METÁFORAS NAVIDEÑAS DEL MALESTAR

Durante las fiestas navideñas, las metáforas sobre la vida y la felicidad son recurrentes. No en vano, el solsticio de invierno es la ocasión propicia para celebrar la renovación del ciclo vital y despertar esperanzas. La  misma celebración del nacimiento de Jesús también es una alegoría cristiana sobre la llegada de la nueva luz, es decir, el comienzo  de los días más largos en el calendario solar.

Los medios de comunicación y, sobre todo, la publicidad son especialmente proclives a vincular estas fechas con el renacer de las ilusiones perdidas y los sueños malogrados.

Este año, ha destacado por méritos propios el anuncio donde vemos a un apesadumbrado hombre entrado en años, llamado Manuel, que baja al bar Antonio, obligado por su pareja. Allí, los habituales parroquianos del lugar celebran felices que les ha tocado la lotería, pero lamentablemente él no puede compartir su alegría porque, por su precariedad económica, precisamente ese año no ha podido adquirir su habitual boleto. Por supuesto, en la parte final del spot, esa cruda realidad es sustancialmente alterada -en sentido totalmente opuesto- cuando el contrariado protagonista comprueba emocionado que, gracias a la generosidad de su amigo también tenía reservado su correspondiente décimo.

El efecto mágico de la transmutación de la realidad se ha producido y de esa manera, gracias a la “bondad y humanidad” de Antonio, nos podemos olvidar del paro y la pobreza, las causas por las que Manuel no pudo comprar su pequeña parcela de ilusión anual. Una bonachona ficción ambivalente, pero profundamente reaccionaria, sea impone a la triste realidad, intensamente política, que hay que camuflar con todos los medios posibles para que estos días la felicidad del consumo y la aparente vida ordinaria no sea vea alterada. El espejismo funciona.

En cierto modo, se parece mucho a los discursos optimistas del gobierno y los de los líderes económicos europeos empeñados en demostrarnos que lo importante es la economía de los poderosos, motor del progreso y, en consecuencia, fuente de bienestar para el resto de los mortales. Nos quieren hacer creer, mediante deslumbrantes datos macroeconómicos, que la economía de nuestra vida cotidiana también ha superado la crisis. Por tanto, podemos celebrar con cava y caviar el fin del malestar social, a pesar de que, a renglón seguido, admiten que todavía hay unos que sufren más que otros.

Esa Europa que un día se fundó, precisamente, sobre los principios del humanismo ilustrado y la justicia social, parece empeñada -ahora más que nunca- en aplicar políticas de inspiración monetarista y competitividad económica, por encima de los principios constitucionales que un día la señalaron como ejemplo del mundo.

De este modo, Manuel, más que un feliz elegido por la fortuna, parece un vivo ejemplo de esa política antihumanista que nos parece decir, bien a las claras, que si queremos competir con economías emergentes debemos aplicar, no solo políticas de austeridad, sino medidas radicalmente opuestas al denominado estado del bienestar. Es decir, como nos recuerda Franco Berardi “Bifo” en La Sublevación, si esos países tiene unos costos laborables más bajos que los europeos, debemos rebajar los salarios; para ser competitivos con esas economías, cuya jornada de trabajo jamás se termina y cuyas condiciones laborales están privadas de toda regla y derecho, también nosotros debemos abolir los límites del trabajo, desregular nuestros derechos, convertir en obligatorio lo extraordinario y renunciar a la seguridad en el trabajo.

Ahí está, sin ir más lejos, la última propuesta de libre comercio entre la Unión Europea y EEUU: Asociación Transatlántica para el Comercio y la Inversión, conocida como TTIP, que aumentaría, más si cabe, el poder de las grandes empresas, desregularizaría los mercados, rebajando los niveles de protección social y medioambiental de forma drástica; y para favorecerlo, también se limitaría la capacidad de los gobiernos para legislar en beneficio de los ciudadanos así como el poder de los trabajadores en favor de los empresarios. Sus mayores críticos también lo califican de una pesadilla para la democracia.

La crisis económica, que desde 2008 marca el paso de las políticas económicas de las sociedades más ricas, ha introducido en nuestras casas, en la de Manuel y muchos de sus vecinos, en nuestras vidas, lo que la ficción de la promesa capitalista de una vida mejor para todos nos permitía ignorar: los límites humanos, sociales y ambientales del actual régimen de explotación del mundo global. Así, la evolución del régimen imperante, requiere no solo la revocación de la herencia humanista, tan falsamente cacareada estos días, sino ya puestos, si aceptamos que esta palabra significa algo, la abolición de la democracia.

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