El c4 de Córdoba, un ejemplo más de las nefastas consecuencias que han acarreado ciertas políticas culturales de este país. En su momento, y en varias ocasiones, algunos profesionales intentamos que el proyecto se redimensionara y se planteara como una ocasión para repensar los centros de arte y su inserción en el tejido real de las ciudades donde se inscriben. Aquellos intentos quedaron, por lo que parece, en agua de borrajas.
Aquellas reflexiones y por supuesto las propuestas que las acompañaban partían de la premisa política de que el modelo de desarrollo urbanístico y de organización territorial que una sociedad emprenda, refleja y condiciona el tipo de individuo que dicha sociedad construye. Porque entendíamos que las políticas culturales y sus aplicaciones prácticas deben ser o, mejor dicho, debieran ser, en consecuencia, parte de un ecosistema económico, social y político, capaz de responder a la realidad socioeconómica en las que se inscriben. En este sentido, David Harvey, nos ha recordado muchas veces que esta estrecha relación entre urbanización y civilización, de la que ya nos habló Ezra Park, fue sugerida también por numerosos filósofos y escritores del siglo XIX, como Friedrich Engels o Georg Simmel.
Frente a esta concepción de la cultura para los sujetos y no para los objetos, lamentablemente, la dinámica de competencia que durante los últimos años se ha producido en España entre muchas ciudades, condujo a una carrera sin fin por conseguir los “objetos/equipamientos” más grandes, los más espectaculares, o los festivales y eventos más costosos, reduciendo a sus ciudadanos a meros consumidores, sin capacidad de participación y, muchos menos, de intervención; es decir, a una política cultural totalmente despolitizada y cuyo marco de representación habitual suelen ser los innumerables e innombrables eventos, bienales, celebraciones, conmemoraciones y museos de moda.
El C4 de Córdoba ha sido uno de los últimos eslabones de esa cadena de errores a la que ahora, inexorablemente, estamos encadenado.