(Este texto se ha publicado en el número de junio de la revista Galde. Próximamente, la edición estará disponible en versión digital)
Sobre la amistad se ha escrito mucho a lo largo de la historia, desde el Poema de Gilgamesh, Aristóteles, Epicuro, Cicerón, Plutarco o Séneca hasta Simone Weil, Jacques Derrida, Maurice Blanchot o Giorgio Agamben, pasando por Montaigne o Anne-Thérèse de Marguenat, más conocida como Madame de Lambert. Pero casi siempre se ha pensado desde la apología o relacionándola con la felicidad. El hilo conductor de esa tradición filosófica, en general, insiste en que puede haber una amistad perfecta o verdadera. Sin embargo, en La pasión de los extraños. Una filosofía de la amistad,[1]Marina Garcés afirma que, para acercarse a sus enigmas y así ampliar sus sentidos, tendríamos que distanciarnos de esos ideales. Para ella, más que en su idealización o en su visión romántica, la fuerza de la amistad reside en los vínculos a partir de los cuales podemos problematizar aquello que somos. Nos dice que en esa posibilidad de juntarnos con quien no conocemos hay riesgo, pero también potencia de extrañeza. La amistad sería entonces la proximidad entre individuos que, a pesar de estar muy cerca, siguen siendo desconocidos el uno para el otro; residiría en la necesidad de aproximarnos a lo extraño de los demás o a lo desconocido de nosotros mismos.
Es decir, como dice Laura Quintana en Espacios afectivos. Instituciones, conflicto, emancipación[2] se trataría de asumir el esfuerzo de dejarse alterar por las demás y construir un horizonte común, para organizarnos en la resistencia o en la vida misma. En esa capacidad de exposición hacia las demás se despliega el reconocimiento de que es imposible pensar sin otros. Necesitamos arriesgarnos a la pluralidad de historias, de lenguajes, de encuentros y desencuentros, de acuerdos y desacuerdos. Parafraseando a Silvia Rivera Cusicanqui, socióloga, historiadora y activista boliviana, somos un ensamblaje de procedencias, deseos, creencias, razones e historias, con sus pliegues, fracturas, contradicciones, fricciones. Hablar de amistad supone, entonces, reconocer que vivimos en relaciones conflictivas, a la vez que afectivas.
Al parecer las autoridades que gobiernan Donostia/San Sebastián están también empeñadas en que la ciudad se convierta – más si cabe- en otra más de la ya larga lista de destinos turísticos globales para las clases más privilegiadas. Pasar unos días en esa ciudad es definitivamente un lujo, en el sentido más amplio de la palabra, y en su literal significado.
El mismo día que una amiga me enviaba fotos de las “monstruosas” obras del GOe – sobre gustos no hay nada escrito- el nuevo Basque Culinary Center que se está construyendo con beneplácito institucional y a marchas forzadas en una privatizada zona verde, bien común del barrio de Gros, otro amigo me mandaba una foto de un panel publicitario donde una conocida empresa inmobiliaria se anunciaba con un lema aterrador: “Dormir en Dubái. Desayunar en Mónaco. Pintxopote en Gros”. En la parte baja del cartel una proclama subraya los sesenta años que esa empresa lleva “abriendo puertas” (el entrecomillado es mío) al estilo de vida donostiarra. ¡Ay los estilos de vida, cuánto cuento para tan poco sentido!
Aunque, en una primera impresión, ese anuncio parezca un chiste delirante o una broma de mal gusto, lamentablemente, también refleja el mundo que, en una especie de subconsciencia insensible hacia el resto de la humanidad, algunas personas persiguen en sus sueños. Tener avión privado, numerosas propiedades inmobiliarias y coches de altísima gama, repartidos por el planeta, vivir en una permanente burbuja del lujo, volar hacia las estrellas o acudir a diario a restaurantes que, concedidas por Michelin, se precian de tenerlas, se ha convertido en el paradigma de un modelo de vida que se expande en paralelo al aumento de la aporofobia, neologismo acuñado por la filósofa Adela Cortina para referirse al rechazo, al temor y el odio al pobre. Por supuesto, no quiero negar el placer del gozo gastronómico -pocas satisfacciones me son más gratas- incluso de disfrutarlo en un restaurante laureado -también yo lo he hecho en ocasiones y, a mi pesar, tarde o temprano acabaré pasando por el GOe -, ni pretendo moralizar sobre las costumbres privadas de nadie -cada cual es digno de sí mismo, igual que nadie es mejor ni peor que sus propios actos- pero me resulta políticamente preocupante que la excepción y el capricho circunstancial puedan ser vividos como norma de vida.
Se acaba de publicar el catálogo de la exposiciónBosques de memoria/Memoriaren Basoak [1] mostrada hasta hace unos días en el Museo San Telmo de Donostia/San Sebastián. Esta exposición reunió obras de más de veinte artistas de diferentes generaciones y tres archivos históricos, que presentaban imágenes relacionadas con la memoria histórica o con representaciones de las tecnologías de dominación y control social que los regímenes totalitarios imponen para subyugar la vida de las personas. El conjunto de trabajos expuestos partía tanto de experiencias concretas y situadas en el largo ciclo histórico de la dictadura franquista y del periodo conocido como la Transición, así como de otros contextos dictatoriales -en concreto, el argentino y el chileno- que, con sus propias especificidades, parecen dar cuenta de una matriz común de funcionamiento.
Sabemos que toda condición totalitaria, sea cual fuere, se constituye sobre el empleo indiscriminado del terror y la violencia, la ficción ideológica (“una, grande y libre” o “la paz franquista”) y la manipulación de la legalidad. Para conseguir la dominación total de la población, se persigue, criminaliza, silencia o castiga a cualquier persona que, de manera explícita o implícita, no se adscriba al orden establecido. Parafraseando a Michel Foucault en su el célebre Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión[2], me refiero al biopoder, es decir, la capacidad de los Estados para explotar numerosas y diversas técnicas de sometimiento y control de la población. Se trata de producir cuerpos dóciles y fragmentados, mediante la disciplina y la vigilancia, para extinguir el más mínimo atisbo de oposición e impedir cualquier tipo de rebelión.
Hace unas semanas se ha publicado en la página web del Museo del Prado el video de la conferencia que impartí en el marco del II Encuentro ICOM España-CECA, celebrado los días 19 y 20 de abril de 2024. Este texto son las notas que utilicé como base de mi intervención.
Aunque toda mi vida profesional la haya dedicado a la gestión cultural, nunca he sido experto en museos, ni especialista en educación. El principal objetivo de mi trabajo siempre ha sido ejercer como buen «mediador» o, por lo menos, intentarlo. Además, apoyándome continuamente en la inteligencia y conocimiento de otras voces y de sus experiencias; escuchando, aprendiendo y recitándolas, a la vez que procuro crear vínculos vitales o intelectuales y conexiones emocionales, diría Sara Ahmed; contribuyendo a redistribuir la información y los conocimientos, entendidos como bienes comunes, diría Elinor Ostrom; ampliando el campo de lo sensible, diría Jacques Ranciere; entendiendo la educación y la cultura, estrechamente ligadas, como potencias democráticas que permiten poder aprender en libertad a cualquiera, diría bell hooks; tejiendo redes y cuerdas para otras ecologías políticas, diría Donna Haraway; construyendo comunidades afectivas, diría Laura Quintana, en el sentido más acogedor de la palabra, incluso más hospitalario y sanador.
Como se puede comprobar en este mismo texto, mi labor como gestor siempre la he concebido-lo sigo haciendo con mi escritura y mi activismo –más como la de un recitador que autor, más diletante que militante, como costurero o hacker de ideas. He sido un trabajador de la cultura, entendida como derecho, que gestionó recursos públicos en beneficio de una ciudadanía activa e implicada en la transformación social e intentando siempre ser corresponsable con la justicia y la sostenibilidad de la vida- dirían Yayo Herrero y Verónica Gago. Ejerzo mi trabajo básicamente como si fuera un conector, alejándome de cualquier tentación de ensimismamiento o autosuficiencia y, trato de hacerlo, sin autoritarismo burocrático.
Aunque no sea un especialista, también es verdad que, por las funciones de responsabilidad que he desarrollado en diferentes instituciones y en otros tantos proyectos, he estado implicado en políticas culturales muy relacionadas con los museos y con el papel de la mediación y la educación en el sistema del arte y la cultura (en mi caso, ya lo he dicho antes, siempre desde el sector público -asunto éste que, a la vista de cómo se des/dibuja el actual sistema cultural, cada vez es más complicado de ejercer, por los procesos de privatización o mercantilización -incluidos eufemismos varios- imparables que dibuja hoy en día el mapa de influencias, poderes y preponderancias).
Por otro lado, respecto a los contenidos de esta intervención, tengo la sensación de que, prácticamente, casi todo lo que pueda aportar ya lo habréis escuchado muchas veces. Son preocupaciones reiteradas por los equipos de los museos y otras instituciones culturales cuya función es ensanchar el acceso al patrimonio, implicar a las personas en la institución y ampliar el derecho de participación en los bienes culturales. Por tanto, es posible que casi todo lo que os vaya a decir no solo os suene, sino que seguramente ya lo estaréis intentando aplicar en vuestros programas. Así que también hablo desde la prudencia.
Este texto sobre «residencias artísticas» se ha publicado hace unas semanas en Dramática, la revista del CDN (Centro Dramático Nacional). La portada representa una de las performance de la serie Distinguished Anyways de La Ribot, en este caso junto a Juan Loriente. Tuvo lugar en el año 2021 en una de las emblemáticas terrazas de la Academia de España de Roma, una de las instituciones públicas con residencias más emblemáticas de la historia.
El texto comienza con un título provocador que, a su vez, es una proposición política, vitalista y esperanzadora, aunque no optimista: “La mejor residencia artística sería la renta básica universal”. Es decir, un ingreso incondicional que, a modo de sistema de seguridad, recibirían todas las personas desde que naciesen, más allá de otros ingresos patrimoniales o de trabajo e “independientemente de sus relaciones familiares o domésticas”, puntualiza Kathi Weeks en El problema del trabajo. Feminismo, marxismo, política contra el trabajo e imaginarios más allá del trabajo (Traficantes de sueños, 2020) .Una garantía económica para que, a lo largo de toda la vida, cualquiera pudiera desarrollar en libertad sus capacidades o desplegar sus potencias creativas, en el sentido más amplio de la palabra (también podría dedicarse a la vida contemplativa u ociosa). Una forma de derecho social vitalicio con el que, desligando el vínculo entre trabajo e ingresos económicos, se reducirían drásticamente las obligaciones laborales destinadas a cubrir las necesidades vitales.
Weeks insiste en que la actual ética del trabajo, con su discurso individualizador, continúa cumpliendo con la función de transmitir ideológicamente la racionalización y naturalización de la explotación y de legitimar así la desigualdad, en lugar de concebir la cultura del trabajo ─tanto en la fábrica como en los hogares─ como una responsabilidad colectiva, una forma de redistribución justa de los beneficios de las rentas o como una posibilidad para pensar el mundo con otras perspectivas más igualitarias y solidarias.
Según esta catedrática de Género, Sexualidad y Estudios Feministas en la Universidad de Duke, no se trata de negar la necesidad de las actividades productivas, ni de desechar la posibilidad de que haya en todos los seres humanos “un placer” en el ejercicio de sus energías, sino de insistir en que hay otras maneras de organizar y distribuir esa actividad o ser creativos y libres fuera de los límites del trabajo. Entre otras disposiciones económicas de redistribución de las rentas del capital y del trabajo, ella propone dos reivindicaciones básicas que suponen un gran desafío a la idea de que el trabajo debe ser el centro de nuestra existencia: la reducción de la jornada laboral y la instauración de la renta básica garantizada. Esta, a su vez, debería ir acompañada de otras medidas como la implantación de contratos justos, la exigencia del cumplimiento de las leyes vigentes sobre sueldos y duración de las jornadas laborales, especialmente la de aquellas personas con más bajos ingresos, etc. Es decir, formas de trabajo que permitan sostener la vida y que no la absorba. Y así abrir nuevos horizontes que nos obliguen a imaginarnos una vida fuera del trabajo y nos lleven a desear y figurar el mundo en el que queremos vivir.
Es evidente que para extender la renta básica universal serían necesarias otras políticas de redistribución de los recursos y otros modos de producción y consumo. Daniel Raventós, presidente de la Red Renta Básica, sección oficial de la Basic Income Earth Network (BIEN), propone una transferencia de riqueza entre quienes han acumulado más capital y quienes han sido despojadas del mismo. En definitiva, idear y activar procesos para la transformación del modo de producción y acumulación capitalista. De este modo, el conocido axioma pronunciado por Joseph Beuys, “Cada hombre, un artista” (1) , podría hacerse realidad, además, de manera extensiva si ampliamos el sentido de la práctica artística a cualquier actividad manual, artesanal, intelectual, creativa, recreativa o reproductiva que nos acerque a los modos de existencia que queramos vivir y no a los que nos imponen vivir. Santiago López-Petit habla en Amar y pensar. El odio de querer vivir (Bellatera, 2000) desafío del querer vivir” que – añade- es el camino que apunta a la comunidad.
Es evidente que con esa sentencia Beuys plantea superar “el privilegio” del trabajo del artista, acabar con la idea del arte como una práctica aislada para implicar, en potencia, al “cuerpo social” en su conjunto. El objetivo es, evidentemente, liberador y revolucionario. La creatividad, el arte y el pensamiento podrían desplegar todas sus capacidades emancipadoras si viviéramos en una sociedad en la que las condiciones para el desarrollo personal y para la manifestación libre de la creatividad estuviesen aseguradas. Es decir, fuesen la norma y no la excepción. Por tanto, ya no se trata tanto de subrayar de forma aislada únicamente los privilegios de los artistas, sino de luchar por la reapropiación de los bienes comunes para una redistribución más justa y equitativa en una sociedad donde la libertad también se pueda compartir. Si las prioridades vitales de la existencia –alimentación, vivienda, sanidad, educación… – estuvieran cubiertas por derecho, y no al contrario como señalan las tendencias hacia la privatización de todos los servicios, probablemente las relaciones con el trabajo estarían mucho más determinadas por el deseo que por la obligación.
El próximo día 18 a las 19,30 se presenta Diari Barrial en Traficantes de sueños, en su sede de Duque de Alba. Estáis tods invitads. La publicación, en la que se incluye una parte del texto que os adjunto,es una reflexión compartida de 5 años de trabajo de calle en el barrio de la Soledat en Palma, Mallorca. Este conjunto de actividades fue coordinado por el colectivo Aatomic_Lab a quien agradezco su confianza. Hace casi un año, Paco Espinosa y Carles Gispert me solicitaron que escribiese algunas reflexiones sobre el encuentro de Arquitecturas Colectivas celebrado en Pasaia (Gipuzkoa) en al año 2010, bajo la coordinación M-etxea, Lur Paisajistak, Recetas Urbanas y Straddle3, con la colaboración de Hiria Kolektiboa, Todo por la Praxis, Hackitectura y otros colectivos. En el texto aprovecho paara señalar otras experiencias sobre urbanismo y arquitectura social que desarrollamos en Arteleku o en UNIAartey pensamiento. Señalo las que me han parecido pertinentes en relación al contenido del trabajo desarrollado por Aatomic en el barrio de la Soledat.
En paralelo a la historia reciente de la arquitectura y el urbanismo contemporáneo, mi subjetividad en relación a las formas arquitectónicas y espaciales -subjetividad vinculada a mis vicisitudes personales o profesionales e inquietudes políticas- ha transitado desde aquellos años juveniles, en los que la pulsión estética me empujaba a ser un admirador acrítico de cualquier nueva proeza arquitectónica, hasta convertirme en un tenaz analista, cada vez más crítico, de los excesos inmobiliarios que proliferan por el mundo. Una expansión que, a pesar de las continuas crisis causadas por sucesivos abusos financiero-inmobiliarios, pandemias y guerras, se sigue desplegando como si en estas últimas décadas nada hubiera ocurrido en relación la habitabilidad del planeta.
Ha pasado tiempo desde que, acompañando a un grupo de alumnes de COU de la Ikastola Laskorain de Tolosa, viajé a París a finales de los años setenta del siglo pasado para contemplar, entre otras visitas, el rutilante y recién inaugurado Centro Nacional de Arte y Cultura Georges Pompidou, también conocido como Beaubourg y, en sus aledaños, la nueva zona comercial Les Halles. Entonces, para mi sensibilidad “pueblerina”, aquellos ejercicios de poder monumental representaban formas de ruptura progresista con el pasado conservador. Todavía hoy, en Wikipedia se puede leer que aquellos edificios de París, nuevos paradigmas de la contemporaneidad, se construyeron en “una zona deprimida económica y socialmente”[1]. Un argumento que en la actualidad sigue siendo una de las habituales letanías para señalar y estigmatizar las zonas por donde pronto pasarán las excavadoras, en un nuevo proceso de expulsión, desplazamiento demográfico y destrucción patrimonial, y se alzarán las grúas para iniciar otro ciclo de producción, especulación inmobiliaria y desposesión social. Sin ir más, lejos, recuerdo la visita que hace unos meses al barrio de La Cañada de Madrid ─de la mano de Houda Akrikez, activista y habitante del sector 6, el especialista en urbanismo madrileño Pedro Navarrete y la artista Elena Lavellés─, acompañando a un grupo de investigadoras del proyecto Todas las huellas, la huella. Estéticas energéticas. Este barrio es, probablemente, uno de los paradigmas más relevante de violencia institucional, estigmatización social, segregación racial territorial, con políticas de accesibilidad punitiva, pero también lugar de resistencia comunitaria y activismo reivindicativo. En contraposición a este sur de Madrid, en el norte, con la operación Chamartín, se extiende la ciudad de la acumulación capitalista, la ciudad de los negocios, que quiere parecerse a la “la City ” de Londres, “La Defense» de París “Potsdamer Platz» de Berlín o al 2Distrito 22@2 de Barcelona, por mencionar algunos ejemplos.