Este texto fue publicado el mes de junio en la revista Galde.
En las primeras líneas de El malestar en la turistificación. Pensamiento crítico para una transformación del turismo (Icaria, 2023) -recopilación de textos coordinada por Ernest Cañada, Clément Marie dit Chirot e Ivan Murray─, se explica con claridad que la turistificación consiste en un proceso de transformación socioespacial como consecuencia del crecimiento de las actividades turísticas a las que, desplazando otras necesidades y usos del espacio urbano, queda subordinada gran parte de la vida económica y social de los territorios.


Cuando se afirma que la economía española depende en gran medida de la industria del turismo y de la construcción, no se desvela nada nuevo. Desde la década de 1960, y de forma más acelerada desde los años noventa, hemos sido testigos de cómo las costas de nuestro país, sobre todo la mediterránea, se han ido abarrotando de urbanizaciones y hoteles, y han ido surgiendo nuevos ramales de carreteras, autovías y autopistas. También hemos visto como los centros de muchas ciudades del interior se han convertido en espacios abigarrados, uniformes y previsibles, con todo tipo de establecimientos comerciales franquiciados, cadenas de hoteles o residencias habitacionales temporales y desarraigadas.
Más de la mitad de los turistas llegan de otros lugares del mundo, lo cual implica también una alta incidencia en las actividades económicas dedicadas a la movilidad, inversiones en aeropuertos, nuevas redes ferroviarias para trenes de alta velocidad que acorten el tiempo de desplazamiento entre las ciudades. Del mismo modo, esta multiplicación incesante de flujo humano temporal ─vinculado sobre todo al ocio y al tiempo libre─ obliga a ampliar los recursos destinados a todo tipo de servicios públicos que, en parte, redundan en el empeoramiento de las prestaciones destinadas a las poblaciones que viven en esos lugares en régimen de permanencia estable.
Leer más: EL MALESTAR EN LA TURISTIFICACIÓNEl sector del turismo en España ocupa a casi tres millones de personas, el trece por ciento de la población laboral, y el de la construcción, a un millón y medio. Durante décadas, ambos sectores industriales han constituido el motor principal de la economía y, según las estadísticas más recientes, esta tendencia tiende a crecer con el beneplácito de las instituciones públicas y el regocijo empresarial. Ni las evidencias de grave inestabilidad social y económica causada por la crisis financiero-inmobiliaria de la primera década de este siglo, ni la ocasionada por la pandemia de la COVID-19 han alterado un ápice las grandes decisiones políticas y empresariales en relación con una posible transformación de ese modelo económico. De hecho, asistimos a una vuelta de tuerca más en la aceleración de los procesos de turistificación.
Ante los resultados económicos de este crecimiento, en principio beneficiosos para la creación de empleo, –aunque sea con altas tasas de temporalidad y bajos salarios–, y la aquiescencia de casi todas las fuerzas políticas, parece muy complicado plantear la transición hacia otro tipo de economía más vinculada a la sostenibilidad integral de la vida. La relación de posibles alternativas es muy amplia, sin embargo, más allá de triunfalismos cortoplacistas, es evidente que esos responsables políticos tan satisfechos con la “marca España”, convertida en el reposo de millones de visitantes, tendrían que darle más de una vuelta al futuro de nuestra economía si no queremos que el juguete se rompa otra vez antes de lo previsto, como ya pudimos comprobar en las dos últimas crisis citadas.
Más allá de los beneficios laborales a corto plazo, se están observando otros efectos muy alarmantes en relación con la pérdida de calidad de vida de ls habitantes de las zonas más afectadas. Es evidente que la turistificación ha dado lugar a un creciente malestar social que concentra en el turismo la percepción de pérdida de derechos y de posibilidades de una vida digna en cada vez mayor número de ciudades.




Estos meses miles de personas en Canarias, Palma de Mallorca, Málaga, Santander, Donostia o en el barrio de Lavapiés de Madrid han salido a la calle para reclamar un cambio en el modelo económico. En las manifestaciones se evidencia el descontento producido por los bajos salarios, la inestabilidad del empleo, las dificultades para acceder a una vivienda, las deficiencias de los servicios públicos o los problemas de movilidad causados por la masificación y la saturación del territorio. Incluso algunos políticos locales, conscientes del aumento del descontento ciudadano, han comenzado a pensar medidas para poner límites al desbordamiento de problemas que produce la turistificación. Casi todas han sido pequeñas regulaciones que no afectan a la estructura económica del sistema.
Parafraseando a Cristina Oehmichen, del Instituto de Investigaciones Antropológicas de Ciudad de México, no podemos perder de vista que el turismo, como fenómeno global que articula una infinidad de prácticas económicas, sociales, identitarias, culturales y simbólicas relacionadas con la experiencia del viaje y el consumo, es un sistema complejo y, la vez, dinámico que opera como punta de lanza del capitalismo avanzado. Como tal, es una economía que no tiene límites en la explotación desmedida del territorio, la expansión artificial de las ciudades, la extracción de recursos naturales y la desposesión humana. Penetra desde los espacios históricos más emblemáticos y consolidados de los centros urbanos metropolitanos, hasta los parajes y rincones más apartados del planeta, imprimiendo nuevas y variadas formas de uso del territorio.
En el caso español, siguiendo a Rubén Martínez Moreno de La Hidra Cooperativa, la conversión de la vivienda y el suelo público en activos financieros fueron y siguen siendo la médula espinal del sistema. Además, la construcción de vivienda turística, junto a grandes infraestructuras de movilidad, así como la proliferación de eventos y megaproyectos de transformación urbana se insertan en esa misma lógica de acumulación que, en consecuencia, han supuesto niveles altísimos de consumo de recursos no renovables y una erosión de los entornos de alto valor ecológico. Se podría citar muchos ejemplos, pero por mencionar algunos vito la construcción del Gastronomy Open Ecosystem (otro Basque Culinary Center) en pleno centro de Donostia/San Sebastián, lamentablemente ya en plena obra; el segundo espacio que el Museo Guggenheim pretende edificar en la biosfera de Urdaibai en Bizkaia o el Hard Rock de Tarragona.
Los coordinadores del libro citado señalan que la turistificación de nuestras sociedades amenaza la vida y las posibilidades de su reproducción. El turismo se ha convertido en un riesgo creciente para la sostenibilidad de la vida. Sin embargo, también advierten que, de manera a veces engañosa, frente a los problemas causados por la saturación turística, se señala al turista individual y su comportamiento como el principal problema. Según ellos, esta conclusión parcial, separada del resto de las partes implicadas en la ecuación económica, es una acusación interesada para poder desviar el fondo real de la cuestión. Si el foco lo situamos únicamente en la masificación -insisten- la respuesta tiende hacia una política que prima la selección del turista en función de su poder adquisitivo y su comportamiento virtuoso. Las consecuencias son conocidas: la elitización para privilegiados o, en la otra cara, la responsabilización política de la decisión individual. De este modo se oculta lo que realmente está en juego: la estructura económica del sistema, la acumulación de los beneficios del capital y los entramados empresariales, políticos, comunicativos y académicos a su servicio.
Por tanto, para fortalecer las capacidades de resistencia a los procesos de turistificación, es más urgente comprender bien la naturaleza compleja del fenómeno y el funcionamiento cambiante de sus dinámicas, así como todas sus implicaciones sociales. Necesitamos construir alternativas en las que este tipo de actividades, relacionadas con el derecho al viaje y al ocio, puedan estar al servicio de la mayoría social sin comprometer los recursos finitos de un planeta cada vez más tensionado. Ampliar preguntas y perspectivas es hoy una tarea urgente del compromiso intelectual que desde perspectivas emancipatorias se plantea cómo abordar un mundo en vías de turistificación.
El crítico cultura Mark Fisher en Realismo capitalista (Caja Negra, 2016) frente al narcisismo moderno para el cual el mundo se ofrece como un mercado al servicio de la satisfacción ilimitada de los deseos humanos, no hacía más que convocar una imagen epicúrea del placer y del hedonismo con una conciencia plenamente consecuente de los límites de los recursos energéticos y naturales que podemos consumir. Sin caer en una elitista exaltación del ascetismo de la frugalidad, que pasa por alto la misera condición de un buen porcentaje de la humanidad, la transición ecosocial implica también buenas dosis de renuncia.





















