Hace unas semanas acudí en la Universidad Complutense de Madrid al Congreso Internacional “La actualidad de Marx: nuevas lecturas y perspectivas”. Durante tres días asistimos a veintinueve conferencias, de las cuales ocho fueron expuestas por mujeres. En principio, no presté demasiada atención a esta diferencia cuantitativa en cuanto a participación, ya que la alta cualificación de las ponentes compensaba el desequilibrio de género. Allí pude escuchar a Cristina Catalina, Silvia Federici, Virginia Fusco, Marina Garcés, Paloma Martínez, Clara Navarro, Clara Ramas y Nuria Sánchez Madrid, y sus intervenciones compensaron cualquier malestar en relación con la deuda que el canon filosófico tiene con las mujeres, con el feminismo, incluso con otras disidencias (este déficit podría ampliarse a otras ramas del saber).
A pesar de todo, lo que más me llamó la atención fue que, durante los debates, en los turnos de palabra casi todas las voces intervinientes fueran masculinas. De forma sistemática, los brazos alzados que se veían en la sala eran siempre de hombres. Aquella imagen de tantas voces y cuerpos varones queriendo ocupar de forma inmediata el espacio de la palabra me produjo una profunda desolación; la sensación de que, en el fondo, la relación de género en el uso de la voz en los espacios públicos no había cambiado tanto. Me vinieron a la memoria las asambleas de estudiantes en los años setenta, donde las voces de mujeres militantes eran la excepción que confirmaba la regla.
Carolina Meloni González, en La instancia subversiva. ¿Decir lo femenino es posible? (Akal, 2025) lo cuenta así desde su propia experiencia académica y biográfica: “Como sujeto feminizado y mujer migrante, continuamente ha planeado sobre mí el miedo y la inseguridad a no ser reconocida, validada y autorizada a participar en determinadas argumentaciones filosóficas. Incluso, tanto en calidad de estudiante como de profesora, he visto siempre reproducirse las mismas situaciones en las que son las voces masculinas las primeras en oírse en las aulas, salones o seminarios, con la seguridad pasmosa de aquel que no duda ni por un momento en sus tesis y argumentaciones. Son esas voces autorizadas las que no temen interrumpir una clase o una conferencia, con sus contraargumentos o comentarios no siempre oportunos. Así, la voz masculina ocupa e invade todo tipo de espacios y rara vez escucha otros sonidos más allá de su propio eco…y además de una evidente impostura, cuando se ha dado la ocasión de verme rodeada de colegas haciendo gala de su palabrería filosófica, me he sentido la espectadora muda de una suerte de teatro de marionetas parlantes que solo se escuchan a sí mismas”.


Como dice esta filósofa, autora de Feminismos fronterizos. Mestizas, abyectas y perras (Kaótica, 2021) ciertas tradiciones del pensamiento encierran una violencia epistémica innegable hacia aquellos sujetos que no forman parte del selecto círculo del saber. No se trata meramente -añade- de sumar autoras a una casa ya abarrotada de egos sino de abrir las puertas de los saberes al bosque incierto que rodea sus murallas y reivindica a la activista política chicana, feminista, escritora y poeta Gloria Anzaldúa cuando esta define la frontera como un espacio simbólico, político y corporal, pero también de mestizaje y conflicto que no solo separa, sino que a su vez conecta, no para aspirar a ocupar el centro, sino más bien para poner en cuestión las epistemologías del poder académico y el elitismo de cierta erudición autoritaria.
En este sentido, para corregir ese falogocentrismo, que consciente o inconscientemente responde a privilegios interiorizados, los hombres deberíamos utilizar mucho más nuestro silencio como gesto político para potenciar espacios reales donde se expresen tanto voces femeninas como las de otras personas discriminadas o, como diría la filósofa y catedrática de literatura comparada en la Universidad de Columbia Gayatri Spivak, sujetos subalternos que no pueden ni hablar ni ser escuchados dentro de los marcos hegemónicos de poder. Del mismo modo, podríamos escuchar con atención, no únicamente para responder y controlar el espacio dialéctico, sino para reconocer otros marcos epistémicos diferentes, formas distintas del habla y ritmos de enunciación menos inmediatos. Como, dice Dani Zelko en su magnífica Oreja madre. Mi cuestión judía (Caja Negra 2025): «es importante sostener los silencios, hacer espacio en el aire para la otra voz». Así mismo podemos acompañar otras voces sin afán narcisista, autorreferencial o competitivo. Anzaldua lo dice mejor en Bordelands/La frontera La nueva mestiza (Capitán Swing 2016): «escuchar con el alma abierta significa silenciar el ego para permitir que otras voces se revelen».

Ese ejercicio político de silencio no implica renunciar a ocupar una parte del espacio privado o público, como algunas corrientes reaccionarias antifeministas denuncian, más bien se trata de abandonar nuestra posición central y eréctil para inclinarnos más hacia la escucha y la atención. No se trata solo de ceder la palabra, sino de atender desde nuestra vulnerabilidad todos esos otros silencios que remiten a siglos de voces borradas por el pensamiento patriarcal. Parafraseando a Jacques Derrida en Espectros de Marx (Trotta, 2012) se trata de pensar en una ontología otra que, como dice la propia Carolina Meloni, incorpore un modo de pensar y habitar esa memoria de lo ausente, de lo inaprensible, de aquello que siempre está en retirada, en retroceso, sin la pulsión de presencia y de conquista de la espacialidad que posee todo pensamiento hegemónico.
Como propone Catherine Malabou, filósofa francés que ha consolidado un corpus en el que la filosofía dialoga con la neurociencia, las teorías feministas y «queer», el psicoanálisis y la política, en El porvenir de Hegel. Plasticidad, temporalidad, dialéctica,frente a lo rígido, cerrado y totalizante, la plasticidad neurológica nos otorga una potencia de conocimiento en constante alteración que nos permitiría abrirnos a la transformación y con ello a estar dispuestos a reinventar la masculinidad para imaginar, pensar y crear otro sistema donde no existan voces silenciadas.
Gracias Santi. ¿Cómo estáis? ¿Qué tal por Estepona?
He visto que se inaugura una exposición sobre Arteleku en Artium, me apetece verla.
Un abrazo muy fuerte,
Teresa
Teresa Grandas
Conservadora d’exposicions/Curator
T +34 934 814 683
M +34 677 343 572
tgrandas@macba.cattgrandas@macba.cat
MACBA
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http://www.macba.cathttp://www.macba.cat/
Gracias por compartir este texto tan necesario, Santiago. Me llega profundamente por lo que nombras, y por lo que se intuye: el anhelo de una transformación real, que no se quede solo en el plano del discurso.
Es evidente que la voz femenina, en plural, porque no es una, ha conquistado espacios desde lo académico, lo social, lo simbólico y lo político. Las investigaciones recientes en neurociencia social y teoría del apego (Porges, Siegel, Fonagy) refuerzan la importancia de lo relacional, lo empático, lo cuidadoso: dimensiones históricamente asociadas al polo “yin”, silenciado durante siglos y ahora, por fin, en proceso de legitimación científica y cultural.
Pero si hablamos desde un lugar de integración real, necesitamos también poner la mirada sobre la herida y la desconexión del “yang”. Porque aunque algunas voces masculinas despiertan, como la tuya, muchas otras aún replican, incluso en espacios progresistas o académico, automatismos de dominación disfrazados de brillantez intelectual. Como bien apuntas, hablar de feminismos no es solo cuestión de sumar autoras o ceder turnos: implica revisar desde dónde se ocupa el cuerpo, el tiempo y la palabra.
Desde una mirada crítica y sistémica, podríamos decir que el equilibrio entre yin y yang mas que paridad numérica, debería llegar a una reconciliación profunda de fuerzas complementarias. Y en ese camino, aún queda mucho por andar. El cuerpo masculino emocionalmente restringido, muchas veces separado del sentir, del cuidado, de lo relacional, necesita una reapropiación auténtica, que no se limite a discursos sobre el silencio o la escucha, sino que los encarne. No basta con callar: hace falta sentir el silencio, habitar el lugar que queda cuando uno se descentra.
Ojalá este tipo de reflexiones no queden solo como gestos nobles de autocrítica, sino como actos sostenidos de transformación cultural. Porque solo desde una masculinidad consciente y permeable, dispuesta a abrir grietas en su propia coraza, podrá haber diálogo real, con las voces femeninas, y con el mundo entero y unido.
Un Abrazo y mucho Mimo
Marta
Gracias por compartir este texto tan necesario, Santiago. Me llega profundamente, por lo que nombras, y por lo que se intuye: el anhelo de una transformación real, que no se quede solo en el plano del discurso.
Es evidente que la voz femenina, en plural, porque no es una, ha conquistado espacios desde lo académico, lo social, lo simbólico y lo político. Las investigaciones recientes en neurociencia social y teoría del apego (Porges, Siegel, Fonagy) refuerzan la importancia de lo relacional, lo empático, lo cuidadoso: dimensiones históricamente asociadas al polo “yin”, silenciado durante siglos y ahora, por fin, en proceso de legitimación científica y cultural.
Pero si hablamos desde un lugar de integración real, necesitamos también poner la mirada sobre la herida y la desconexión del “yang”. Porque aunque algunas voces masculinas despiertan, como la tuya, muchas otras aún replican, incluso en espacios progresistas o académicos, automatismos de dominación disfrazados de brillantez intelectual. Como bien apuntas, hablar de feminismos no es solo cuestión de sumar autoras o ceder turnos: implica revisar desde dónde se ocupa el cuerpo, el tiempo y la palabra.
Desde una mirada crítica y sistémica, podríamos decir que el equilibrio entre yin y yang más que paridad numérica, debería llegar a una reconciliación profunda de fuerzas complementarias. Y en ese camino, aún queda mucho por andar. El cuerpo masculino, emocionalmente restringido, muchas veces separado del sentir, del cuidado, de lo relacional, necesita una reapropiación auténtica, que no se limite a discursos sobre el silencio o la escucha, sino que los encarne. No basta con callar: hace falta sentir el silencio, habitar el lugar que queda cuando uno se descentra.
Ojalá este tipo de reflexiones no queden solo como gestos nobles de autocrítica, sino como actos sostenidos de transformación cultural. Porque solo desde una masculinidad consciente y permeable, dispuesta a abrir grietas en su propia coraza, podrá haber diálogo real, con las voces femeninas, y con el mundo entero y unido.
Abrazo y Mimo
Marta