Hace unos días tuve la ocasión de volver a ver Las sufragistas de Sarah Gavron, interpretada, entre otras, por Carey Mulligan y Helena Bonham Carter. La película cuenta la historia de un grupo de pioneras activistas inglesas que a principios del siglo pasado lucharon para conseguir el voto de las mujeres y, en consecuencia, situar las políticas de género, es decir las relaciones de poder entre mujeres y hombres, en el centro de la agenda política y social europea.
El pasado veinticinco de noviembre se celebró el Día Internacional contra la Violencia de Género. Esta jornada debería servir también para recordar que sigue siendo muy necesario reconocer y enaltecer las luchas históricas de las mujeres de todo el mundo que, a duras penas y en demasiadas ocasiones jugándose la vida, lucharon para conquistar los derechos básicos que el sistema patriarcal les había usurpado durante siglos.
Parece mentira pero han transcurrido poco más de cien años desde que aquellas y otras valientes sufragistas contribuyeran a cambiar el rumbo de la historia. Su militancia heroica desafió la dominante hegemonía masculina que imponía su autoridad en todos los ámbitos de la vida. Las manifestaciones y acciones que describe la película fueron encabezadas por la Unión Social y Política de Mujeres, la fracción más radical del movimiento que formaba parte de la Unión Nacional de Sociedades Sufragistas, encabezada por Millicent Garrett Fawcett.
Este movimiento comprometió a miles de mujeres de clase media y trabajadora durante los años anteriores al estallido de la Primera Guerra Mundial. Los grandes desfiles contra los partidos contrarios al sufragio femenino y, sobre todo, algunos deliberados actos de violencia de las militantes más activistas contra la propiedad privada, permitieron despertar el interés de los parlamentarios más proclives al voto femenino y la atención mediática de todo el mundo. Sufrieron agravios de todo tipo, fueron despreciadas socialmente, vilipendiadas e injuriadas personalmente y discriminadas laboralmente. Algunas fueron encarceladas y maltratadas. Otras murieron. Todo ello por ser consecuentes con los ideales que les llevaron a luchar por un derecho básico universal que ahora a todos nos parece inalienable e indiscutible.
Sin embargo, la simpatía que nos produce la historia de aquellas heroínas y la empatía que podemos sentir con sus acciones -incluso con las más violentas- contadas a través de la ficción cinematográfica están muy lejos del desprecio y retintín irónico con el que muchas veces se trata a las actuales militantes feministas o a las personas que están defendiendo los nuevos discursos y prácticas transgenéricas.
Desde las butacas del cine o en el sofá de nuestras casas, cuando la ficción nos describe sus historias antirraciales o antipatriarcales, sentimos admiración por aquellas heroínas, pero cuando la realidad nos muestra hoy a las feministas más combativas y nos pone delante la verdadera cara de las luchas actuales, nuestra disposición puede volverse reaccionaria, incluso agresiva. No sería la primera vez que soy testigo de comentarios ultrajantes.
Parece mentira, pero aún se percibe, entre algunos sectores sociales, un descrédito manifiesto hacia el movimiento feminista, que tildan a sus militantes de histéricas y locas, por no utilizar otros adjetivos despreciativos y humillantes, exactamente igual que hace más de cien años.
Nos olvidamos con facilidad que hasta no hace mucho los hombres seguíamos siendo propietarios, dueños y señores de la vida de las mujeres. De hecho, en España las primeras elecciones legislativas en las que pudieron votar se celebraron el 19 de noviembre de 1933 y hasta bien entrada la década de los setenta, entre otras cosas, las mujeres casadas no podían hacer uso de los bienes gananciales sin permiso del marido.
Creo que todavía hay mucho por hacer para que se reconozca la importancia de las luchas feministas, porque, como señala Karen Offen en Feminismos europeos, 1700-1950. Una historia política, la trayectoria del desafío feminista en Europa (y de modo subsiguiente en todo el mundo) debe ser vista como una pieza esencial del desarrollo de lo que desde hace años venimos denominando “espacio o esfera pública”. Es también parte de la historia de la educación y de los cambios culturales generados en los usos y costumbres de la vida cotidiana, de las ideologías seculares y de las transformaciones en las religiones organizadas; de la vida económica y del trabajo. Pero sobre todo, la historia del feminismo es parte integrante e indisociable de la historia de la construcción del Estado moderno, de los derechos humanos y, como no, de la desobediencia civil contra la autoridad de reyes, juristas, mandatarios y élites militares.
Sin ninguna duda, el movimiento feminista, junto al antiesclavista y el antirracial, por encima de otras ideologías utópicas fracasadas, son los que dan pleno sentido a la palabra revolución.