A PROPÓSITO DE «HEMENDIK HURBIL/CERCA DE AQUÍ» DE CLEMENTE BERNARD

Este texto corresponde a las notas que utilicé en la presentación del libro Hemendik Hurbil / Cerca de aquí (Alkibla, 2023) de Clemente Bernard. Tuvo lugar el día 6 de junio del año 2024 en el Museo San Telmo de Donostia/San Sebastián y en la mesa estuvieron también el propio autor y la politóloga Laura Gómez, especialista en temas de igualdad y democratización institucional. El libro contiene 470 imágenes sobre algunos hechos del denominado conflicto vasco, tomadas en directo entre 1987 y 2018. Se edita acompañado de cien breves textos de personas que vivimos, de una manera u otra, aquellas circunstancias históricas.

Estos días, en la «Virreina. Centre de la imatge» de Barcelona, con el mismo título, se ha presentado en formato exposición, comisariada por Carles Guerra. Ambos dispositivos de representación ponen de relieve el carácter fuertemente empírico de un tipo de fotografía que exige estar en el lugar de los hechos, en esos instantes en que―como dice el propio fotógrafo―la violencia adolece  de una viscosidad perversa.

La primera vez que tuve ocasión de hablar con Bernard sobre el contenido del libro le comenté que, según pasaba las páginas y leía los textos, me atravesó una especie de temblor indecible. Un silencio ensordecedor de impotencia histórica e indignación política que, por supuesto, tenía que ver con mi propia vida, con el acontecer de aquellos acontecimientos trágicos que muchs compartimos y por las maneras traumáticas con las que tuvimos que hacer frente a aquella realidad, entre gritos de indignación pública y mutismos privados incomprensibles. Por supuesto, la percepción que tuve sobre el libro estuvo determinada por mi propia memoria personal, a su vez, influenciada directamente por los hechos y, sobre todo, por la firme posición enfrentada que, durante aquel largo periodo de la historia, mantuve contra la estrategia militar de ETA y las políticas de la izquierda abertzale. Desde luego, también con mi oposición a las derivas autoritarias, de guerra sucia, que el estado empleó en muchas ocasiones. 

En decir, en cierta manera, son producto de mi “imaginación” pero no entendida como fantasía o frivolidad sino, en su sentido constitutivo, en su intrínseca capacidad de potencia realista, materialista y dialéctica o, como dice Jacques Ranciere en El reparto de lo sensible. Estética y política (Prometeo, 2014) como la condición para que lo real pueda ser pensado. Como dice también George Didi-Huberman en Cuando las imágenes tocan lo real, es una enorme equivocación querer hacer de la imaginación una simple facultad de desrealización. La fotografía, sin duda miente porque siempre es parcial y “enfocada” – o si queréis, en cierto modo, intencionadamente des/enfocada, como las de Bernard-, pero también dice la verdad porque, a pesar de todo, permite comprender mejor la complejidad social de los hechos que re/presenta, aunque sea en forma de un simple destello.

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¿DE VERDAD HACE FALTA OTRO MUSEO GUGGENHEIM EN URDAIBAI?

El domingo pasado me entrevistaron en Radio Euskadi, junto a Eider Gotxi, una de las portavoces de Guggenheim Urdaibai Stop, la plataforma ciudadana que lleva meses movilizándose contra la construcción de un nuevo museo Guggeneheim en Urdaibai, reserva mundial de la biosfera. Ayer me publicaron en Diario.es una columna de opinion que hoy os comparto, algo más elaboradas, con algunas reflexiones que me concita esta -en mi opinión- descabellada operación.

Urdaibai es un territorio de la costa cantábrica en Bizkaia, un ecosistema excepcional de acantilados, montañas, playas, ríos y aguas subterráneas donde la vida animal y la humana conviven en un paisaje especial que, sin duda, con proyectos tractores de estas características vería alterado sustancialmente su precario equilibrio ecobiosistémico.

Parece ser que el proyecto está ya muy avanzado. Por lo poco concreto que hasta ahora se conoce, la operación implica derruir dos edificios en ruinas y, sobre ellas, construir sendos equipamientos. El primero, que ya se ha derribado, era la fábrica Dalia, histórica empresa cubertera de Gernika, y el otro, un antiguo astillero que se ubica en Murueta, en la misma desembocadura de la ría de Gernika, zona especialmente sensible y vulnerable de la reserva. Como entre ambos equipamientos hay seis kilómetros de distancia, para conectarlos, el proyecto conllevaría la creación de varias infraestructuras viarias -a las que denominan “verdes”- una pasarela peatonal, a modo de palafito para que el tránsito de personas no afecte a las dunas, y un tren eléctrico ─¡cómo no sostenible!─, que, junto a los párquines para coches y automóviles, facilitarán la llegada de miles de personas a esta zona protegida.

Los primeros pasos ─algunos acuerdos políticos, provisión de presupuestos (incluidos fondos europeos destinados por el gobierno de España, paradójicamente, para la transición energética), modificaciones de normas urbanísticas, derribos, etc.─ se están llevando a cabo de forma subrepticia y con muy poca información contrastada. De hecho, más allá de algunas generalidades sobre la excelencia de la propuesta liderada por la Fundación Guggenheim Bilbao, no se conocen datos concretos en relación con el programa arquitectónico y de contenidos. Sin embargo, aunque algunos responsables políticos dicen desconocer el alcance real de la operación, el proyecto cuenta con un respaldo institucional casi unánime. Es decir, una confianza plena ─se podría decir también ciega─ en la marca de titularidad privada ( confío en que las dudas sobre el proyecto que mostró hace unos días el Ministro de Cultura, Ernest Urtasun, tengan algún efecto en las decisiones que vaya a tomar el gobierno de España).

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NO HAY DERECHOS CULTURALES SIN JUSTICIA SOCIAL

Nota: texto publicado también en ctxt.es el 4 de septiembre.

Desde que a mediados de los años setenta fui responsable de la biblioteca pública municipal de mi pueblo, Tolosa, y unos años después primer director de la Casa de Cultura Antonio Maria Labaien Kultur Etxea hasta la reciente presentación del Plan de Derechos Culturales, promovido por el actual Ministerio de Cultura, la cuestión del acceso y democratización de la cultura es el tema y la preocupación más recurrente entre las personas que nos dedicamos a la gestión cultural.

Es cierto que se ha avanzado mucho en la ampliación de derechos, pero seguimos constatando que aún falta mucho por hacer. ¿Por qué, a pesar de todos los esfuerzos institucionales, planes estratégicos, congresos, laboratorios, etc., hay tanta gente que se queda al margen de lo que entendemos por cultura? ¿No será que cuando afirmamos el derecho a la cultura, con demasiada frecuencia, olvidamos enunciarlo junto a la exigencia de otras políticas económicas que amplíen la justicia social? ¿No será que seguimos pensando esos derechos como si el sistema cultural fuera autónomo e inmune a la economía capitalista en la que se inscribe y desdeñamos que reproduce los mismos mecanismos de desigualdad y genera las mismas lógicas de segregación y exclusión, incluidas las propiamente culturales?

Las instituciones culturales -sean las que sean en su extensa diversidad y condición económica- no son entidades separadas de la vida, más bien son campos dialécticos donde se dirimen formas opuestas de concebirla. Aunque cierto idealismo nos haga pensar lo contrario, no están aisladas de la realidad, de su dinamismo y composición social, sus problemas humanos, tensiones políticas y encrucijadas culturales. Si la pretensión es ensanchar los derechos culturales, abrir más las instituciones, hacerlas más permeables, escuchar mejor todo lo que las circunda, deberíamos aceptar, de partida, la condición expuesta de cualquier experiencia cultural y asumir que siempre están afectadas por el contexto social y económico en las que se inscriben para, de ese modo, poder aplicar políticas de redistribución más justas y equitativas.

Soy consciente de que ni el Ministerio de Cultura, ni los departamentos culturales de las comunidades autónomas o de los ayuntamientos, y mucho menos las instituciones culturales que de ellos dependen, tienen potestad para modificar el sistema económico y aplicar otras políticas de redistribución de las rentas del capital y del trabajo o derogar la ley de extranjería -por poner dos ejemplos de discriminación social. Sin embargo, sí tienen responsabilidad a la hora de exigir a los gobiernos correspondientes otras políticas que puedan atenuar las dificultades que numerosas personas tienen para participar o ser activas en la “vida cultural”, por lo menos como la entendemos desde las convenciones del sistema (dicho sea de paso, la diversidad de formas culturales existe más allá de las instituciones y se manifiestan a través de sus propias dinámicas, muchas veces alejadas o, al margen, de las propuestas hegemónicas).

Políticas que, como está tratando de implementar con muchas dificultades el actual gobierno, impliquen contratos dignos y salarios justos, cumplimiento de las leyes vigentes sobre duración de las jornadas laborales, reducción del tiempo de trabajo, ampliación de rentas sociales (mejora de las pensiones y del ingreso mínimo vital o, yendo más allá, la puesta en marcha de la renta básica universal), para poder reducir la pobreza, mejorar las condiciones de vida y, de ese modo, ensanchar las potencias de la subjetividad creativa. Políticas económicas que, del mismo modo, acompañen a políticas fiscales que deberían favorecer a los más débiles de la cadena productiva y exigir más a los que más acumulan o concentran capital y recursos.

Me refiero a políticas que defiendan a los sectores más frágiles y desprotegidos del tejido social y creativo. Políticas que incentiven más las iniciativas pequeñas y distribuidas en el territorio, con el apoyo a asociaciones, cooperativas, colectivos o pequeñas empresas, eventos y festivales, etc. y menos a los macro eventos centralizados. Alguna vez he comentado que más valen diez mil actividades para cien o mil personas que cien macro eventos para cien mil.

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FESTIVAL RESIS DE A CORUÑA. LA EXPERIENCIA DE ESCUCHAR MÚSICA CLÁSICA CONTEMPORÁNEA EN VIVO

Por una coincidencia de los astros biográficos este año he tenido la ocasión de estar presente en una de las jornadas más importantes del “Festival RESIS de música contemporánea y artes vivas” de A Coruña, dirigido por Hugo Gómez-Chao, residente de la Academia de España en Roma durante el curso 2022-2023. En uno de mis viajes que, como patrono de la institución, realicé para visitar los estudios de les artistas y conversar sobre sus respectivos proyectos, este joven compositor ya me comentó que estaba pensando dedicar la edición de este año al músico veneciano Luigi Nono.

También me dijo que, entre las actividades previstas, tenía mucho interés en hacer una exposición sobre el compositor con la colaboración de algunas compañeras de generación que, por diferentes razones, pudieran tener concomitancias conceptuales con aspectos concretos de la vida o la obra de Nono. Así fue como, comisariada por el propio Hugo y coordinada por Cristina Esteras -también exbecaria de gestión cultural de la Academia- se vincularon al proyecto artistas como Marta Azparren y Marcelo Expósito, y la escritora Andrea Valdés para participar en la muestra (adjunto el texto Cruce de caminos en compañía de Luigi Nonno que en su momento escribí como material de sala para la exposición).

Durante los dos días de estancia en A Coruña, coincidí con Francisco Jarauta que participó, junto al crítico musical Paco Yañez, en un diálogo con Serena Nono sobre la película documental I film di familia, realizada por ella misma en recuerdo de su padre Luigi y su madre Nuria Schönberg, hija de Arnold, el célebre compositor. Jarauta fue amigo personal de Nono y, aún hoy, mantiene una relación afectuosa con su familia, y una especial vinculación intelectual con el filósofo Massimo Cacciari, muy cercano al autor. También andaba por allí Josetxo Silguero, componente y fundador del magnífico y excepcional cuarteto de saxofones Sigma Project. Precisamente, fue él quien el año 2002 encargó al compositor Alberto Posadas la obra Versa est in luctum (2002), interpretada en el festival de manera magistral por “Arxis Ensemble”, junto a Guai ai gelidi mostri (1983) del propio Nono y Fury II (2002)de Rebeca Saunders, más la magnífica Duo Seraphin (1610) de Claudio Monteverdi. Estas cuatro piezas configuraron el programa “Guai al gelidi mostri”, cita que remite a un fragmento de Asi habló Zaratustra de Friedrich Nietzsche, cuya traducción podría significar algo así como ¡Ay el más frío de todos los monstruos!

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Tuve la oportunidad de estar presente en los ensayos matinales y, por la tarde, en el concierto que, por la intensidad de muchos momentos, fue muy emocionante y también, quizás, conmovedor y, hasta cierto punto, helador por su intenso dramatismo, respondiendo así, tal vez, al título nietzscheano que el propio Hugo puso al programa. Las dos sesiones tuvieron lugar en el paraninfo del rectorado de la universidad, un escenario abierto al paisaje atlántico que, aquel día nublado, añadió una potencia poética inesperada a la interpretación de las obras. Para mí, fue una experiencia inédita. Aunque de vez en cuando suelo asistir a conciertos de música clásica contemporánea, nunca había tenido la oportunidad de participar directamente en una larga sesión de trabajo, donde los matices de ejecución sonora son fijados para obtener el mejor resultado posible. La interpretación que hizo el conjunto “Arxis Ensemble” fue de una belleza sonora extraordinaria. La dirección de Bas Wiegers, invitado especialmente para la ocasión, añadió una energía expresiva admirable que, además,  adquirió matices vocales excepcionales con la presencia especial de las contraltos Noe Frenkel y Elisa de Toffol, según comentaban, una de las más destacadas intérpretes de la música de Nono. 

Entre pasillos también tuvimos la oportunidad de hablar sobre la excelente calidad del programa del festival y de la situación delicada, por no decir, desatendida en la que se encuentra la música clásica contemporánea en España. Un contexto institucional que no se corresponde con la importancia de gran parte de los compositores y, cada vez más, compositoras contemporáneas que a duras penas intentan mostrar sus obras en España.(en gran medida, sus vidas profesionales se desarrollan en países donde la música de compositores vivos tiene un mayor reconocimiento y en los que existe también una tradición institucional más esmerada a la hora de programar música contemporánea).

En los pasillos del festival también se podía escuchar el lamento, casi unánime, sobre las condiciones profesionales en las que, salvo excepciones, son contratados las agrupaciones musicales y sus componentes o son retribuidos ls compositores. Por otra parte, en este marco de inseguridad, las agrupaciones contemporáneas tampoco encuentran muchas facilidades para estabilizar su existencia y dar continuidad al trabajo. La mayoría de componentes tienen que compaginarlo con la participación en otras orquestas o impartiendo clases de música.

 Además, al contrario de lo que se pudiera pensar, en España el apoyo a la música contemporánea no solo no ha ido en aumento, como se podría esperar, sino que ha disminuido en términos cuantitativos y cualitativos. En el panorama musical cada vez hay menos festivales y cada vez menor interés en programar a autores vivos, incluso en el marco de otras programaciones generales dedicadas a la música clásica.

Sin ir más lejos, coincidiendo con Resis se comenzó a difundir por diferentes medios de comunicación el programa del Ciclo Sinfónico que la Orquesta y Coro nacionales de España va a presentar esta temporada en el Auditorio Nacional de Madrid. Son veinticuatro conciertos y se van interpretar obras de cincuenta y siete autores, de los cuales algunos repiten: Beethoven, Berlioz, Brahms, Mahler, Mendelssohn, Mozart, Rajmaninov, Ravel, Schumann o Strauss. Del total de la programación únicamente diez son compositores vivos, tres mujeres (en estas dinámicas conservadoras a la hora de programar repertorios, más o menos reconocidos, se producen otras anomalías como que rara vez se reponen las obras contemporáneas encargadas lo largo de los años a artistas vivos).

En este contexto, no podemos perder de vista que casi todas las orquestas son, en gran medida, financiadas con recursos públicos, lo cual me parece estupendo, si no fuera porque tengo la sensación de que el sistema de orquetas y festivales de música clásica, igual que sus programaciones, se han quedado algo anclados en la historia. Si hiciéramos un repaso por la actividad de las treinta y cuatro orquestas sinfónicas restantes que hay en España, estoy seguro que la mayoría de ellas repiten parecido repertorio de autores, incluso de obras. No me atrevo a decir todas, porque hay excepciones como la JONDE, la Joven Orquesta Nacional de España, bajo la dirección artística de Ana Comesaña, que suele incluir más obras de artistas vivos, como lo hace este año con el propio Hugo Gómez Chao o Javier Quislant, ambos recientes becarios de la Academia de Roma.  

No hay duda de que es mucho más fácil dejarse seducir por el sonido de las grandes obras musicales de la historia o por las más populares, por haber sido mucho más difundidas, pero también es necesario dejar constancia de que la música, en su conjunto, y la clásica, en concreto, no habría evolucionado si no se hubiesen incorporado, en el proceso histórico, tantas innovaciones sonoras y formales, fundamentales para comprender la actual diversidad y complejidad musical, en todas sus expresiones.

Es evidente que el peso de la historia, con todas sus aristas – las tradiciones, el poder, el estado, el mercado, la industria etc. – determina la cultura hegemónica, pero el arte tiene, a su vez, la responsabilidad de abrir las potencias de lo que todavía estar por formalizar y nombrar o descubrir sonidos que aún no percibimos, incluso renombrar o hacer sonar aquello que dejamos atrás y puede volver a relampaguear en el instante de su cognoscibilidad, diría Walter Benjamin. Como dice José María Sánchez-Verdú en el prólogo de Cartografías de la música contemporánea (Oralia, 2023) recopilación de textos realizada por Paco Yañez y Joan Gómez Alemany, el devenir de la creación musical -como algo vivo en su sociedad y en su tiempo- no está exenta de una organicidad y evolución continuas.

Para el poder cultural -por lo menos el que responde al mandato de las políticas públicas- es mucho más fácil acomodarse en las inercias solícitas de la historia, pero también deberíamos exigirle ser más consciente del devenir artístico presente, sin cuya potencia creadora la cultura sería, únicamente, repetición complaciente. No dudo de que el patrimonio se protege con el cuidado, pero también se enriquece prestando atención a las formas artísticas que en el futuro podrían sumarse al común acervo cultural.

Desconozco los presupuestos que el estado y el resto de las administraciones públicas destinan al fomento de la música y, menos aún, lo que dedican a los ámbitos específicos de un sistema tan grande como el musical. Tampoco conozco con detalle cómo se establecen las prioridades y cuáles son los compromisos institucionales a los que obliga al mantenimiento de todas las instituciones musicales, pero lo que tengo claro es que, sin ampliar la diversidad y ensanchar la complejidad artística, el patrimonio cultural se empobrece y homogeniza. Por cierto, la palabra «resis», el nombre del festival de música contemporánea y artes vivas de A Coruña, comparte raíz semántica con resistencia. ¡Qué sea por muchos años!  

ARTE Y VIDA EN MARÍA CUETO

Antes de entrar en materia -nunca mejor dicho- me gustaría comentar que, a pesar de mi educación sentimental, profundamente idealista – esa que nos abría las puertas del cielo, de dios, la verdad, la belleza o la revolución-, desde hace muchos años, mis herramientas conceptuales para interpretar la vida y sus formas -incluidas las formas artísticas de María Cueto– son, en gran medida, dialécticas y materialistas. El idealismo estético nos ha educado, nos ha in-formado a la hora de mirar el mundo y, en mi caso, he de reconocer que, aun sabiendo que nunca cejo de perseguir la verdad o la belleza, siempre se me escapan. Así que, como Sísifo, lo vuelvo a intentar una y otra vez. 

Para explicar mejor lo que entiendo por materialismo, alguna vez he llegado a decir que Venecia, invadida por turistas, deshabitada y vaciada de vida comunitaria, estéticamente hablando, me interesa mucho menos que Algeciras y su extensión el Campo de Gibraltar, territorio que visito muy a menudo, con sus paradojas sociales y tensiones políticas, su paisaje urbano atravesado por la condición histórica de la industrialización franquista, o su excepcional -“bello”- entorno natural, epicentro de un espacio geoestratégico transfronterizo fundamental para pensar el desarrollo del capitalismo fósil y sus consecuencias en la configuración democrática de Europa y de África.  

Por poner algún ejemplo cercano, aquí en Donostia/San Sebastián, dialogando con Rita Unzurrunzaga, de la galería Ekain de María Cueto, y Julen Recondo, reconocido medioambientalista -precisamente en Cristina Enea, pionero Centro de Recursos Medioambientales- me atrevo a afirmar que en tiempos de emergencia climática o aceleración de la vida me resultará difícil “contemplar” la arquitectura del nuevo GOE (Gastronomy Open Ecosystem) otra factoría del Basque Culinary Center. Por mucho que el edificio esté firmado por prestigiosos arquitectos internacionales y el resultado formal pueda sumarse a la lista de arquitecturas famosas y espectaculares. Desde mi punto de vista, cada vez más, la fama de las formas y el espectáculo de la retórica arquitectónica – también los excesos de la gastronomía- ocultan la incapacidad ética para ser consecuentes con las necesidades políticas y ecológicas que, actualmente, nos plantea abordar la crisis climática y el regimen económico y social que la está provocando.

Por tanto, para continuar y situar mejor mi análisis de la obra de María Cueto, me atrevo a decir que, para mí, no existe una belleza absoluta fuera del tiempo ni de las condiciones materiales de vida, ni de las relacione de esta con el devenir histórico.

La Revolución Industrial nos trajo un gran aceleramiento de la vida, disociando el tiempo de la biosfera del tiempo social. Muchos indicadores que nos proporcionan información sobre el estado del planeta sugieren que estos dos últimos siglos hemos acelerado demasiado las máquinas de producción y consumo, aumentado la movilidad física, dispersado la capacidad cognitiva y, en consecuencia, entre los seres humanos han crecido las patologías relacionadas con nuestras maneras de emplear el tiempo: ansiedad, pánicos y fobias, depresión, trastornos del sueño, de la alimentación, desórdenes obsesivo-compulsivo, etc. Parece que estamos sin remedio bajo el dominio del tiempo y, lo que es peor, atrapados en sus prácticas más perjudiciales.    

A la vista del devenir destructivo de determinadas formas de vida, parafraseando a Rüdiger Safranski en Tiempo. La dimensión temporal y el arte de vivir (Tusquets Editores, 2017).  quizás por primera vez en la historia hemos llegado a un punto en el que la atención al tiempo del planeta y al nuestro personal han de convertirse en materia prioritaria de la política. Necesitamos una revolución de su régimen social que incluya la protección ecológica de la Tierra y la posibilidad de mejorar nuestra relación con los respectivos tiempos propios en el plano psicológico, cultural y económico.

Aunque la mayoría de los seres humanos nos empeñamos en ir contra el tiempo y en descuidar nuestra atención al planeta, María Cueto se toma su tiempo a la hora de proponerse el trabajo artístico y, en consecuencia, su manera de vivir. No tiene prisa. Por otro lado, el tiempo físico de sus esculturas, la dimensión temporal que atraviesa los materiales que emplea, es también, a la vez, substancia formal y conceptual. Los sarmientos, las semillas y las hojas contienen su propia memoria y, en cierto sentido, en ellas subsiste la huella de algo previo, a modo de reminiscencia. Cueto trata esos restos materiales consciente de esa condición atemporal, pero también con responsabilidad ecológica en relación a su significado presente. 

Cuando menciono el tiempo físico, me refiero también a su proceso de creación, a la temporalidad concreta que comienza y termina mientras las formas aparecen o al ritmo de su respiración. Modos de hacer que la vinculan a una larga tradición relacionada con los trabajos manuales del tejer. Es un respirar acompasado y, en su caso, solitario, mientras los materiales de la naturaleza con los que trabaja resurgen y resignifican para reconfigurar sus potencias expresivas y simbólicas. Arte y vida van de la mano, nunca mejor dicho.

La materialidad de sus esculturas es esencial a su consciente quehacer artístico, perseverante, pero no precipitado, laborioso, pero no fabril. En ese devenir, Cueto construye una forma política de vida. No me refiero a un arte politizado, sino a una forma política que está en su propia condición de existencia, diría Jacques Rancière. Por la manera en la que Cueto entiende su propia corporeidad laboriosa o se sitúa ante los materiales que recopila de la naturaleza y los convierte en artificios – incluso archivos- o por la forma en la que el tiempo habita sus esculturas y la atención con las que las elabora, estas se acercan también a determinados feminismos materialistas que proponen una ética de la producción pensada en términos holísticos, superando el dualismo cultura-lenguaje versus naturaleza-materia, incluso escena y paisaje. Como para Elisabeth Grosz, en Cueto, la naturaleza es una combinación de materia y vida, elementos inorgánicos y orgánicos, cuya característica fundamental es una evolución sin final. 

Sus evocaciones naturalistas y poéticas, que también podrían sugerir alegorías formales primitivas, son asimismo artificios mecánicos contemporáneos, construcciones móviles desprovistas de cierto romanticismo paisajista, tan característico también del idealismo. En las esculturas de Cueto la naturaleza y la cultura, incluida aquí la tecnología (hay precisión matemática en su elaboración) son como las dos caras de una banda de Moebius, nunca se sabe cuándo acaba la una y comienza la otra; deshacen la fractura binarista entre lo que entendemos por cultura, el objeto escultórico en sí mismo, y por naturaleza, los materiales que lo componen. En cierto sentido, Cueto se situaría más cerca del monismo de Spinoza que del dualismo ontológico de Descartes, para el que primero se piensa y después se actúa; sin embargo, para Spinoza no existen dos órdenes, sino únicamente cuerpos pensantes, ya que pensamiento y cuerpo son atributos de una misma substancia.

Cueto también desarticula la dicotomía entre forma y concepto, incluso la división entre artista intelectual y artesano manual o el artista orgulloso y la humilde artesana, que fundó la modernidad, produciendo una separación artificiosa entre subjetividad artística y juicio estético. Del mismo modo, disloca la escisión entre cuerpo y mente o alma, entre mano y cabeza, entre hacer y pensar, incluso entre razón y pasión o entre el ejercicio de una práctica concreta y la especulación abstracta, entre ciencia y filosofía o arte y pensamiento. Tanto es así que en sus esculturas la materia ocupa un lugar paralelo al de su pensamiento, ella hace pensando y viceversa.

No en vano la misma raíz lingüística de poiéin, deriva en las palabras “hacer” y “poesía”. Giorgio Agamben en El hombre sin contenido (Ediciones Áltera, 2005) señala que los objetos fabricados por un artesano o la producción artística -pinturas, esculturas o poesías- mantienen relación con la noción de poiesis, es decir, toda actividad realizada por el ser humano.

Richard Sennet en El artesano (Anagrama,2005)dice que en la mayoría de nosotros hay un artesano inteligente, todos tenemos la capacidad de hacer un buen trabajo. Según él, “[…] es posible que el término ‘artesanía’ sugiera un modo de vida que languideció́ con el advenimiento de la sociedad industrial, pero eso es engañoso, ‘artesanía’ designa un impulso humano duradero y básico, el deseo de realizar bien una tarea, sin más. La artesanía abarca una franja mucho más amplia que la correspondiente al trabajo manual especializado. Efectivamente, es aplicable al programador informático, al médico y también al artista”.

POLÍTICAS CULTURALES (AUTO) CRÍTICAS.

El sábado 29 de junio, en una mañana casi primaveral, invitado por Javier Mohedano, participé en un encuentro organizado por «Hacemos Córdoda» sobre Necesidad y posibilidad de políticas culturales críticas en compañía de Elena Calvo, Curro Crespo, Marta Jiménez, Azahara Palomeque, Pedro Ruiz y Fernando Vacas, agentes locales vinculades a distintas experiencias personales y colectivas.

Siendo el único de los participantes que no vivía en Córdoba, mi participación la pensé a modo de introducción general, una especie de prólogo que, más allá del necesario derecho a la cultura, permitiera abrir la conversación hacia el debate sobre formas de la política que persiguen la ampliación de todas las formas de justicia social, el reconocimiento y la redistribución.

Inicié mi intervención con una premisa que procuro no olvidar a la hora de plantear políticas culturales críticas y, sobre todo autocríticas (nuestras propias inercias son también responsables de que una parte importante del sistema cultural no se transforme en la misma dirección que otras políticas encaminadas a ampliar derechos sociales o, lo que es peor, permiten que se impongan las que vienen a abolirlos. No hay que ir muy lejos para entender a qué me refiero, cuando hace unos días el presidente de Argentina, Javier Milei, al lado de Isabel Diaz Ayuso, arremetió contra la justicia social). Aunque sabemos que la sensibilidad humana se despliega a través de todo tipo de manifestaciones artísticas y culturales , por tanto, son imprescindibles para nuestra existencia (nos interesen más unas que otras, interpretar o escuchar a Bach, cultivar un jardín, salir a pasear o charlar en un parque, formas de subjetivación del gusto personal sobre las que no pretendo hablar), tampoco podemos obviar, idealizándolas, que las artes y las culturas son también campos dialécticos donde se dirimen formas opuestas de concebir la vida (no es lo mismo un coleccionista de arte cuyos fondos artísticos son objetos para la especulación financiera que la de otro cuya colección se fundamenta en determinada sensibilidad patrimonial, sin ánimo de usura, o simplemente adquirida por el placer estético de disfrutar de algunas obras de arte, de igual modo que no son lo mismo los pequeños propietarios de viviendas que los fondos de inversión inmobiliarios; por cierto en algunos casos coinciden los primeros con estos últimos); producen contraposiciones de sentido (con más o menos voluntad casi todes estamos atrapados en las redes sociales sabiendo que sus propietarios son los mayores explotadores del conocimiento); y obedecen a modelos políticos y materiales muy diferentes y dispares (no debemos olvidar que los fascistas y los nazis fueron unos grandes defensores de la cultura y, actualmente, las extremas derechas utilizan el arte y la cultura como herramienta para defender valores ultraconservadores y reaccionarios). Como dijo en 1971 George Steiner En el castillo de Barba Azul. Aproximación a un nuevo concepto de cultura (Gedisa, 2020) “la adormecida prodigalidad de nuestra familiaridad con el horror es una radical derrota humana”, cita extraída de las magníficas reflexiones de Antonio Monegal en Como el aire que respiramos. El sentido de la cultura (Acantilado, 2022) donde también nos recuerda los siglos de explotación, discriminación y opresión que subyacen al repertorio magnífico de la cultura occidental. 

Por tanto, tampoco podemos olvidar que las instituciones culturales no son entidades separadas de la vida, ni aisladas de la realidad, de su dinamismo y composición social, de las diferencias de clase, con sus antagonismos y encrucijadas culturales, donde también se ponen de manifiesto la segregación económica y el racismo. El sistema cultural no es una totalidad uniforme, ni una unidad de destino universal, por mucho que lo pretenda determinada concepción patriotera de la cultura; no es un sujeto unitario, sino una categoría relacional, un conjunto heterogéneo e irreductible – como la vida social misma- de experiencias individuales y colectivas, espacios o instituciones públicas, privadas o del común, lógicas administrativas, económicas, técnicas y normativas muy dispares; desplegadas además por agentes muy diferentes, con vocaciones y voluntades desiguales, desde empresarios depredadores a pequeñas y medianas empresas o cooperativas socialmente responsables, desde funcionarios ensimismados a servidoras civiles, plenamente conscientes de su papel social y de su responsabilidad en la justa redistribución de los recursos públicos. Es un entramado complejo y plural habitado por intereses y proyectos diferentes, unas veces contrapuestos y otras complementarios, además atravesados por contradicciones que no siempre se resuelven con los mismos parámetros organizativos y económicos.

En Córdoba, no son lo mismo el C3A, la mezquita, el espacio Plástico, el centro social Luciano Centeno, la asociación de vecinos Azahara, el diario Cordópolis o este popular patio privado donde también se realizan actividades públicas. Esas paradojas del sistema cultural, parafraseando a Lucía Egaña y Giuliana Racco, coordinadoras y editoras de La cultura no es una autopista. Los museos podrían ser jardines (2024) ponen en evidencia como un centro de arte o un evento cultural puede proponer una programación aparentemente “revolucionaria” en sus contenidos formales -feminista, ecologista, decolonial etc..- pero precarizadora en sus políticas económicas, incluso reaccionaria en sus actividades sociales, excluyente, elitista, clasista, esnobista o racistas en las políticas de la institución sobre integración, capacitismo, inclusión/exclusión y diversidad; en las condiciones sociales y laborales de usuarios, la equidad y el respeto en el tratamiento, la trasparencia en la gestión de recursos, los procedimientos y la comunicación de convocatorias, programas y actividades, etc.

Además, por mucho que cierto idealismo cultural lo pretenda, la autonomía del sistema cultural es relativa y también está supeditada a las presiones de la economía del mercado y del consumo. Es un espejo de las condiciones materiales de vida y reproduce los mismos parámetros económicos del capitalismo: las grandes industrias culturales al lado de las autogestionadas y cooperativas; la cultura del evento masificador al lado de actividades sociales y culturales locativas; el turismo exógeno al lado de las experiencias sociales o fiestas de la vida comunitaria; el patrimonio cultural entendido como espectáculo y mercado al lado de las instituciones populares (bibliotecas, centro cívicos y culturales de proximidad vecinal, plazas públicas habitables, canchas deportivas de barrio, salas de teatro o de exposiciones etc.); los monopolios tecnológicos propietarios al lado del arte y cultura como patrimonio público o bien común o los medios de comunicación independientes que también forman parte del mercado, entendido como intercambio de bienes y servicios de interés social.

Es imposible separar la cultura de lo que ocurre en la sociedad y, a la vez, tampoco es posible cambiar la segunda sin el papel de las artes y las culturas trasformadoras. Del mismo modo, plantear que la lógica de de la cultura no es la de la economía es compatible – dice también Monegal- con que la cultura movilice una considerable actividad económica. Nadie niega la importancia del mercado en la organización de la vida y, por lo tanto, de la cultura, tan solo reclamo que los límites de su crecimiento sean corresponsables con una redistribución justa entre los beneficios del capital y las rentas del trabajo y con la responsabilidad social de las partes en la explotación de los recursos naturales necesarios para la producción. Por eso, la distribución de los recursos públicos, también debería entenderse como otra política redistributiva que defienda a los sectores más frágiles, fundamentalmente el tejido creativo mas desprotegido, democratice el acceso y amplíe el derecho a la diversidad institucional. Incluso aplicando políticas económicas inversamente proporcionales desde lo pequeño a lo más grande, del mismo modo que las propias políticas fiscales siempre deberían favorecer a los más débiles de la cadena productiva y exigir más a los que más acumulan.

Por lo tanto, para esa necesidad y posibilidad de políticas culturales autocríticas, además de hablar de la cultura como derecho -por supuesto- tendríamos que insistir mucho más en situar nuestras reivindicaciones culturales al lado de las luchas políticas que defienden la reapropiación de los bienes comunes para lograr una redistribución más justa y equitativa y, de ese modo, mantener y mejorar todas las formas de justicia social que posibilitan la vida y, en consecuencia, también las prácticas de las artes y las manifestaciones culturales. Si las prioridades vitales de la existencia –alimentación, vivienda, sanidad, prestaciones sociales, educación, movilidad etc. – estuvieran cubiertas por derecho, y no al contrario como señalan las tendencias hacia la privatización de los servicios públicos (en muchos casos bajo formulas eufemísticas como comentó César Rendueles en su reciente artículo de El Pais La educación pública más allá de la trinchera, probablemente las relaciones con el trabajo y el tiempo libre estarían mucho más determinadas por el deseo que por la obligación. Como dice Remedios Zafra, disponer del tiempo propio debería ser un mandato.

Hace unos meses la revista Dramática, publicada por el Centro Dramático Nacional, me pidió un texto sobre “residencias artísticas” que se publicará próximamente. El texto tiene un título provocador que, a su vez, es una proposición política, vitalista y esperanzadora, aunque no optimista: “La mejor residencia artística sería la renta básica universal”. Es decir, un ingreso incondicional que, a modo de sistema de seguridad, recibirían todas las personas desde que nacen, más allá de otros ingresos patrimoniales o de trabajo e “independientemente de sus relaciones familiares o domésticas”, puntualiza Kathi Weeks en Feminismo, marxismo, política contra el trabajo e imaginarios más allá del trabajo (Traficantes de sueños, 2020). Por supuesto, según esta catedrática de Género, Sexualidad y Estudios Feministas en la Universidad de Duke, la renta básica a su vez, debería ir acompañada de otras medidas como la implantación de contratos justos, la exigencia del cumplimiento de las leyes vigentes sobre sueldos y duración de las jornadas laborales, especialmente la de aquellas personas con más bajos ingresos, etc. Es decir, garantías para que, a lo largo de toda la vida, cualquiera pueda desarrollar en libertad sus capacidades o desplegar sus potencias creativas, en el sentido más amplio de la palabra (también podría dedicarse a la vida contemplativa u ociosa) en relación al reparto de lo sensible, al que, hablando de estética, se refiere Jacques Rancière en El reparto de lo sensible: estética y política (Prometeo, 2014); Forma de derecho-justicia social vitalicio con los que, desligando el vínculo entre trabajo e ingresos económicos, se reducirían drásticamente las obligaciones laborales destinadas a cubrir las necesidades vitales. 

El objetivo es reivindicar tiempo para reinventar nuestras vidas, como un proceso de creación de nuevas subjetividades, con nuevas capacidades y deseos. Weeks propone un movimiento feminista por el tiempo. “Así la reducción de jornada podría consistir en tener tiempo para el trabajo doméstico, el trabajo de consumo y el trabajo de cuidados; tiempo para el descanso y el ocio; tiempo para construir y disfrutar de una multitud de relaciones de intimidad y socialidad intrageneracionales; y tiempo para el placer, la política y la creación de nuevas formas de vida y nuevos modos de subjetividad. Podría imaginarse en estos términos como un movimiento por el tiempo para imaginar, experimentar y participar en los tipos de prácticas y relaciones –privadas y públicas, íntimas y sociales─ que ‘queramos’”

De este modo, el conocido axioma pronunciado por Joseph Beuys, “Cada hombre (persona) un artista” podría hacerse realidad, además, de manera extensiva si ampliamos el sentido de la práctica artística a cualquier actividad manual, artesanal, intelectual, creativa, recreativa o reproductiva que nos acerque a los modos de existencia que queramos vivir y no a los que nos imponen vivir.