EL ARTE, ENTRE LA MEMORIA Y LA HISTORIA.

El pasado diez de noviembre se celebró en el País Vasco el Día de la Memoria, en recuerdo de las víctimas del terrorismo. Unos días antes, en el último comunicado publicado en su boletín Zutabe, ETA reconocía que el 21 de junio de 1981 había asesinado en Tolosa a Iñaki Ibargutxi y los hermanos Pedro Conrado y Juan Manuel Martínez Castaños, tres vendedores de libros y material didáctico para aprender euskera (paradójicamente, uno de los valores sagrados por los que sus asesinos los mataron). La banda terrorista, que en aquellos años multiplicó de forma trágica su actividad, los había confundido con policías. Mintieron o, aprovechando nuestra perplejidad, trataron de imponernos la verdad de sus obsesiones ideológicas, como tantas otras veces.

Cuando leí la noticia me atravesó un profundo hálito de tristeza porque, siendo habitante de esa población y especialmente sensibilizado contra las barbaridades de la banda armada, no me acordaba de ellos. Mi memoria, que muy a nuestro pesar siempre es selectiva, me había traicionado. Reconozco que en mi recuerdo están sobre todo presentes las víctimas que me atravesaron de manera personal, el resto forman parte de una reunión de nombres, cuyo reconocimiento encomiendo a la historia, aunque esta, tristemente, casi siempre se escribe, en demasiadas ocasiones, con renglones torcidos. Los historiadores necesitarán décadas para dar cuenta también de todos los daños colaterales que, de forma multilateral, causó aquella cosa, como la suele denominar el escritor Iban Zaldua.

En su célebre La memoria, la historia, el olvido, Paul Ricoeur nos señala que la memoria (también se refiere a la reminiscencia), muchas veces -dice- ligada a lo visual o auditivo, siempre es parcial y personal, es decir, cargada de subjetividad, (incluso la colectiva) y la historia, que por definición tienda a la objetividad material y científica, también es incompleta porque nunca se acaba de cerrar del todo.

Aunque desde la ilustración la historia haya perseguido superar el carácter ejemplarizante que hasta entonces la caracterizaba –hasta que Hegel escribiera su Fenomenología del espíritu no podemos hablar propiamente de historia como ciencia social epistemólogica – no acaba de desprenderse del todo de esa función moralizadora y, en demasiadas ocasiones, impositiva. No hay más que ver como se trasmiten las correspondientes historias nacionales en las escuelas para comprobar su parcialidad y su interpretación sesgada. En la  recopilación  de textos que Homi K. Bhabha hizo en  Nación y narración, ya nos habló de las contradicciones constitutivas de lo nacional y, debido a que en la cultura siempre habita la diferencia, de las dificultades de establecer un solo canon narrativo.

No parece que haya dudas respecto al necesario valor verificador y, por tanto, ético de la historia, pero también podemos resistirnos a su poder dogmático y totalizador. De una forma u otra, deberíamos dejar abierta la posibilidad de que aparezcan nuevas revelaciones o al descubrimiento de otras certezas que desbaraten las anteriores; en definitiva, asumir la propia contingencia de la historia.

La poeta Ingeborg Bachmann solía decir que al arte -ella se refería en concreto a la poesía- debería contribuir a abrirnos los ojos. No hay duda de que la potencia estética, simbólica y la capacidad de abrir vías inusitadas de experiencia y conocimiento que tiene la creación artística son o, mejor dicho, deberían ser – ya que lamentablemente, en demasiadas ocasiones, también es su cómplice más servil- uno de los mejores antídotos contra las verdades reveladas o los dogmas impuestos por las formas más autoritarias del poder.

Como en aquella performance de Idoia Zabaleta, titulada Fisura 5. Ojo buco. Concierto para taladro, enciclopedia y batería,tal vez, la mejor forma de seguir confiando en la  historia sería agujereándola, para evitar así los relatos cerrados, conclusos o paralizantes y animar a la crítica, en el sentido primigenio de la palabra -poner en crisis-, revolver las certezas, azuzar el espíritu; mostrar una realidad, entendida no como posesión y simple reconocimiento, sino como horizonte emancipador. Como el artista Manuel Saiz dice en El arte y el resto  :»la experiencia artística abre una grieta en la realidad por la que puede entrar el caos porque si se presta más atención a los detalles, cuando la realidad se estudia de forma minuciosa con el objeto de demostrar que es, de hecho, consistente, entonces una inconsistencia se manifiesta, inevitablemente, en un punto de la demostración, y lo que se tiene por ‘realidad’ parece dejar de ser tal. El arte ofrece la posibilidad de que se produzca este accidente, que convierte los hechos ciertos en sospechosos”.

No hay una idea exhaustiva de la historia y cualquier predicción o afirmación definitiva sobre ella tiene necesariamente alguna terminación defectuosa y pide otras verificaciones que, tarde o temprano, también podrían-deberían- ser cuestionadas. El arte nos permite hacer preguntas para descubrir la verdad y también deshacernos de las respuestas para volver a intentarlo, una y otra vez; como en aquel célebre relato mitológico, en el que  Sísifo es condenado por los dioses a subir indefinidamente una roca a la cima de la montaña, porque siempre se le acaba cayendo.

También para el citado Iban Zaldua, la literatura es el espacio donde se pueden explorar los matices. En la recopilación de sus cuentos Como si todo hubiera pasado, recientemente traducidos del euskera al castellano, las vidas y avatares de los personajes atravesados de una forma u otra por la historia de ETA, se nos muestran, como Edurne Portela escribe en el prologo del libro, a modo de ventanas abiertas desde las que contemplar los hechos con una amplia multiplicidad de perspectivas. Ella misma, en su El eco de los disparos: cultura y memoria de la violencia, hizo también un amplio análisis de películas, novelas y otras experiencias artísticas, en las que, desde una serie de evocaciones, más o  menos reales o ficcionadas, la creación permite formular aperturas de la realidad para ayudar a afrontar las heridas del pasado y defender el papel del arte como herramienta de cambio frente a la complacencia; como intento de ampliar todas las posibilidades de verdad, incluso las más descabelladas e inverosímiles. En definitiva, como dice el antropólogo Juan Aranzadi, en relación al caso vasco, harían falta uno, dos, tres…mil relatos y memorias, sin desdeñar nunca el olvido.

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