Pensar la función del arte en nuestra sociedad supone reflexionar sobre las radicales intermitencias que debe provocar en la cultura.
Georges Didi-Huberman en su libro «En la cuerda floja» nos dice que soñamos con un artista soberano. Sería la figura por excelencia de esa libertad que a menudo nos desesperamos por alcanzar en nuestra vida de todos los días. El artista sería soberano, y tan soberano -soberano en el sentido más radical posible- que ni siquiera tendría necesidad de poder….Pero también sabemos todo lo que esas fórmulas esconden en materia de ambigüedades, dificultades y trampas. ¿Qué soberanía,? ¿Hasta dónde? ¿En qué condiciones?¿No es evidente que la potencia y la autonomía del arte se enfrentan, constantemente, al poder de las instituciones -religiosas, políticas, jurídicas, culturales, incluso militares – que rodean al arte y le permiten (¿pero hasta qué punto?) existir, trabajar?….. George Bataille no olvidó señalar todas las dificultades inherentes al estatuto del artista ya que sus obras son inseparables, desde el punto de vista histórico y antropológico, de las instituciones en las que cristaliza. He ahí el gran dilema del artista actual, cómo alcanzar la soberanía en relación con las estrategias del poder y con las mercancías. Difícil tarea la del artista.