas no se dejan atravesar por la experiencia, los deseos y los afectos, pero también los antagonismos y desacuerdos de las personas que las habitan. Poder hacerse cargo de esa complejidad afectiva es la potencia instituyente que abre el querer vivir.


(1) Joseph Beuys, Clara Bodenmann_Ritter, Joseph Beuys: cada hombre, un artista: conversaciones en Documenta 5-1972, Editorial Visor, Madrid, 1995.[1]

2] Marcel Mauss, antropólogo y sociólogo francés, es el primero en apreciar los aspectos potencialmente positivos inherentes al don, al crear un vínculo social irremplazable, no mercantil, entre el que da y el que recibe, que a su vez puede afirmar el vínculo con el contra don. Essai sur le don. Forme et raison de l’échange dans les sociétés archaïques, (1925) [Ensayo sobre el don, forma y función del intercambio en las sociedades arcaicas, Ed. Katz, Madrid, 2010).



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