LA CULTURA Y EL ARTE ENTRE BIENES COMUNES, PÚBLICOS Y PRIVADOS.

Según leemos en Los bienes comunes del conocimiento, recopilación de texto, publicada por Traficantes de Sueños, coordinada por Charlotte Hess y Elinor Ostrom– premio Nobel de Economía en 2009 por su análisis de la gobernanza económica de los bienes comunes- estos pueden ser pequeños y prestar servicio a un grupo determinado (la nevera familiar, una colección de discos o fotos), tener una escala comunitaria (aceras, campos de juego, bibliotecas, etc.) o alcanzar una dimensión internacional y global (los mares, el conocimiento científico); pueden estar bien delimitados (los parque, los museos), ser transfronterizos (el rio Danubio, la migración de los animales o Internet) o no tener límites muy claros (los saberes populares, el conocimiento, la capa de ozono).

Aunque los bienes públicos y los comunes no pertenezcan a la misma familia –de hecho pueden ser contrapuestos- se podría aventurar que, por pertenecer al ámbito del dominio público, una parte importante de los saberes culturales pueden considerarse bienes comunes y, en cierto modo, aunque en un sentido estricto no lo sean, también otros podrían serlo ya que, por estar gestionados por instituciones públicas o comunitarias, deberían ser accesibles (no siempre lo son). Según la doctrina del fideicomiso público determinados recursos son públicos por naturaleza y no pueden ser propiedad de individuos privados ni del Estado, que en todo caso es “administrador” de los intereses populares. Por tanto, no siendo dueño de esos bienes, tampoco puede venderlos, ni regalarlos a intereses privados. Aunque adquirir y descubrir conocimiento es tanto un proceso social como un proceso profundamente personal, cuanto más gente comparta conocimiento útil, mayor es el bien común.

Las contradicciones que se establecen entre el valor de uso y el de cambio han determinado las condiciones de la actual economía cultural. En el contexto europeo contemporáneo se ha intentado mantener cierto equilibro inestable o acuerdo social entre la producción de mercancías y la conservación o regeneración de bienes públicos, entre estos y los comunales, entre la actividad promovida por la iniciativa privada y la protegida por las diferentes administraciones, entre la cultura como recurso económico y la cultura como derecho social, entre la cultura de pago y la gratuita, entre las restricciones que impone la propiedad intelectual – probablemente el más sofisticado y perverso sistema de privatización y cercamiento de los saberes- y el fomento del dominio público (en este campo existen múltiples intereses en conflicto porque las grandes empresas apoyan cada vez más el incremento de las patentes y los derechos de propiedad, mientras que muchos científicos, académicos e instituciones adoptan acciones y medidas para facilitar y garantizar el libre acceso al conocimiento).

La armonía que hasta ahora había permitido una razonable economía mixta – el gran pacto político y social tras la Segunda Guerra Mundial entre conservadores y socialdemócratas- se ha visto alterada por los efectos de la denominada crisis -la última etapa de acumulación capitalista- una de cuyas manifestaciones más graves ha sido la paulatina degradación de los servicios públicos para posibilitar su progresiva privatización y, por tanto, paulatina desaparición. Muchos expertos comparan la actual aceleración del proceso de cercamiento, privatización y mercantilización de la información, el conocimiento y la cultura con el que a lo largo de quinientos años, durante la transición hacia el capitalismo moderno, supuso la apropiación de los bosques, terrenos de cultivo y pastoreo por parte de los terratenientes, en complicidad con las monarquías reinantes en Europa.

En España, durante estos últimos diez años, los presupuestos públicos dedicados al arte y la cultura han disminuido más del 50% y, por tanto, las instituciones culturales se han visto obligadas a hacer lo posible y lo imposible para captar otros recursos privados y ajustar al máximo sus gastos (muchas veces a costa también del esfuerzo de sus trabajador*s o reduciendo hasta límites abusivos las condiciones laborables y contratos de los prestadores de servicios, autónomos y empresa externas). Esta alteración substancial de su economía ha dejado un campo abierto – eufemísticamente denominado innovación institucional- para que, confundiendo la función democrática y social con las lógicas empresariales, su gestión se vaya pareciendo cada vez más a la de las industrias culturales.

En consecuencia, se han ido imponiendo toda tipo de medidas para incrementar los ingresos: aumento del precio de las entradas; ampliación, a veces hasta el absurdo, del merchandising (técnicas de promoción de productos comerciales) cada vez más central en la oferta cultural; crecimiento de propuestas relacionadas directamente con el consumo y el turismo masivo, cada vez más importante en los objetivos de las políticas culturales (hace no mucho, el presidente socialista de Castilla-La Mancha, Emiliano García-Page, presentó el parque temático sobre la Historia de España que la empresa francesa Puy du Fou pondrá en marcha en Toledo y que espera acoger a 1.3 visitantes en el 2020); producción de muchos más eventos espectaculares y festivales, cada vez más visibles en la programación; preponderancia de la búsqueda de patrocinios, convertida en el centro de las prioridades de la gestión; presencia dominante de las marcas y la publicidad privada en la comunicación de las actividades públicas, en detrimento de la titularidad pública etc.

Casi todos los días leemos noticias que ratifican el cambio de modelo económico en el sistema cultural. Sin ir más lejos, hace poco se hizo pública una sobre el edificio Kursaal de Donostia, obra del arquitecto Rafael Moneo. Con ocasión de determinados eventos, de forma esporádica, se suele utilizar una de sus fachadas para hacer publicidad institucional. Aunque la información se ha desmentido, parece ser que el Ayuntamiento y la Diputación de Gipuzkoa llegaron a estudiar la posibilidad de que una de sus fachadas se pudiera convertir en una valla publicitaria permanente de 1.260 metros cuadrados.

Más allá de que finalmente no se lleve a cabo tal disparate, el simple hecho de que se pueda a plantar esa posibilidad, habla por si solo de cuáles son algunas prioridades que preocupan a las políticas culturales institucionales (el abuso ilimitado de las tecnologías de reproducción, la competencia desmedida por el mercado y la información o la monumentalidad publicitaria están convirtiendo a las ciudades en auténticos basureros de contaminación visual).

Por otro lado, hace poco, en el Museo Thyssen de Madrid, pagando doce euros –no cuatro, ni siete, sino doce, que se dice pronto- contemplé precisamente una exposición antológica del ilustre tudelano, cuya gloria se debe, en gran parte, a las obras llevadas a cabo gracias también a encargos públicos. Además, aunque alguien pueda pensar que el museo donde se alberga la colección de la «filántropa» baronesa es privado, por el contrario, es importante saber que es una institución pública, que las 800 obras de arte adquiridas en 1993 son propiedad del Estado y que en sus gastos también se incluye el alto precio que abona por alquilar los fondos de la colección privada de la señora Cervera depositados temporalmente en sus salas. Periódicamente, la aristócrata de nuevo cuño amenaza de forma descarada con retirarlos. De hecho, hoy día, la negociación está en el aire. Tal vez esté pensando en trasladarlos a “su” sede malagueña, que se encuentra en un palacete renacentista cedido generosamente por el ayuntamiento de esa ciudad, a su vez, empeñado en que se convierta en la meca internacional del turismo artístico.

Hace unas semanas, el gerente del Teatro Real y el director del Museo del Prado, mientras reclamaban, por un lado, más recursos públicos, por otro, se mostraban satisfechos cuando admitían que el 70% de sus ingresos proceden de aportaciones privadas: entradas, negocios de alquiler, patrocinios, etc. Es evidente que, en cierto modo, esa paradójica ambivalencia legitima la decisión de recortar los presupuestos.

Aunque parezca mentira, próximamente, mientras muchas instituciones públicas sobreviven a la crisis como pueden y reducen hasta su mínima expresión las retribuciones a artistas y creadores, aparecerán dos nuevos centros de arte patrocinados por sendas fundaciones privadas, el Caixa Forum de Sevilla (será el octavo que se abra en todo España) y el nuevo Centro de Arte Botín en Santander.

Por otro lado, para las nuevas generaciones de investigadores y artistas, estas fundaciones, vinculadas al capital de los bancos de su mismo nombre, junto a otras como el BBVA, el Sabadell o Telefónica, prácticamente se están convirtiendo en el único referente que garantiza el acceso a ayudas económicas para la producción artística o a becas de estudio. Con esa misma “generosidad” también financian programas públicos, mediación, educación o exposiciones de instituciones públicas, cuya degradación va en paralelo al aumento progresivo del prestigio de sus mecenas. Estas fundaciones bancarias, curiosamente, además invierten sobre todo en aquellas instituciones que, en términos absolutos, cuentan con más recursos públicos, dejando de lado a otras que, sin duda alguna, lo necesitarían mucho más, simplemente para sobrevivir. Es decir, las marcas más poderosas de la cultura y el patrocinio se retroalimentan de una forma, cuando menos, contradictoria.

Es como si ya nadie quisiera recordar el papel que los bancos, las cajas y determinados grandes empresarios, con la complicidad del Estado, tuvieron y tienen en la aplicación de las políticas austericidas y de apropiación de bienes públicos que todavía seguimos padeciendo. No hay más que ver con que alegría política, satisfacción mediática y aturdida ciudadana -por decir algo- se recibió la noticia de que el filántropo Amancio Ortega ha donado más de 300 millones de euros para los servicios oncológicos de los hospitales españoles. Una generosidad a la «americana» que pone en evidencia el lamentable estado de precarización en la que las administraciones públicas están dejando nuestras instituciones y derechos sociales. No me parece de recibo que ningún ricachón me/nos regale nada que debía ser mío/nuestro por derecho y por naturaleza política. Al contrario, reclamo que el estado asuma sus obligaciones, de acuerdo a una justa redistribución de nuestros impuestos y que al arte y la cultura, junto a la educación, siga siendo derechos básicos.

Obra del Colectivo «Terrorismo de autor»

La tantas veces reclamada cooperación pública y privada, lamentablemente, no se está aplicando con criterios que permitan mantener un razonable equilibrio entre la eficacia y el apoyo empresarial y el valor sustancial del deber publico, sino solo bajo el discurso de la eficiencia económica y las “oportunidades de negocio” que ofrece el paulatino repliegue del Estado.

Con subterfugios variados, pero inexorablemente el sector de la cultura pública está siendo uno de los que, de momento, más está padecido las consecuencias de esta profunda transformación (como cuando en un cubo con una rana se echa agua cada vez más caliente y acaba muriéndose sin que pueda darse cuenta que lentamente la va matando). Desgraciadamente, de forma mucho más sutil, lo mismo está ocurriendo con la sanidad y la educación.

Sin duda alguna asistimos a una profunda recomposición del mapa institucional. La iniciativa pública paulatinamente irá abandonando sus obligaciones, en beneficio de un modelo liberalizador con el fin de que la privada descargue al Estado de sus responsabilidades políticas y sociales. Poco a poco se va imponiendo de forma inexorable el cambio de modelo en el sistema cultural: por un lado, el repliegue del Estado, que renuncia a su obligación de proteger el patrimonio, fomentar el arte y la cultura como derecho, y por el otro el auge definitivo del sector privado (coleccionistas, fundaciones, benefactores empresariales etc). También en esto el modelo neoliberal económico se impone: cuanto menos estado social mejor. Mucho más práctico, eficaz y pragmático, un estado al servicio de los intereses de la economía financiera. Y si puede ser, mejor que sea autoritario. En definitiva, un cambio de paradigma cuyo principal objetivo es que una gran parte de los bienes públicos culturales y bienes comunes del conocimiento se conviertan en mera mercancía o en simple instrumento de propaganda y maquillaje de los señores del capital.

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