Este sábado grupos de extrema derecha, adornados con parafernalia fascista, banderas españolas, cruces requetés y demás signos franquistas, se manifestaron por varias calles céntricas de Sevilla. La policía desplegó, como casi siempre, un dispositivo exagerado, desproporcionado, ruidoso y atemorizador con la excusa de que debían proteger a los ciudadanos de las consecuencias de un posible enfrentamiento con otro grupo antifascista que protestaba por la presencia de los primeros.
Yo paseaba tranquilo con mi hija pequeña y, en un momento de estruendo, se asustó tanto que salimos corriendo del lugar. Por el camino, de regreso a casa aterrorizada, me hizo muchas preguntas -que contesté como pude- sobre las personas de la manifestación, las razones de sus gritos, la actitud de la policía, el humo etc.. Pero sobre todo quería saber que significaba “extrema derecha”. En pocas palabras, intentando ser lo más pedagógico posible,le dije que son personas que nos quieren imponer una sola bandera, una sola religión y una sola moral. Añadí que si ellos mandaran en España, en la tierra de su «amona» y de su «aita», no podríamos hablar euskara; nuestros amigos J. y M, por ejemplo, no podrían ser pareja porque no respetaban a los homosexuales; o su compañero de colegio I. y sus padres no podrían ejercer como musulmanes en libertad porque sólo los católicos tendrían pleno derecho a hacerlo. En fin, le puse algunas ejemplos más, pero en definitiva le dije que la extrema derecha odia la libertad y que para nosotros ser libres, pensar y actuar de acuerdo con nuestras ideas es tan importante como la vida misma. En definitiva, hablamos sobre el bien y el mal, el respeto a la diferencia, sobre cómo tener muy claros los límites del uso de la violencia, etc.
Precisamente, ayer leía en las páginas de Fuera de aquí, excelente conversación entre Enrique Vila-Matas y su traductor francés Andre Gabastou, estas personales reflexiones literarias del escritor sobre los límites entre el bien y el mal.
También, a propósito del mismo tema, en Mayo publiqué en el Diario Vasco una columna titulada Cultura transnacional en el que afirmaba que uno de los efectos principales de las crisis económicas es el aumento del populismo racista y que la primera reacción espontánea de los ciudadanos es el regreso instintivo a lo esencial, a la protección de lo básico, a la defensa a ultranza de lo propio, de lo que entendemos como nuestro. También comentaba que, más allá de las cuestiones relacionadas con la deriva económica actual, los discursos excluyentes y xenófobos de los nacionalistas de extrema derecha estaban implantándose en el electorado europeo. Países como Austria, Holanda, Bélgica, Hungría, Bulgaria o Finlandia han visto crecer el voto ultraderechista.
A pesar de que entre estas fuerzas políticas hay disparidad de criterios ideológicos, una característica sustancial común a todas ellas es la defensa a ultranza de la nación como unidad de destino, paradójicamente, en algunos casos para evitar su fragmentación y en otros, por el contrario, para segregarla y garantizar el derecho a constituir nuevas.
Frente al nacionalismo cívico republicano y laico, basado en la igualdad de todas las personas y, a la vez, en el derecho a la diferencia individual y la diversidad cultural, la extrema derecha concibe la nación como una unión étnica y cultural milenaria, vinculada a lo Eterno. Esta concepción casi sagrada de la identidad se manifiesta generalmente en la defensa radical de la unidad lingüística, la interpretación sesgada e interesada de la historia, la exaltación mitológica, la sublimación del folklore, etnografía y cultura propia o el enardecimiento de los símbolos, fundamentalmente la bandera, y los valores patrióticos, mediante la exégesis biográfica de los héroes.
Y, por tanto, como nos recuerda el filósofo italiano Roberto Esposito, autor de notables obras sobre las relaciones entre violencia y comunidad, desde el momento en que se proclama que la cultura y la vida de un determinado pueblo constituyen un valor máximo y absoluto, se le puede sacrificar la vida y la cultura de cualquier otro. Así, con el racismo genocida este efecto destructivo se radicaliza hasta el extremo de causar millones de muertos.