EL ÉBOLA Y LA POLÍTICA DEL MIEDO

A la fase de desarrollo de la sociedad en la que los conflictos políticos, sociales y económicos tienden a quedarse sin protección de las instituciones democráticas y fuera de control se suele denominar sociedad del riesgo. Este concepto, acuñado por el prestigioso sociólogo alemán Ulrich Beck, se utiliza para remarcar que vivimos amenazados por una incertidumbre constante e inmersos en un mundo impredecible y ante el cual solo tenemos respuestas individuales. Por tanto, vivimos mucho más desprotegidos, en un proceso acelerado de fragmentación social.

En esta sociedad cada vez más desestructurada, se nos exige ser individuos fuertes y únicos responsables de nuestro propio destino. Mientras el Estado, por un lado, deja de garantizar nuestras necesidades básicas o desaparecen las prestaciones sociales, por otro, paradójicamente, refuerza su poder coercitivo, aumenta sus inversiones en defensa y en protección de las fronteras nacionales para protegernos -dicen- del terrorismo internacional, el tráfico de drogas, armas y seres humanos, de la inmigración o de las enfermedades contagiosas y los múltiples virus producidos por la pobreza.

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La cultura de la conspiración y del miedo se convierte así en la mejor arma de chantaje político para el giro liberal-conservador mundial y en la excusa perfecta para convertir a los ejércitos en una especie de policía global a la que se puede consentir cualquier arbitrariedad contra los derechos humanos.

De este modo, en nombre del orden local e internacional, el desbocamiento de la guerra y la expansión de todo tipo de control policial, se muestran como las formas que toma el capitalismo en esta última fase de acumulación. Con la necropolítica del estado-guerra, en la indistinción entre lo militar y lo policial -esa zona gris de indiferenciación entre estado de excepción y estado guerra- se aseguran los territorios, ordenan las poblaciones y neutralizan nuestra capacidad de crítica y rebelión.

Esta política del miedo, como Mike Davis nos indica en Ciudades muertas. Ecología, catástrofe, revuelta, instaura también su propia economía. El capital riesgo entra a raudales en sectores industriales que desarrollan todo tipo de sensores bacteriológicos, software sofisticado que permitirá detectar cualquier perfil personal amenazador, videovigilancia que nos desnudará hasta la última intimidad de la rutina cotidiana, controles de sanidad, higiene y garantías médicas, exhaustivos procesamientos de datos personales, reconocimientos faciales. A lado de estas empresas, se están desplegando también un conjunto inusitado de nuevos dispositivos industriales para la seguridad física en las ciudades: refuerzos de las estructuras de los edificios a prueba de explosiones, sistemas de detección de humos y huellas, balizas y barreras para el orden público, contenedores y cubos de basura para la mitigación de bombas, puertas y ventanas inteligentes, portales de vigilancia biométrica y un sinfín de mecanismos y artilugios para nuestra inmunidad. Y, como colofón, para la “gestión eficaz” de esa seguridad nuevos ejércitos privados de mercenarios sin escrúpulos o, en su defecto, guardias de seguridad mal pagados, víctimas también de la precarización.

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Esta política, aparentemente instaurada para protegernos, consigue, por el contrario, instalar el miedo en nuestros propios cuerpos. El filósofo Santiago López Petit, en su último libro Hijos de la Noche, señala que con la fecha simbólica del 11 de septiembre del 2001 la época global impone su triunfo planetario: “la realidad es la realidad” y nada más. Ese “esto es lo que hay”, en sus múltiples formulaciones, constituirá la consigna capitalista que sirva para tapar la boca del que grita, que vacía el cerebro del que piensa, que clava en el suelo el cuerpo del que quiere levantarse.

El último capítulo de esta sociedad del riesgo se llama ébola y, no por casualidad, viene de los países más depauperados del África subsahariana. Mientras las epidemias se queden allí la sociedad occidental vive despreocupada. Otra cosa es cuando los virus mortales atraviesan las fronteras, porque no saben de naciones, y llegan a las puertas de nuestros confortables y protegidos hogares. Así, el biopoder ya tiene en esta enfermad contagiosa su última arma para aumentar los sistemas de segregación, represión y autoridad: racismo, miedo y control.

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Parafraseando al filósofo italiano Roberto Esposito, para afrontar esta última crisis virológica, la sociedad occidental, en lugar de aplicar políticas basadas en un mundo común –Communitas. Origen y destino de la comunidad-, lamentablemente, decide incrementar las conformadas según la lógica inmunitaria –Immunitas. Protección y negación de la vida– de manera que los aparatos institucionales, formas jurídicas, Estado, tienden a cerrarse respecto del exterior, en una remisión a lo propio postulada como forma de asegurar el dominio sobre la alteridad.

Para Hobbes, uno de los grandes filósofos de la igualdad, esta tenía en la inseguridad su contrapartida. Para el autor de Leviatán, el libro que inaugura la noción moderna de soberanía, de la incertidumbre nace la venta democrática del miedo. Tenemos que delegar en el Estado parte de nuestra libertad para cauterizar el miedo al dolor y la muerte que pueden provocarnos nuestros semejantes; pactamos la creación de un gran monstruo ante el cual sintamos un temor que inhiba nuestras potenciales tendencias agresivas, que nos proteja frente al posible daño que otros nos puedan infligir y que resguarde a los otros del posible daño que nosotros les podamos hacer.

Es en esta forma de entender nuestra relación con el mundo, donde aparecen todas las contradicciones que se manifiestan entre patria y soberanía, libertad e igualdad. ¿Más allá de la buena voluntad caritativa de las organizaciones no gubernamentales, de quién es la responsabilidad política de cuidar a los enfermos africanos de ébola y prevenir su expansión? ¿Qué significado tienen frases como “tenemos la obligación de rescatar primero a nuestros enfermos nacionales”?

En lugar de que cada país garantice la seguridad y la libertad de sus ciudadanos, única y exclusivamente, tal vez deberíamos pensar también más en el derecho a la salud de tod*s los más desfavorecidos del mundo, aplicando políticas económicas y sociales de igualdad con alcance internacional, consecuentes con un mundo más justo. En este sentido, ha sido paradigmático el lamentable tratamiento mediático amarillista que se ha dado estos días al caso de la auxiliar de enfermería Teresa Romero, intentando mostrar todos los detalles de su vida privada, mientras su existencia estaba en peligro y miles de ciudadanos africanos mueren abandonados y olvidados. Los países desarrollados no acabamos de abordar de verdad la gravedad de la situación económica y sus consecuencias sanitarias en África y seguimos actuando con egoísmo, poniendo el foco sólo en que ningún caso llegue a nuestro territorio. Desde nuestras burbujas nacionales deberíamos, según un célebre dicho de Confucio, mirar mucho más a la luna -pensar más allá de nuestras propias narices- y dejar de prestar tanta atención, como imbéciles, a nuestro propio dedo.

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