Se acaba de publicar Biotracks (trazos biográficos, recorridos vitales) que recopila los proyectos realizados por Saioa Olmo en colaboración con distintas personas, compañeras, y cómplices entre 2000 y 2014. Para este libro escribí el texto que sigue; de alguna manera, su contenido es, también, un deslizamiento cómplice por la biografía de esta artista que, en palabras de Ricardo Antón, siempre ha cultivado una actitud exploratoria, antidogmática y heterodoxa, y sin llevar la mochila demasiado cargada.
ELOGIO DEL DESEO (Notas para Saioa Olmo)
El ser humano es el único en cuya vida siempre está en juego el deseo. Vivimos, de una forma u otra, permanentemente en crisis, entre episodios puntuales de entusiasmo y otros de insatisfacción; en una especie de extraño viaje hacia una arcadia ideal, donde cuando apenas conseguimos articular cierto modo de vivir, este se vuelve obsoleto; en un estado de contingencia, donde la fortuna o la adversidad son las dos caras de una existencia que no podemos controlar y en la que el principio de realidad, como declama el poema de Luis Cernuda, es un sello que clausura todas las puertas del deseo.
Vivir y saber vivir depende, por tanto, de la posibilidad de habitar en el interior de las innumerables contradicciones que se manifiestan tras nuestra inestable existencia. Ante esa fragilidad humana tan solo cabe reafirmarse en las múltiples posibilidades que nos otorga el enigma de la vida, porque allí donde hay contradicción hay fuerza vital, deseo de superación y transformación; signos de lo que está plenamente vivo, que permiten la recuperación de ese eros agónico, como potencia capaz de construir o, lamentablemente, destruir el mundo que habitamos.
En lo que me concierne, el arte siempre ha sido, además de la mejor herramienta del deseo y la construcción de subjetividad, una forma de pasión que lo engloba todo; una manera de relacionarnos con nosotros mismos y con los demás. El arte permite crear nuevas vinculaciones simbólicas con el mundo, reconfigurar nuestros lenguajes y escribir narraciones inéditas; y, por mucho que a algunos les apasione negar su valor, permite rescatar todo aquello sobre lo que la mirada contemporánea, cada día más inmoral, pretende deslizarse con la más absoluta indiferencia.
Mayte Larrauri, en su ensayo El deseo en Gilles Deleuze, señala que l*s creadores son como buceadores: se meten en la vida, descienden hasta lo más profundo y salen a la superficie casi sin aire en los pulmones. Arriesgan su propia salud en aras de establecer otros vínculos con la realidad.
De alguna manera, Arteleku, el centro de arte y cultura contemporánea donde conocí a Saioa Olmo y que dirigí durante veinte años, fue también como un pequeño mar o una tierra de nadie, de tod*s y de cualquiera, donde l*s artistas pudieron explorar y activar sus aspiraciones creadoras. Hay instituciones que nacen conforme a un prototipo, y otras que en su devenir construyen su propio modelo, se va configurando sobre los aciertos, los errores y las contradicciones que produce. Este fue el caso de Arteleku, que constituyó una experiencia inaudita y singular en la geografía de los espacios artísticos y culturales. Su crecimiento, siempre flexible, se vehiculó mediante la suma de sensibilidades especiales, muchas veces extraordinarias, y su conjunción con un modelo de funcionamiento en permanente vigilia autocrítica.
Aquella experiencia de gestión también se sustentó, sin ninguna duda, sobre una extraña confluencia entre autonomía institucional, libertad artística y deseo que, como algún día dijo Juan Luis Moraza, configuró un espacio transversal inter-pasional, donde toda acción se planteaba como un “a través” (no fue casualidad que Zehar fuera el nombre de nuestra revista, que primero coordinó Maya Agiriano y después, durante muchos años, Miren Eraso Iturrioz); un devenir tiempo/espacio que no podía fundar, ni constituir, ni siquiera limitar nada, ni determinar ninguna autoridad, ni orden artístico. Arteleku fue un conjunto de experiencias, algunas nombrables y memorables y otras muchas innombrables, pero no menos importantes, que tan solo existieron en tanto en cuanto fueron susceptibles de ser cruzadas, en tanto que eran un lugar de encuentro entre la experiencia, el conocimiento, la vocación pedagógica y la práctica creativa.
Tanto es así que en ese devenir historia de Arteleku se pudieron generar diferentes tipos de vínculos de mutua dependencia entre dispares y semejantes, que resultaron mucho más útiles para tod*s que patrimonio exclusivo de unos pocos.
Parafraseando al biólogo Francisco Varela, investigador en el ámbito de las neurociencias y ciencias cognitivas, si miramos hacía la biología parece que la cooperación entre pequeñas unidades ayuda a la creación de estructuras más complejas, de manera que se hacen evidentes las ventajas de los sistemas cooperativos sobre los competitivos; a la manera, en cierto modo, de una creación mutualista surgida de la pluralidad, o como un rizoma deleuziano, surgido del deseo que hace circular la vida mediante empujes exteriores y conexiones productivas. Si alguien pretendiera reinterpretar o patrimonializar de forma exclusiva la historia de Arteleku se equivocaría, porque la multiplicidad de voces y experiencias que lo habitaron son imposibles de condensar en un solo relato.
Según Deleuze, la cultura arborescente es la cultura del ser, la que hace de las raíces un impedimento al movimiento y del territorio un terreno vallado. En oposición al crecimiento vertical de los árboles, hay plantas que crecen horizontalmente como la hierba, se conectan subterráneamente o por el aire. Para el filósofo francés la cultura rizomática multiplica las relaciones colaterales, crece y se amplia hasta donde llega su propia fuerza y su territorio, no conoce vallas porque se delimita por la propia potencia con la que es capaz en cada momento de ocupar el espacio y el tiempo que le corresponde habitar y vivir.
El logotipo que Saioa Olmo diseñó para la inauguración de la penúltima etapa de Arteleku respondía en la forma y en el fondo a esa condición rizomática, como multiplicidad que cambia a medida que aumentan sus posibles combinaciones; o aquel refundado espíritu de apertura, que a su vez reconocía la fragilidad del tiempo postmoderno en el que vivíamos y que, a la larga, se ha demostrado profundamente inestable ante la cultura (aparición de Tabakalera), ante la naturaleza (desafortunadas inundaciones, premonitorias del definitivo derrumbe del ecosistema) y ante la indolencia política de los últimos largos años.