Este dibujo de EL ROTO, oportuno como siempre, nos indica que que ya comienza el nuevo curso escolar y, que tal como señalan todos los indicadores, la enseñanza pública corre riesgos de convertirse en una enseñanza cada más pauperizada.
Antes de que todas las alarmas se disparan, allá por el año 2007, publiqué estas dos columnas en el Diario Vasco, avanzando algunas cuestiones que hoy tienen más vigencia, si cabe, que entonces.
Primero La necesidad de educar y detrás Universidad Pública
LA NECESIDAD DE EDUCAR
Hablamos muy a menudo de la necesidad de educar. Una y otra vez, responsables políticos y cargos públicos afirman que la base de muchos de los males que padecemos en nuestra sociedad está en la falta de educación y en la ausencia de valores cívicos y virtudes ciudadanas. Sin ir más lejos, y atendiendo tan sólo a algunas cuestiones que se han planteado estos días en los medios de comunicación, muchas de las respuestas a los problemas derivados del cambio climático y la destrucción del planeta podrían estar en una buena formación ecológica y en una renovada relación de los seres humanos con la naturaleza y el entorno; la desaparición de la violencia machista dependería de una nueva concepción pedagógica en las relaciones de género, es decir, de una modificación sustancial de los usos y costumbres masculinos; la disminución del número de accidentes de tráfico se resolvería con una buena educación vial; la violencia contra el extraño, el inmigrante o el paria se superaría con mucho ejemplo y enseñanza moral; la intolerancia contra el diferente, el que profesa otra religión u otras costumbres se salvaría con el respeto y el conocimiento del otro; la salud general se resolvería con otros hábitos alimenticios y otra relación con nuestro cuerpo. En fin, la educación de la ciudadanía estaría en la base de un mundo mejor, probablemente con menos guerras, con menos diferencias económicas y con una mayor capacidad de socializar en común todo tipo de experiencias humanas.
Si leemos con detención las declaraciones de muchas personas – jefes de gobierno, ministr@s, profesionales – vinculadas e implicadas con diferentes cuestiones vitales para el desarrollo pacífico y armónico de la sociedad en la que vivimos, comprobamos que están plenamente de acuerdo en activar la educación y la formación continua como uno de los motores fundamentales de la organización de la vida.
Y sin embargo, a pesar de ello, parece que la realidad se empeña en demostrarnos todo lo contrario: la educación pierde valor a marchas forzadas, l@s educadores se ven relegados a meros instructores de información enlatada, la escuela se degrada, la universidad se aleja de la sociedad y, en definitiva, el sistema escolar, en su conjunto, se deteriora en beneficio de otras estructuras formativas, más vinculadas al ámbito privado y no sujetas a reglas compartidas, ni a compromisos sociales. Esto supondría una paulatina desaparición del espacio público como lugar de la “experiencia pedagógica común” y por tanto, la fragmentación individualizada del tejido social. Es decir, el triunfo del “mientras pueda, hago lo que me da la gana” o del “yo no tengo porque rendir cuentas a nadie”. Estaríamos a las puertas del éxito definitivo de la ley de la selva.
Cuando analizamos las estadísticas que indican los países donde la educación juega un papel fundamental en el progreso y bienestar de sus ciudadan@s, nos damos cuenta que el esfuerzo que realizan sus gobiernos y su sociedad civil están muy por encima de los nuestros que, por cierto, casi siempre aparecen en los últimos puestos de esas mismas listas. No parece descabellado afirmar que es absolutamente necesario reorientar nuestras prioridades y contemplar, a corto plazo, la renovación de una parte importante del complejo entramado que sujeta la educación de nuestr@s hij@s.
UNIVERSIDAD PÚBLICA
El curso escolar universitario ha comenzado esta semana. Una año más las aulas recobran la vida estudiantil. Esta institución docente, clave en la formación de profesionales, está envuelta en un proceso de redefinición y adaptación al marco europeo. Poco a poco se está avanzando hacia una unificación de criterios y normas que nos permita en un corto plazo la plena armonización con Europa.
Casi todo el mundo cree que la Universidad debe ser un lugar de resistencia crítica frente a todos los poderes de apropiación dogmáticos; un espacio de investigación, reflexión y análisis en el que nada quede a resguardo de poder ser cuestionado; un lugar donde todo se puede decir públicamente, en la medida que se constituye en “espacio público” para la experimentación y la producción de saberes. Su historia se inscribe en un proceso generalizado de instauración de intereses comunes herederos de la Ilustración e instituye la que Jacques Derrida denomina “Universidad sin condición”, soberana y autónoma en relación a otros poderes (señoriales, religiosos, económicos, etc.). La Universidad es, por definición, el marco más adecuado para el desarrollo de la investigación y la formación de profesionales cualificados. Del mismo modo, contribuye a la mejora de la educación de los ciudadanos y es motor del avance de la humanidad. En este sentido, debiera ser una síntesis equilibrada entre servicio público y excelencia individual, democracia social y desarrollo económico, igualitarismo y riqueza. Debe estar al servicio del progreso humano, atenta a las necesidades del mercado y de la economía, también imprescindibles para la mejora de la vida, pero nunca supeditada a sus directrices. Tal y como señaló, a propósito de la Universidad Norteamericana, el economista John K. Galbraith en su libro El nuevo estado industrial: “La Universidad, además de ser refractaria a los patronos autoritarios, considera la empresa como una institución social y el desarrollo no se debe definir tan sólo en términos económicos”.
Sin embargo, contra esa opinión, durante siglos santo y seña del estatus universitario, en los últimos tiempos somos testigos de un preocupante desenfoque del equilibrio comentado y asistimos a una progresiva mercantilización del sistema educativo en el marco de una tendencia privatizadora, justificada desde un previsible aumento en la calidad de la enseñanza. En estos momentos, existe el riesgo de promover un modelo universitario que, bajo el argumento de la excelencia y la competencia, fundamentados en la masificación y la ineficacia, termine imponiendo un tipo de centro elitista y minoritario que reproduzca un sistema discriminatorio y perpetúe la marginalización de amplias capas sociales.
Estas orientaciones no son consecuencia directa de un debate social profundo sobre este asunto, ni acerca de su grado de compatibilidad con los principios de la democracia social, sino de determinadas lógicas económicas, cuyo objetivo explícito es hacer triunfar, en la mayor cantidad posible de sectores sociales las supuestas “leyes de mercado”. La lógica de emancipación y cohesión que se le supone a la universidad está siendo sustituida por una dinámica de competencia empresarial entre distintas universidades que, seducidas por el efecto publicitario de los rankings de reconocimiento, mimetizan sus intereses con los del mercado.
Para los que consideramos que no todo es mercancía, el principal eje de resistencia a esa tendencia dominante pasa, sobre todo, por la defensa del servicio público eficaz. El criterio de “calidad de la enseñanza” vinculado, únicamente a su eficacia económica y a su rentabilidad en el mercado de valores puede, como ha dicho reiteradamente el profesor de la Universidad Complutense de Madrid, José Luis Pardo, entrar en colisión con los fines que por mandato constitucional se asignan a la enseñanza pública en el Estado social de derecho, entre los cuales no es el menos importante el de contribuir a la reducción de las desigualdades sociales en materia de acceso a la educación superior.