LA BANALIDAD DEL MAL

Este es mi último texto publicado en la columna mensual del Diario Vasco.

LA BANALIDAD DEL MAL. EL HORROR  QUE NO SE PUEDE MOSTRAR.

En el marco del último Zinemaldi. Festival de Cine de San Sebastián se han presentado varias películas sobre los efectos de la guerra. A lo largo de la historia del cine, la guerra y sus atrocidades han sido siempre un tema recurrente. Desde las primeras visiones en blanco y negro de David W. Griffith sobre la guerra de Sucesión americana en El Nacimiento de una Nación, hasta una de las más recientes -todavía se puede ver en cartelera- El acto de matar de Joshua Oppenheimer (estremecedor relato sobre las masacres del general Suharto en Indonesia), pasando por Apocalypse Now, sobre la guerra del Vietnam, de Francis Ford Coppola, cientos de películas y miles de imágenes en diferentes formatos han intentando describir los horrores que genera la violencia producida por la sinrazón de los vencedores. No en vano, en su Genealogía de la Moral, el filósofo Nietzsche afirmó que nunca hay perdón sin derramamiento de sangre.

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En la exposición  Asedio, incendio y reconstrucción de San Sebastián también se intenta mostrar las consecuencias de las guerras napoleónicas, auténticos vendavales de la historia que arrasaron todo a su paso. El vencedor se ensañó contra la población civil, mediante ejecuciones sin juicio, fusilamientos, violaciones; las tropas saquearon, incendiaron y devastaron pueblos y ciudades. Fue una guerra total, precedente indiscutible de muchas otras que han llegado hasta nuestros días, entonces en nombre de la razón ilustrada y ahora en nombre de determinada concepción de la libertad y la democracia. Es como si La Paz perpetua de Kant, en nombre de una paz idealista, fuera interpretada siempre para justificar la necesidad de la guerra permanente.

Sin duda alguna, Goya, el gran pintor y testigo excepcional de aquella época, –Tzvetan Todorov en Goya. A la sombra de las luces afirma que fue el intelectual más importantes del siglo XIX- fue el artista que mejor supo plasmar aquellos desgraciados sucesos. Los todavía hoy sorprendentes y rabiosamente actuales Desastres de la guerra –que se muestran en la mencionada exposición- despliegan, entre tanta sangre derramada en nombre de dioses, patrias y presuntas libertades, un enorme escepticismo y distanciamiento frente a los grandes ideales, aunque detrás de ellos se proclamaran nobles intenciones.

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Sin embargo, a pesar de su potencia poética y política ninguna imagen por si sola, ni siquiera las de Goya, es capaz de trasladar la auténtica crudeza de los hechos acecidos, porque fueron tan brutales que, sobre lo ocurrido, casi no se podía hablar. La frase de un testigo, Antonio Fernando de Irigoyen, es muy elocuente: “No hay lengua que pueda explicar los horrores de aquella noche y las atrocidades que cometieron los aliados en ella y al día siguiente”.

En ese sentido, aunque no hable directamente de aquellos hechos, tal vez Salo o los 120 días de Sodoma –presente también en la exposición- sea una de las obras cinematográficas más aleccionadora e ilustrativa de la historia del cine. En esta obra, la última que Passolini realizó antes de morir de forma extraña – tal vez asesinado por sus ideas heterodoxas- las reflexiones sobre la violencia del poder y sus formas más autoritarias, se convierten en un perverso manual de instrucción y en una especie de espejo donde se reflejan, de manera más radical, las formas más deshumanizadas y nihilistas del ser humano.

Tras el fracaso ético de su Trilogía de la Vida, una serie de películas que acabaron alimentando los circuitos comerciales del cine erótico, Passolini se propuso hacer un film en el que el mal fuera insoportable y, por tanto, resultara intolerable para el público. Está ambientada en los últimos días del fascismo italiano. Excelente adaptación de una obra del Marqués de Sade, propone un repertorio de atrocidades que se muestran como detonante de una amarga e impactante fábula moral; desdibuja los límites convencionales que puedan encerrar el sadismo o la degradación humana en sí misma, mostrando en pantalla lo impensable, lo indecible. En cierto modo, responde a otra de las máximas del sadismo, cuando constata que nada hay más contagioso que el mal porque todo es bueno cuando es excesivo.

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Hannah Arendt, en Eichmann en Jerusalén, cuando trató de describir a Adolf Eichmann, el teniente coronel de la SS encargado, entre otras obligaciones, de transportar judíos a los campos de concentración nazi, llegó a la descorazonadora conclusión de que era una persona común y corriente, parte de un aparato burocrático que tan solo se limitaba a “cumplir órdenes”. En definitiva, no mucho más que un funcionario meticuloso, capaz de superar lo abyecto y convertirlo en algo rutinario, desapasionado y banal. De hecho, más allá de los tangenciales aspectos biográficos del siniestro personaje, la filósofa alemana plantea el libro como una reflexión sobre la banalidad del mal, porque Eichmann ni siquiera dio muestras de sentir odio o desprecio por los judíos, ya que la masacre y el asesinato cruel e innecesario eran rasgos extendidos por todas las guerras.

La banalidad del mal, por tanto, no  justificaría la exculpación del crimen que haría cualquier funcionario cumpliendo órdenes, sino que nos señala las circunstancias que pueden llevarnos a cualquiera a ser un criminal. Por eso es tan importante la desobediencia.

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