Podría decirse que la Transición fue el período de cambio político que permitió dejar atrás el régimen franquista e inaugurar una nueva época democrática, más o menos desarrollada y legitimada en la actual Constitución. Han pasado más de cuarenta años desde entonces y todavía no hay un acuerdo social definitivo sobre la manera en la que se produjo aquel pacto entre las fuerzas herederas del régimen anterior y los partidos políticos de la oposición antifranquista. Aunque la participación en el referéndum de 1978 para la aprobación de la Constitución llegara al 67%, de los cuales casi un 12% fueron negativos, nulos o en blanco -en Euskadi las cifras de participación fueron menores y los votos en contra bastante más altos-, la mayoría fuimos más o menos cómplices de su aprobación. Como dice Marta Sanz me permito considerar mejorable la Transición, pero nunca me atrevería a impugnarla en su totalidad.
Más allá de la retórica triunfalista y la corrección analítica de ciertos historiadores y complacientes aduladores de aquel consenso, la Transición fue también, en cierto modo, una especie de caro peaje para que una parte significativa de la estructura política que sustentó el régimen franquista –por tanto, también sus desmanes, tropelías, abusos y actos antidemocráticos- saliera intacta de cualquier operación que implicase investigar, aclarar, denunciar y, en consecuencia, actuar jurídicamente contra los estamentos, instituciones, asociaciones y personas, especialmente implicadas, cómplices de aquel régimen autoritario.
Todavía hoy, lamentablemente, se perciben bastantes huellas de aquellas concesiones en algunas partes de las actuales estructuras del Estado (el propio régimen monárquico –la inviolabilidad del rey emérito- parte del poder judicial, el ejército y la policía o de algunos entramados administrativos; en el nomenclátor e imaginario monumental de nuestras calles y plazas, así como, por desgracia, en la existencia de organizaciones, fundaciones y partidos políticos fieles al ideario franquista, es decir tradicionalistas, ultranacionalistas o cercanos a las posiciones católicas más retrógradas que, de forma impune, siguen muy presentes y, lamentablemente, cada vez más activas.
A esto, se añaden las dificultades que todavía persisten para estudiar documentos oficiales sobre episodios claves de nuestro pasado reciente, en especial los acecidos entre la Segunda República y el final de la Transición. Materiales absolutamente necesarios para conocer mejor las razones por las que se mantiene en nuestra sociedad cierto entramado post-franquista, con amplia repercusión sociológica e influencia política; o para investigar las actividades de las organizaciones ultraderechistas a lo largo de todos estos años. Casi todas las asociaciones importantes de historiadores llevan años reclamando la desclasificación de documentos que Carmen Chacón, la difunta Ministra del Ejército, intentó en vano aprobar en el 2011 o esperando la aprobación definitiva de la reforma de la ley de Secretos Oficiales, promovida por el PNV en el 2016.
Todas esas trabas, sofisticadas y complicadas de justificar sino fuera por la actitud cómplice del PP y C´S, conforman un auténtico veto a la historia y a nuestro derecho a la memoria. Aunque parezca mentira, según Carlos Sanz, profesor de Historia Contemporánea de la Universidad Complutense de Madrid, muchas de las investigaciones se tienen que hacer en archivos históricos de otros países; o deben realizarse corriendo el riesgo de ser imputados por delitos de revelación de secretos, como en el reciente caso del fotógrafo Clemente Bernard y la gestora cultural Carolina Martínez que han sido acusados por la Hermandad de Caballeros Voluntarios de la Cruz de Navarra de intromisión en su intimidad por, según ellos, intentar grabar en la cripta del Monumento a los Caídos de Iruña/Pamplona determinadas imágenes privadas para la grabación del documental A sus muertos, y se enfrentan a una pena de dos años y seis meses, en un juicio previsto para los próximos 14 y 15 de noviembre. Es importante recordar que ese edificio es propiedad del Ayuntamiento y, a pesar de que su usufructo está cedido al Arzobispado, tiene o -mejor dicho- debería tener un carácter público.
El cortometraje, que se puede ver en las redes sociales, trata de adentrarse en la historia de ese especie de anacrónico panteón, donde al parecer se siguen realizando misas en honor a los golpistas caídos por la patria del bando fascista en la guerra civil española. La Hermandad, de rancio abolengo, fue creada en 1939 por excombatientes requetés para “mantener íntegramente y con agresividad si fuera preciso, el espíritu que llevó a Navarra a la Cruzada por Dios y por España” y el monumento, de inconfundible estilo neoclásico y parafascista, se inauguró en 1942 en memoria de los muertos del bando de sublevados contra la República.
El documental se presenta, precisamente, como un alegato contra la impunidad histórica. Es un intento de apelación contra el desconocimiento generalizado de la historia del edificio y del uso que todavía se da a ese espacio, y actúa como herramienta para subsanar la ignorancia. En esta misma dirección se orienta un manifiesto colectivo, encabezado por el poeta Juan Carlos Mestre y el sociólogo Emilio Silva, fundador de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica, lanzado a favor de los dos investigadores imputados, donde aseguran que este juicio es “un nuevo y flagrante atentado contra la libertad de investigación y expresión, que son la base del código deontológico del ejercicio del periodismo documental y una gravísima restricción de las libertades públicas y democráticas de nuestro país”.
Representar el mundo es una manera de construirlo, de intervenir en él, lo cual no implica que las acciones que se cometen -o se acometen o se perpetran- con las expresiones artísticas sean punibles o deban ser silenciadas si no reproducen los dictados del poder establecido. Como dice Marta Sanz en Monstruas y Centauras. Nuevos lenguajes del feminismo las sociedades que no blindan la pluralidad de sus polifonías estéticas son sociedades autoritarias y concluye la escritura ¿por qué Torquemada, los tórpidos censores del franquismo, los actuales paladines de la cerúlea corrección política, los legisladores de leyes mordazas queman, tachan, prohíben o meten en la cárcel a raperos, titiriteros y otros apologetas» de todo lo que no se puede decir? Por cierto, Marta es también autora del Blancanieves, editado en la colección Alkibla,dirigida por Carolina y Clemente, que ademas, con sus fotografías, ilustra esta versión del cuento clásico.
No se puede meter a nadie en la cárcel por un ejercicio artístico. Somos responsables de nuestras palabras, pero solamente de ellas. Ahora que al parecer resurgen de nuevo los viejos eslóganes de dios, patria y rey y, por tanto, reaparecen el odio al rojo -podemitas, anarquistas o izquierdistas en todas sus acepciones-, al separatista -aunque sea federalista o incluso un simple autonomista-, al ateo -o en su caso musulmán y por ampliación cualquier emigrante de extraña cultura-, al homosexual -o cualquier otra trans-desviación que rompa con la familia tradicional-, el derecho a la memoria histórica y a la libertad de expresión son más necesarios que nunca.