Uno de los grandes problemas de la cultura es responder a la pregunta sobre la existencia de verdades universales. En torno a esta cuestión, las discusiones entre los universalistas (el valor de lo general) y los comunitaristas (la importancia de lo específico) se remontan a los primeros debates filosóficos entre Sócrates y los sofistas, en el siglo IV antes de Cristo.
Con toda probabilidad, la consecuencia más visible de esos debates sobre la facultad del ser humano para pensarse como sujeto político, capaz de actuar más allá de sus propias limitaciones y desde contextos concretos, sea la Declaración Universal de Derechos Humanos. El primer gran acuerdo entre los hombres y mujeres del mundo, encaminado a conseguir una humanidad más justa, basada en una serie de derechos internacionales aplicables en cualquier punto de la geografía planetaria. De alguna manera, se plantea como un texto fundacional de cierto universalismo, idóneo para asentar las bases de una democracia global construida sobre un imperativo moral asumible por todos los hombres y mujeres de la tierra.
Sin embargo, el filosofo argentino Ernesto Laclau, en obras como Emancipación y diferencia o en sus textos recogidos en el libro colectivo Contingencia, hegemonía, universalidad, nos recuerda y nos advierte que la universalidad no debe ser un presupuesto estático, ni un a priori dado; nos señala que debiera ser entendida como un permanente proceso constitutivo, irreductible a cualquiera de sus modos determinados de aparición. En este sentido, las prerrogativas que los Estados tienen para legislar sobre cuestiones que afectan a la aplicación de los derechos universales, limitan las potenciales capacidades de una posible normativa jurídica internacional.
La prevención frente al extranjero y el miedo a los extraños dan lugar a sociedades cerradas, que tratan de defenderse con planteamientos jurídicos discriminatorios y que invocan la exaltación de la homogeneidad cultural como condición ideal de convivencia. Por el contrario, estas modificaciones estructurales de la organización social deberían ser procesos que obligun, ineludiblemente, a pensar en la profundización de la democracia para evitar la exacerbación del pánico y el auge de la xenofobia.
Es evidente que las políticas restrictivas de emigración que los gobiernos de los países ricos imponen sobre los flujos humanos procedentes del mundo empobrecido señalan las contradicciones inherentes de un internacionalismo relativista que sólo puede interpretarse como una posición estética, meramente formal, pura representación, en definitiva. Las imágenes y las noticias sobre la situación de los seres humanos que tratan de atravesar las fronteras de Europa y la situación de desamparo en la que se encuentran en los centros de internamiento, muestran la condición de “subalterno” –en el sentido en el que la filósofa india Gayatry Chakravorty Spivak señala la exclusión del otro subordinado– que se les confiere a todos aquellos sujetos que son relegados a la categoría de sospechosos, obligados a renunciar a su condición de ciudadanos de pleno derecho.
Muchas veces la retórica universalista se ha usado para extender ciertas comprensiones colonialistas y racistas del “hombre civilizado”. No podemos olvidar que nuestras formas de existencia social se fundamentan en la exclusión a escala global, y cualquier universalismo consecuente que se precie debe partir de esa premisa irrefutable, puesto que de lo contrario la imposición de la arbitrariedad en la aplicación de las normas se constituirá en el eje central de las políticas de derechos humanos.
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