La crisis económica está afectando gravemente a la financiación de los servicios públicos en toda Europa. Las estructuras que sustentan el estado del bienestar se desmantelan para promover modelos institucionales que permitan la implantación de organizaciones basadas en la eficacia empresarial. Poco a poco se extiende la idea de que todos somos empresarios de nuestras vidas y que estas tan solo son un negocio más en un mercado-mundo, donde cada uno es responsable de garantizarse sus propios derechos, desde la cuna hasta la tumba.
Este cambio de paradigma, paradójicamente, se produce cuando los gobiernos de los Estados más afectados por la crisis inyectan miles de millones de euros, procedentes de los impuestos de todos, para salvar a los bancos, cuyos principales accionistas son los mismos especuladores que nos han llevado a la bancarrota; cuando sus fortunas se ocultan sin ningún control en las cuevas de los paraísos fiscales; cuando la concentración de capital está permitiendo la extensión de la pobreza a amplias capas de la sociedad; cuando se extiende el fraude al sistema impositivo que permite financiar los servicios públicos (según fuentes de la investigación, al menos 200 empresarios empleaban la red del chino Gao Ping para blanquear dinero); cuando las ruinas inmobiliarias, que mantienen la ficción de un incierto valor desproporcionado, impiden el acceso a la vivienda de muchas familias sin medios necesarios para vivir dignamente. Además a esta paradoja se añade una curiosa incongruencia porque, cuando la economía va viento en popa, se privatizan entre unos cuantos las ganancias y, cuando hay que pagar las consecuencias del desastre, se socializan entre todos las pérdidas.
Por tanto, a la vista del resultado de ciertas costumbres empresariales, no parece que determinadas maneras de gestionar la economía sean tan transparentes y ejemplares como nos quieren hacer creer. En todo caso, si tuviéramos que reformar nuestro sistema público -cuestión razonable, sin duda- habría que distinguir entre los buenos empresarios, políticos intachables y honrados funcionarios o ciudadanos, y los que han permitido los excesos y desmanes, tanto en el sector privado como en el público. Es decir, no se trataría tanto de sustituir un modelo por otro, sino de compaginar las mejores maneras de ambos, en el marco de una pacto social que nos permita una regeneración ética de las instituciones públicas y privadas.
La Europa que acaba de recibir el Premio Novel de la Paz se construyó sobre la base de un gran pacto entre Estados y sociedad civil, para que nunca más las naciones se enfrentaran entre sí y, a la vez, se pudiera levantar un sistema social de libertades, derechos y obligaciones que nos permitiera pensar en un proyecto político que, por encima de los intereses particulares de individuos y naciones, también permitiera nuestro mejor bienestar comunitario.
Contra esa idea, la mayoría de los gobiernos europeos asumen sin ningún reparo la liberalización del sistema para favorecer políticas del yo sin los otros, del nosotros sin los demás; es decir, la construcción de un enemigo que pueda canalizar la violencia hacia los vecinos extraños o la nación vecina.
Afortunadamente, algunas voces críticas llaman la atención sobre esta desintegración promovida por las mentes más radicales del neoliberalismo que, en su delirio monetarista, más allá de la libertad de las personas, están interesados, sobre todo, en la libertad de circulación del capital y en la disolución de cualquier barrera legal que la impida; una disgregación que empieza con la consiga de que el ser humano, su familia y su clan se valen por sí mismos para gobernar sus necesidades, y como dice Romney, el candidato conservador a la presidencia de EEUU, no necesitamos el Estado.
Estos días Marta Nussbaum ha recibido el premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales. Esta filósofa americana, educada en la mejor tradición del liberalismo ético anglosajón –simpatizante del candidato demócrata Obama- propugna la defensa de la libertad, pero al mismo tiempo que esta extiende sus beneficios a todos los estratos de la condición humana. Sus teorías parten del convencimiento de que las personas, aunque sean diferentes y entiendan el bien de distinta manera, pueden ponerse de acuerdo sobre algunos principios éticos universales que sean aplicables en cualquier lugar del mundo donde se produzca una situación de desigualdad y de injusticia.
Este pacto social por una ética y cultura del bienestar pasaría por la aplicación de políticas públicas que asegurasen el pleno derecho a la vida digna en sociedad, la garantía a la salud, la educación y la cultura, el libre ejercicio de los sentidos, el pensamiento, la imaginación, la investigación y la creatividad, el desarrollo de las emociones, la libertad de organización y asociación, el respeto a todas las especies que habitamos el mundo y, en consecuencia, el control ecológico del medio ambiente. Todo un programa de mínimos que permitiría la consolidación de un mundo mejor, en el que las capacidades personales, el prestigio profesional y el éxito económico individual, fueran compatibles con la justicia social y el bien común.