Los próximos tres años asistiremos a un nuevo ciclo electoral que comienza las próximas semanas. En diferentes ámbitos territoriales tendremos que votar -por lo menos los que quieran hacerlo- para elegir representantes en el parlamento europeo, ayuntamientos y diputaciones y, más adelante, parlamentos autonómicos y estatales.
Al mismo tiempo que se celebran estas ceremonias de la representación popular y más allá del hecho estrictamente formal de depositar la papeleta en las urnas, también podríamos aprovechar estos días para plantear otras cuestiones que ayudasen a comprender positivamente lo que implica la palabra democracia y así redescubrir su vigor y reactivar la contundencia que subyace a esa idea.
Jacques Rancière, en su libro El odio a la democracia, nos señala que la clase política surgida, legitimada y, en muchos casos, perpetuada por el sistema electoral tradicional, se ha convertido en una oligarquía prepotente que gobierna en nombre del pueblo pero sin el pueblo. Sus portavoces, según este filósofo francés, están plenamente convencidos de que la democracia, en su estado actual, ya ha alcanzado las máximas cuotas de calidad. En consecuencia, más allá de cierta retórica, ningún político profesional reclamaría jamás una democracia que se saliese de los cauces establecidos. Incluso, mientras se quejan de las exigencias de los ciudadanos y de sus malas costumbres reivindicativas, dicen que tal como la conocemos ya lo es en exceso. Además, apuntan, el gobierno democrático es mucho peor cuando se deja corromper por una sociedad que reclama -según ellos arrastrados por un equívoco populismo- más participación e implicación en las decisiones.
Siempre que la crítica se desplaza un ápice de los cauces reglamentados, regulados y absolutamente previstos por el sistema, sus representantes profesionales se inquietan y tienden a criminalizar todas las acciones que hacen visible el hartazgo y la desafección de los ciudadanos. Es muy habitual escuchar acusaciones indiscriminadas, tomando la parte por el todo, por alterar el orden público, no respetar las reglas democráticas, pertenecer a organizaciones antisistema o actuar violentamente.
A juicio de Rancière, tras esa descalificación y odio a la democracia se oculta la defensa implícita de una legitimidad basada en el “gobierno de los expertos”, frente al “gobierno de todos”, pues parte de la premisa de que solo una élite política es capaz de tener visión estratégica y habilidades profesionales y técnicas para gobernar.
En la actualidad, en nombre de una supuesta “autolegitimidad experta”, cada vez se toman más decisiones al margen de la voluntad de la población y, en paralelo, se fortalece determinada estrategia para que las élites gubernamentales conserven y perpetúen su monopolio en la gestión de lo común, a la vez que se protegen de las “amenazas” de los excesos de la vida democrática. Estas sociedades autoproclamadas democráticas son en realidad monopolios de poder, aliados con la oligarquía económica, con forma aparentemente representativa.
Sin embargo, a pesar de ese escenario aparentemente inamovible, para Rancière, la democracia tiene un significado mucho más claro y preciso, y remite a la posibilidad radical de que todos podamos participar en la gestión de nuestras comunidades. Un gobierno representativo democrático, en consecuencia, supondría mandatos electorales cortos, no acumulables ni renovables, siempre incompatibles con otros cargos públicos o con intereses privados. Por eso la democracia es siempre un escándalo para los profesionales de la política, ya que propone que pueda gobernar cualquiera. Es la lógica de la igualdad, la manifestación de la emancipación de todos los humanos.
Más allá de las actuales convenciones electorales, ¿no se podrían plantear otras formas de representación que las complementen, corrijan, mejoren, incluso con el tiempo las sustituyan? Por ejemplo, en la antigua Atenas, Aristóteles no tenía duda de que el sorteo era el medio democrático por excelencia; para el filósofo griego la brevedad del tiempo de los cargos y su rápida rotación garantizaban el buen gobierno.
Para Rancière, al igual que Montesquieu o Rousseau, habría que volver a esa idea -considerada durante mucho tiempo como justa y normal- de que el poder puede ser representado por cualquier persona que no tiene deseo expreso e interés personal en su ejercicio. Como en las asambleas atenienses, propone introducir la técnica del sorteo universal para la selección de los que no encarnan una capacidad específica sino la capacidad común.
Un ejemplo práctico reciente de esta teoría tuvo lugar en Islandia, cuando en 2010, poco después de la quiebra económica, se creó una asamblea nacional compuesta por mil quinientas personas que pensaron las líneas maestras de la futura constitución del país y eligieron a los veinticinco profesionales competentes que las tradujeron al lenguaje jurídico.
Tras muchos de años de rutina democrática, las formas de representación popular y delegación de poder han adquirido una legitimidad institucional que, en demasiadas ocasiones, no responden a una auténtica manifestación de la voluntad popular. Es cierto que la rutina y las costumbres son difíciles de modificar por la inercia de los hechos consumados, pero tal vez ha llegado el momento de que nos preguntemos si no habría otras formas de representación que permitieran, en primera instancia, mejorar la actuales y avanzar en otras desconocidas, que contribuyan a construir una democracia para todos más real.
Nota: La primera foto de este texto es un autorretrato realizado en 1999 en Vitoria/Gasteiz, durante la celebración del taller «El fantasma y el esqueleto» dirigido por Pedro G. Romero en Arteleku. Me dormí entonces, tal vez soñando con Europa, y ahora parece que vivimos en una auténtica pesadilla.