EL MUSEO PÚBLICO

Hace unas semanas, Iñaki Martínez Antelo, Director de MARCO, dimitió tras once años al frente del museo vigués de arte contemporáneo. En su carta de despedida adujo que le resultaba imposible conducir la institución en debidas condiciones tras soportar constantes recortes presupuestarios. En alguna otra declaración posterior también subrayó, con razón, que entre los objetivos de cualquier institución pública de estas características nunca pueden estar la especulación económica o espectacularización de la cultura, sino el generar conocimiento, patrimonio, formación, criterio y debate ciudadano.

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Unos días después, Miguel Zugaza, Director del Museo del Prado, la institución museística española por excelencia, también informó que después de quince años, dejando la institución madrileña en la cumbre de su éxito y en pleno crecimiento, abandonaba su cargo para regresar a Bilbao y volver a ser director del Museo Bellas Artes. De hecho, en paralelo, el ministro de cultura anunció la decisión de que el arquitecto Norman Foster, junto al estudio de Carlos Rubio, se harán cargo de las obras de rehabilitación y transformación del Salón de Reinos, un edificio de dos mil quinientos metros cuadrados del siglo XVII, colindante con el propio museo matriz. Esta es la segunda gran ampliación, tras la que hace diez años Rafael Moneo realizó en el edificio de los Jerónimos.

Durante el pasado siglo, en un primer momento al albur de la reinstauración democrática y gracias al esfuerzo que las diferentes administraciones públicas hicieron para modernizar nuestras instituciones culturales, y más tarde a la sombra de la burbuja inmobiliaria y su hija menor la cultural, los museos experimentaron un importante crecimiento, tanto en lo que se refiere al número como a su calidad y prestigio. En casi todas las ciudades, muchos renovaron la arquitectura o aumentaron sus espacios con el fin de acoger más actividades y mejorar sus prestaciones patrimoniales; por otro lado, hubo una proliferación extraordinaria de nuevos museos y centros de arte, en ocasiones construidos de manera arbitraria, sin responder a una verdadera planificación de necesidades y como resultado de caprichosas decisiones políticas. Un ejemplo de esa política cultural monumental y propagandística, típica de los años de despilfarro, es el Centro de Creación Contemporánea de Córdoba que recientemente se ha inaugurado tras varios años cerrado a cal y canto porque la Junta de Andalucía no tenía nada claro que hacer con este equipamiento de más de diez mil metros cuadrados. Otros tantos sobreviven como pueden, entre lamentos y reclamaciones, esperando tiempos mejores.

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En la medida que nos garantizan a todas los ciudadanos la conservación de las obras de arte, el incremento y mejora del patrimonio, su presentación pública y puesta en valor, así como el acceso democrático, el museo público constituye un excelente sistema de garantías que definen el territorio del patrimonio común. Parafraseando al artista Juan Luis Moraza se puede afirmar que es una hacienda de experiencias personales y comunitarias, un tesoro sin propiedad, una reserva de la economía intelectual, educativa y emocional de todos las ciudadanos que, en la medida que nos garantiza su servicio público, refuta la privación y lo privado.

Sin embargo, desde que estalló la crisis o, mejor dicho, la enésima etapa de acumulación capitalista que pretende despojar a los estados en beneficio de intereses privados, los museos han visto mermados considerablemente sus ingresos públicos y han tenido que apañárselas para encontrar otros recursos en la enmarañada e interesada jungla de los patrocinios o mecenas protectores; se han visto obligados a convertirse en anfitriones de empresas o eventos particulares, a alquilar sus espacios al mejor postor o, aunque sigan ofreciendo algunos días de entrada libre, a incrementar el precio de las entradas y a generar actividades lucrativas de todo tipo, o a ajustar los contenidos a los gustos y modas más asequibles, olvidándose de los proyectos más complejos. En definitiva, se han visto apremiados a convertirse en máquinas de producción especulativa y, de esta manera, también formar parte de las industrias culturales, abandonado paulatinamente su función primigenia de servicio público. Ahora se exige al museo, en concreto, y a otras instituciones culturales y educativas como la universidad que también se comporten como empresas rentables.

Lamentablemente, a pesar de que casi todos sus responsables defienden que los museos deben desempeñar una función social y han de seguir siendo de titularidad pública, se está imponiendo subrepticiamente su paulatina privatización y, en consecuencia, se está produciendo un cambio radical de paradigma en la gestión y en el futuro de nuestros museos.

Más allá de la retórica bienintencionada, no parece que estas resistencias vayan a parar el inexorable cambio de rumbo de estas instituciones porque, aunque nos lamentemos, poco a poco también están pasando a formar parte de la economía neoliberal y, en consecuencia, están olvidando que los ciudadanos somos los verdaderos sujetos políticos que les otorgamos la legitimidad social y no simples consumidores.

El patrimonio público, en general, y los museos, en concreto, como la educación, nunca deberían ser considerados una carga para el Estado, sino una obligación social y una oportunidad política, porque no hay “comunidad” sin patrimonio, ni ciudadanos sin derecho a la cultura. Si perdiesen esa condición de servicio público se convertirían en un eslabón más de la cadena de valor capitalista y sus usuarios pasarían a ser meros clientes que verían mermado el derecho de acceso libre a su patrimonio, es decir al de todos, porque los tesoros custodiados por las instituciones, en definitiva, forman parte de nuestros bienes comunes.

Soy muy pesimista, porque no veo decisiones políticas que corrijan la deriva privatizadora, ni movimientos profesionales, ni ciudadanos que las exijan. Más bien al contrario, se extiende cada día más la sensación de que la batalla por la cultura pública ya se ha perdido definitivamente y el cambio de paradigma se impone inexorablemente.

Por tanto, antes de que definitivamente los museos pierdan su condición primigenia, aquella que los ilustrados proclamaban como absolutamente necesaria para la instrucción y educación ciudadana, tal vez haya llegado el momento de repensar mucho mejor su gestión y encontrar un  equilibrio razonable de sus costos en el conjunto de la economía del ecosistema cultural público.

Así pues, si aceptamos que las relaciones entre el sector público y el privado son necesarias para garantizar la sostenibilidad razonable y equilibrada de los museos, la cuestión fundamental sería determinar hasta donde su participación garantiza el mantenimiento de los bienes comunes o, por el contrario, abre la puerta para que los intereses particulares se impongan a los generales. Desde mi punto de vista, deberían establecerse límites mucho más claros en las atribuciones de las partes implicadas para que las decisiones que se tomen sobre el futuro de estas instituciones sean absolutamente respetuosas con el interés público y se rijan bajo un riguroso control democrático que garantice la trasparencia en la gestión de los recursos.

Esta premisa debería ser condición sine qua non para que tengamos unos museos públicos de todos y para cualquiera; que puedan seguir invirtiendo en su mantenimiento razonable (en las últimas décadas, en demasiadas ocasiones, se han cometido excesos); incentiven la adquisición y producción equilibrada y razonada de nuevo patrimonio; faciliten la accesibilidad; desarrollen toda su potencia pedagógica y comunitaria, activando la mediación cultural cualificada, en toda su dimensión formativa y no solo como mera información turística; fomenten todo tipo de actividades y generen publicaciones asequibles; ahonden en el conocimiento y la investigación sobre el patrimonio; colaboren con la comunidad artística para la producción de nuevas experiencias creativas; promuevan una mayor trasparencia económica y mejora en la democratización de sus órganos de gestión, aplicando el código de buenas prácticas aprobado por todas las asociaciones vinculadas al sector; y  por supuesto, mucha más igualitaria en términos de género (la fotografía del patronato del Museo de Bellas Artes de Bilbao, compuesto exclusivamente por hombres, que estas semanas ha circulado por las redes o el número de mujeres artistas incluidas en las exposiciones de muchos museos son un ejemplo claro de que, en este sentido, las cosas no cambian al ritmo necesario).

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También es primordial que en todo momento se garantice la autonomía técnica de los equipos del museo respecto al poder político y económico o a los intereses corporativos y lobbies profesionales para que, en consecuencia, se asegure la libertad de expresión y la potestad de los artistas para generar y presentar sus obras sin coacciones ni censuras.

Y en otro orden de cosas, pensar la economía del museo para su propia sostenibilidad, también supone estudiar las causas reales de los costes técnicos y materiales de la producción de contenidos patrimoniales y desentrañar la estructura política, económica y los hábitos legales que esconden para pensar mejor la ecología institucional de los museos. Es decir, analizar y, si fuera preciso, modificar toda la cadena de obligaciones, intereses o compromisos económicos -seguros, transportes, seguridad, restauración, derechos de autor, de reproducción etc.- que se establece alrededor de la producción de contenidos y la exhibición o distribución del patrimonio. Organizar exposiciones no debería ser tan costoso y gravoso. De esta manera se conseguiría una mejor circulación de los materiales para poder descentralizar y hacer mucho más accesible el patrimonio común. Los museos no pueden convertirse en auténticos monstruos que devoren a sus hijos. Gestionar una institución sin tener en consideración cuál es su papel en la sociedad en la que se inscribe puede acarrear resultados opuestos a los que supuestamente se desean.

El propio Zugaza, que ha llevado hasta las últimas consecuencias este modelo de financiación público-privado, en un reciente artículo periodístico señalaba que ha llegado el momento de recuperar las inversiones públicas, y en otro indicaba también que, más allá de los cambios espectaculares de los museos, estos no pueden perder de vista su misión pública de conservación y su razón de ser cultural. Según él, en caso contrario,  el aparente éxito se puede volver inopinadamente en un rotundo fracaso.

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