No tengo ninguna duda de que el feminismo, más allá de las grandes ideologías, es uno de los movimientos políticos y culturales más importantes de los últimos siglos. Sin la lucha de las mujeres más comprometidas con su libertad, los seres humanos jamás hubiéramos conseguido muchos de los derechos que actualmente se consideran inalienables. Pero a pesar de los progresos, la mayoría de los actos de dominación, discriminación, acoso, control, abuso, aislamiento, secuestro, agresión psíquica, física o sexual y asesinatos en todo el mundo se siguen ejerciendo contra mujeres, porque sus cuerpos aún son un territorio de poder bajo sospecha. Cuerpos que, por encima de su condición biológica, en palabras de Beatriz Preciado, son una somateca, un archivo político y cultural donde se inscriben todas las prácticas de dominación hegemónicas: discursivas, epistemológicas, científicas, farmacológicas, económicas, mediáticas y visuales. Así pues, las prácticas feministas, antiesclavistas, de descolonización, queer, transexuales, transgénero, de tullidos, podrían releerse como movimientos de rebelión somática, formando parte de un proceso de sublevación de cuerpos excluidos del contrato democrático ilustrado.
Como la jurista internacional costarricense, Roxana Arroyo, nos recuerda en «Violencia sexual contra las mujeres», es muy necesario recordar el camino recorrido hasta nuestros días y, sobre todo, apoyar las luchas que todavía se dan en distintos puntos del mundo, porque, aunque parezca mentira, hasta la Conferencia Mundial de Derechos Humanos de Viena de 1993 no se reconoció oficialmente que “los derechos de las mujeres y las niñas forman parte integrante e indivisible de los derechos humanos universales».
El pasado 14 de febrero millones de mujeres de todo el mundo se manifestaron a favor de una vida sin violencia sexual. Seguramente, San Valentín se revolvió en su tumba cuando comprobó como la fiesta de los enamorados, paradigma cursi e interesado donde los haya, se ha transformado en una nueva jornada internacional de reivindicación feminista. Dentro de unos días, el 8 Marzo, «Día de la Mujer Trabajadora», también se volverán a celebrar muchísimas manifestaciones, actos reivindicativos, jornadas de trabajo, conferencias, talleres, en torno a los problemas y discriminaciones que hoy afectan a las mujeres en todos los ámbitos de la vida.
Detrás de los casos particulares de mayor repercusión mediática, se esconde una realidad que afecta a millones de personas. Malala Ysufzai, adolescente paquistaní atacada por los talibanes por defender la educación femenina; Inés Fernández Ortega y Valentina Rosendo Cantú, mujeres indígenas del Estado de Guerrero en México, torturadas y violadas por miembros del ejército; desde 1993, más de 600 mujeres desaparecidas y más de 400 asesinadas en la ciudad mejicana de Ciudad Juárez; en Malí, Azahara Abdou de 20 años, castigada por la policía de Tombuctú a un encierro de un mes y diez latigazos diarios por no vestir adecuadamente, y tras un intento de suicidio, violada entre cinco, por ser muy arrogante; Aya Baradiya, de Hebrón, estrangulada y golpeada por miembros de su propia familia, aplicando lo que, aterradoramente, se conoce como «asesinatos de honor». María Do Fetal de Almeida, de la Comisión Internacional de Mujeres de la Vía Campesina, brutalmente asesinada por su novio en la ciudad de São Paulo en Brasil. Durante la última década, en el Estado español, cerca de 700 mujeres asesinadas por sus compañeros, maridos o novios.
Deniz Kandyoti en «Mujeres en una perspectiva mundial» ilustra diferentes patrones de participación de las mujeres en los sistemas de producción, a través de un análisis comparativo de los casos de África, Asia, América Latina, el Oriente Medio y el Norte de África. Esta especialista turca en estudios post coloniales y políticas de género en el ámbito rural, insiste en recordarnos que determinada concepción de la masculinidad se reafirma cuando los abusos contra las mujeres, de forma violenta y coercitiva, pueden convertirse en un deporte sangriento, tanto en los arrabales de Soweto como en los alrededores de las fábricas de Ciudad Juárez, en las calles de Nueva Delhi o en las avenidas de El Cairo, a lo que se podría también añadir, las calles de Donostia o Sevilla.
No hay duda que, tanto si estos actos de violencia se presentan como crímenes aislados como si se amparan bajo la bandera de movimientos político-religiosos, los Estados y todas sus instituciones publicas están inevitablemente implicados. Tenemos todo el derecho, e incluso la obligación, de apelar a quienes ostentan el poder político y preguntarles cómo, cuándo y por qué, con su templanza, optan por convertirse en actores coadyuvantes de las atrocidades misóginas o en cómplices de los individuos, grupos o movimientos que las cometen. La cuestión ya no se circunscribe a las mujeres y sus cuerpos, sino que apunta a los mismos regímenes políticos, a los diferentes estamentos del Estado, a l@s gobernantes y, en definitiva, a todas las personas. Esa es la razón por la que miles de personas siguen saliendo a la calle, especialmente estos días, y a lo largo del año y de toda una vida. Militantes comprometidas que luchan por un mundo mejor para ellas, en primera instancia, y para tod@s, en consecuencia.
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