KOLDOBIKA JAUREGI, UNA SINGULARIDAD BARROCA

Este texto está escrito a partir de las notas utilizadas en la conferencia sobre Koldobika Jauregi que impartí el pasado mes de junio, durante un curso de verano de la EHU, Universidad del País Vasco, celebrado en el Palacio Miramar de Donostia-San Sebastián un año después del fallecimiento del artista de Alkiza. Las jornadas de homenaje fueron organizadas por Antonio Casado, investigador y profesor de filosofía en esa misma universidad, y Elena Cajaraville, creedora interdisciplinar, durante muchos años compañera de Koldo y madre de su hija común, Gerezi.

En mi intervención me centré, sobre todo, en el tiempo que nuestras vidas -la de Koldo, la mía y otras amistades- se cruzaron con mayor intensidad, en todos los sentidos. Época que también coincide con el momento en que se realizaron los murales de los techos de la Plaza Euskal Herria de Tolosa que, sobre todo, gracias al empeño de Iñaki Epelde, se comenzaron a gestar precisamente el último año que estuve como director de Cultura en el ayuntamiento de Tolosa y se inauguraron en 1988. También me referí a las que pocos años después, en 1991, se presentaron en la antigua iglesia de San Agustín de Azpeitia, con ocasión de la exposición Meditaciones barrocas donde Jauregi coincidió con el artista Jesús Mari Cormán (las fotografías de estos dos momentos fueron realizadas por Iñigo Royo) y también un conjunto de litografías que un año después realizó con Don Herbert durante varias estancias en Arteleku. 

De izq a dcha: Iñigo Royo, José Luis Longarón, José María Hernández, Koldobika Jauregi, Iñaki Epelde y Santiago Eraso (1987-88).

Para no caer en la tentación hagiográfica y autobiográfica, la conferencia se centró en algunas reflexiones sobre ciertas maneras de hacer estéticas con las KJ planteaba su trabajo artístico. Me refiero a lo que en el título de mi conferencia denominé “la singularidad barroca” que se manifiesta en su plena expresividad en las obras de esos años.

Cuando me refiero a “singularidad barroca” no hablo del Barroco con mayúscula, periodo cultural y artístico que se inscribe en una genealogía historicista concreta, sino como concepto estético o categoría formal que aparece en la modernidad y en el tiempo contemporáneo como una constante en determinadas maneras del quehacer cultural y de cierta universalidad formal. Por tanto, como escribe Pedro Aullón de Haro en “La ideación barroca”, texto prólogo de Barroco (Verbum, 2004): “Barroco no como mera categoría histórica-estilista sino como fuerza y especificidad de expresión, incluso en general de configuración de la cultura y hasta de concepción de la naturaleza”. Naturaleza que está profundamente relacionada con sus formas artísticas y su necesidad vital de habitarla. Ahí está, como testimonio, Ur Mara, la casa familiar, museo y espacio dedicado al arte y la cultura que ahora mismo es su mejor legado.

A partir de un hilo historiográfico poco ortodoxo y desordenado, estas formas barrocas podrían compararse con las primeras imágenes rupestres o ciertos monumentos megalíticos, algunas esculturas griegas de la denominada época helenística, pasando por las caligrafías chinas o los mandalas indios, relacionados con el budismo (la estética y el pensamiento oriental influyeron en el conjunto de su obra). Incluso, abriendo el campo de los lenguajes artísticos, se podrían relacionar con determinadas formas de escritura, como las del filósofo Leibniz, al que Javier Echeverría denominó “el dios más barroco posible”. También con el realismo mágico de García Márquez y, en otro sentido, con las escrituras de Lezama Lima, Alejo Carpentier o las contemporáneas Mariana Enríquez o Mónica Ojeda, y si me apuráis, aquí cerca, con las de Joseba Sarrionandia e Itxaro Borda (por cierto, KJ siempre tuvo una relación especial con otro escritor vasco Juan Kruz Igerabide y con el traductor Juan Garzia, ambos presentes en las jornadas, para los que en alguna ocasión ilustró algunos de sus libros). Así mismo -como no mencionarlo y por poner un ejemplo imposible de evitar- las formas de KJ podrían remitir a los sonidos musicales de Bach, entre la lógica y la pasión, el orden y exceso, el impresionismo de Claude Debussy o, en sus antípodas, John Cage o, en la cercanía afectiva, la singularidad de Mikel Laboa, lo cual también demuestra que los estilos de KJ, mucho más allá de las formas barrocas específicas a las que me refiero, se conjugaban con otras maneras de hacer.  

Meditaciones barrocas. Azpeitia, 1991.

Por supuesto, por citar a algunos artistas coetáneos, su convecino Juan Luís Goenaga, o Andrés Nagel, Cristina Iglesias o María Luisa Fernández, a las que Juan Luis Moraza en Tránsitos. Esculturas, objetos, instalaciones (Eusko ikaskuntza, 2008) califica como neo-expresionistas, o José Zugasti y Dora Salazar. Como no, el propio Eduardo Chillada que actualmente está presenta en Chillida. Mística y materia, exposición comisariada por Mikel Onandia en el Museo Nacional de Escultura, donde su obra dialoga precisamente con escultores del renacimiento manierista o plenamente barrocos como Juan de Juni, Gregorio Fernández o Pedro de Mena.

Y no quisiera hacer extrapolaciones forzadas, pero en mi interés por conocer el trabajo de artistas de las últimas generaciones, me atrevería a citar a Elena Aizkoa, June Crespo o, más concretamente, Irati Inoriza, en algunas de cuyas obras también se aprecia cierta sensibilidad barroca, en la medida que, en su multiplicidad de formas sensibles, emplea repeticiones y fragmentaciones con el objetivo de crear tensiones entre lo humano y lo no humano, lo cultural y lo natural. Es evidente que esta misma sensibilidad naturalista, bien sea animal, vegetal o espiritual, se muestra en muchas obras del propio KJ.     

Sin ánimo de caer en simplificaciones sobre el trabajo de KJ, algunas características de esa formalidad barroca las podríamos encontrar en ciertas querencias por la densidad simbólica y sensorial, la complejidad formal, la tendencia a ocupar las composiciones que, a su vez, no cesan de plegarse, en una especie de permanente tensión visual, a la vez que emocional y alegórica, incluso diría -salvando las distancias- alquímica e indigenista.

En este sentido, Javier San Martín, autor de uno de los dos textos del catálogo de la exposición Meditaciones barrocas, señala que el argumento que dio título a la exposición era un elemento estilístico que admitía simultáneamente el descentramiento y la disciplina, la violencia de las formas y la sutileza de los enunciados, la narración dispersa y el ocultamiento de los significados.

Francisco Jarauta, autor del segundo, escribió que, para el citado Leibniz, y más tarde para Deleuze, ese barroco sería el intento de responder a la miseria del mundo con un exceso de principios y formas. El hombre barroco- dice Jarauta- olvida aquella frontera que separa lo imaginario de lo real o lo lógico de lo fáctico. A lo que se podría añadir lo figurado de lo abstracto, en cuyas texturas y urdimbres viven las formas de KJ que, como buen soñador e idealista, no se preocupaba demasiado por definir sus límites, del mismo modo que tampoco lo hace la naturaleza que, más esquilmada que nunca, nos habla a gritos de su fragilidad, a la vez que nos advierte de su resistencia.  

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