VÍCTIMAS QUE NADIE LLORA

 

Después de la Segunda Guerra Mundial, cuando el parlamento de la recién constituida República Federal Alemana planteó la construcción del primer monumento a las víctimas del régimen nazi, se produjo un intenso debate político, social y académico. Fue una profunda discusión en torno a si la escultura pública debía ser sobre el recuerdo a las víctimas judías en concreto o un reconocimiento a las víctimas en general y a la totalidad del terror; entre los defensores del particularismo ético histórico y el universalismo moral igualitario, que se hacía eco del mandato moral de tratar a tod@s por igual frente a cualquier jerarquización. Una buena parte de aquellas reflexiones las recogió en sus libros, Monumentos funerarios e imágenes de la muerte, entre arte y política y Modernidad, culto a la muerte y memoria nacional, el prestigioso historiador alemán, Reinhart Koselleck, experto en iconografía política, conocido también por sus trabajos sobre el uso e interpretación de las imágenes memorialísticas.

Hoy, probablemente, el debate no se plantearía en esos términos, ya que la memoralia monumental tradicional ha dejado de tener tanta relevancia, entre otras razones porque los medios de comunicación, ya hace algunas décadas, abrieron un campo visual mucho más amplio y con mayor capacidad para construir memoria colectiva y elaborar, de forma más sofisticada, los campos simbólicos del reconocimiento popular. De hecho, se podría afirmar que mientras la primera ha pasado a ser un anacronismo del paisaje urbano, los segundos se han constituido, prácticamente, en el referente absoluto y omnipresente.

Dos semanas después del atentando de Boston seguimos recibiendo noticias e imágenes sobre todo tipo de detalles informativos relacionados con los presuntos autores de los hechos, los hermanos Tamerlan y Dzhokhar Tsarnaev. Conocemos su vida y milagros, hemos escuchado a sus padres, amigos y vecinos que nos han descrito, de manera pormenorizada, su forma de ser, costumbres deportivas, aficiones y manías personales. Por supuesto, sabemos quienes fueron las víctimas, las razones que les llevaron a aquel escenario trágico, si eran corredores o simples espectadores. Nos han aleccionado con casi todos los detalles de la operación policial, desde la inmediata actuación de la guardia local, tras el atentado, hasta las posteriores y consiguientes investigaciones internacionales sobre las conexiones terroristas que tuvieran los dos hermanos; y, por supuesto, ¡nos han avanzado los despliegues que están previstos para las próximas pruebas pedestres que tendrán lugar en todo el mundo amenazado!

Casi nunca, por no decir jamás, se produce semejante atención mediática cuando un acto terrorista tiene lugar fuera del mundo occidental y desarrollado. Sin embargo, paradógicamente, según el Índice de Terrorismo Global, publicado a finales del año pasado por el Instituto para la Economía y la Paz con sede central en Nueva York, los tres países más afectados son Irak, Pakistán y Afganistán. Nueve de cada diez atentados en el mundo se producen actualmente en Asia meridional, Oriente Medio y la mitad septentrional de África; zonas subdesarrolladas, pobres, con población predominantemente musulmana y, por tanto, con muy poco interés para los medios de comunicación de masas occidentales.

Aunque parezca mentira, por lo desapercibidas que pasaron estas noticias, el mismo día del atentado de Boston, Al Qaeda mataba en Bagdad, Irak, a más de cincuenta personas. El día anterior hubo más de treinta y cinco muertos en atentados de Al Shabad en Mogadiscio. El posterior, no menos de diecisiete en Peshawer en Pakistán. Todas las víctimas eran habitantes del lugar y, en un porcentaje muy alto, seguramente musulmanes. Casi nada sabemos de esos acontecimientos, nada de sus víctimas. Nadie de Boston, ni de Donostia o Sevilla, ha derramado ni una sola lágrima por su desaparición, ni por las desgracias de sus familiares. Los medios de comunicación han tratado la información de un modo frio, estadístico, como si detrás de los hechos no hubiera personas, vidas truncadas o dolor.

De acuerdo con la lógica productiva de los mass media, no hay duda de que las características excepcionales de los actos terroristas que se producen en los países desarrollados los convierten en un hecho periodístico por excelencia. En cierto modo, el terrorismo es también, en gran parte, una  estrategia de comunicación. Por un lado, determinada industria de la noticia necesita de acontecimientos inusuales que nos afecten directamente y, por otro, los terroristas, autores de gestos brutales y turbadores, necesitan los medios de comunicacion para que sus actos tengan, primero, relevancia pública y, después en consecuencia, se propague su ideología por el mundo. Entre los mass media y el terrorismo internacional se produce una especie de simbiosis anómala o como mínimo un cruce de intereses equívoco. En este sentido, se podría decir que este tipo terrorismo pone al descubierto los límites del periodismo liberal, aquel que prima el acontecimiento mediático, entendido como valor de cambio, sobre el análisis informativo y su verdadero sentido de uso y, por tanto el negocio sobre el rigor de la noticia.

El prestigioso director de cine y lúcido pensador visual, Jean-Luc Godard, en numerosas ocasiones ha dicho algo muy cierto sobre la importancia y la cualidad de la imágenes: creemos que podemos verlo todo, pero en realidad se invisibilizan miles de cosas. En el mismo sentido, el filósofo e historiador del arte, George Didi-Huberman, en su libro Cuando las imágenes toman posición, nos señala que en la  televisión y en la gran industria del espectáculo mediático existe una doble censura de las imágenes. La primera es por falta de luz, la llama subexposición; y la segunda, por exceso, sobreexposición. Este experto en el análisis de las formas visuales  habla de cierta ceguera producida por la saturación de imágenes, que nos impiden ver, por exceso, y que, además, oculta la subexposición de una censura predeterminada; y añade que, para recuperar el sentido político de la mirada y nuestra capacidad de juicio, tendríamos que dejar de ver a través de esa imagen obvia y, mirar desde más lejos, estudiar su historia y sus contextos, ya que las imágenes forman, al mismo nivel que el lenguaje, superficies de inscripción privilegiadas para los complejos procesos memoriales que, de la mano de determinadas estrategias de comunicación, lamentablemente suelen ser muy selectivos, intencionadamente discriminatorios e incluso racistas.

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