GRAMÁTICA DEL CONTACTO

Estos días se he escrito mucho sobre la “autenticidad” de la tesis doctoral del Presidente del Gobierno, Pedro Sánchez; hace unos meses, coincidiendo con el lanzamiento del videoclip Malamente  de Rosalía, sobre la “originalidad” musical de esta joven cantante a la que, siendo ella “blanca” y “catalana”, se la acusaba de instrumentalizar la “identidad” gitana. Lo mismo podríamos decir de los debates que se han generado en torno al Niño de Elche  sus derivas polifónicas y su posición heterodoxa y excéntrica en relación al flamenco («confieso que he robado llegó a decir en una entrevista reciente»).  En este marco, también se ha hablado sobre la manera en que la industria discográfica se  suele adueñar de la cultura popular – regaetton, rap, trap etc- para neutralizar su potencia crítica. Podríamos hacer una larga lista de conflictos sobre adaptaciones, remakes, similitudes, más o menos encubiertas, incluso pastiches o plagios de la historia del cine.

En unos casos u otros, el caso es que siempre estaremos a vueltas sobre los conceptos “original” y “copia” y, a su lado, sobre la diferencia entre alta y baja cultura, elitismo o populismo, bellas artes o artesanía, formalismo o conceptualismo, canon o revisión, academicismo o experimentación, trabajo individual o colaborativo, derecho o consumo, debates tras los que aparecen numerosas experiencias artísticas en torno al aura, al valor del objeto, a los nuevos lenguajes, a la desaparición del autor, pasando por todos los grados de iconoclastia de las vanguardias artísticas, incluidos los readymadesde Duchamp – en especial su popular Fuente, el urinario invertido presentado en el Primer Salón de los Independientes en 1917, tal vez el ejemplo más popular de todas las paradojas artísticas mencionadas- por consiguiente, incluso otros debates en torno a la propia “veracidad” de la obra de arte. Ahí está, el magnífico ejemplo de F for Fake, la última película completa de Orson Welles, presentada en 1974, donde en un alarde malabar –así empieza la película- se nos cuenta la vida de Elmy de Hory, famoso falsificador, que sirve como telón de fondo para una original y, casi cínica, reflexión sobre la autoría, la originalidad y la autenticidad de la obra de arte; y mucho más allá, hasta la actualidad donde la tristemente célebre postverdad nos ha dejado huérfanos de certezas.En definitiva, todos ellos temas recurrente de la gestión cultural, tan viejos y problemáticos como la historia de la creación porque, por encima de binarismos simplificadores, unos y otros se interpelan y relacionan a través de numerosos entrecruzamientos y bastardías (reconozco que no son cuestiones  fáciles de resolver, pero me niego a aceptar que unas opciones se impongan a las otras). Jorge Luis Marzo señala en su reciente La competencia de lo falso. Una historia del fake, que lo mismo podría decirse de las formas en las que la economía del arte refleja también esas mismas paradojas irresolubles: desde el concepto medieval de autoría, fundamentalmente colectivo, abierto y muchas veces anónimo, pasando por los talleres artísticos del Renacimiento, donde la expresión maestroestaba también mediatizada por un sistema de trabajo colaborativo y artesanal, hasta la creación de un mercado cultural, de la mano del copyrigth,protegido por el  Estado burgués. A partir de este momento – en un ciclo largo temporal- la profesión de artista pasa a ser una actividad individual e intransferible que deja de formar parte de formas de creación colectiva (nunca he llegado a entender del todo esa interesada predisposición de la industria a poner en el centro al director de las películas o a vanagloriar a actrices y actores, intérpretes al fin y al cabo, olvidándose de guionistas, montadoras, músicos o responsables de fotografía; en ese sentido, hace unos días Vine Gilligan, productor de Expediente X Breaking Bad, reivindicaba la creación audiovisual como un trabajo eminentemente colectivo, “hacer una serie es como construir un rascacielos, insistía, se necesitan muchas manos para hacerla”).

Es el régimen de artista/autónomo/propietario, que las vanguardias históricas, primero, y las prácticas conceptuales de finales de los sesenta, después, intentarán deslegitimar una y otra vez, pero que la institución arte siempre acaba reinstalándolas en su peana correspondiente del museo (sin ir más lejos, la reciente exposición 1914-1924 Dada Ruso, presentada en el MNCARS, era un excelente muestrario de piezas que ilustraban estas cuestiones).

No hay duda de que la emergencia del denominado “arte conceptual” de los sesenta fue en paralelo al de la crítica política, los movimientos de desobediencia civil, la escena cultural underground ( la generación beat, las culturas hippie, yippie, digger,el movimiento punk, el situacionismo etc.)y de la incipiente influencia del desarrollo tecnológico que, tras su inicial libertaria “cultura de garaje” californiana, unos años después, acabaría inaugurando en Silicon Valleyel nuevo paradigma digital, precedente de actual capitalismo cognitivo.

Parafraseando a Mercedes Bunz en La utopía de la copia. El pop como irritación, donde menciona muchos casos de estrategia apropiacionista, se podría afirmar que la copia (el remedo, la imitación, la emulación, los sucedáneos, simulacros o falsificaciones, etc), es decir la reapropiación cultural en todas sus derivaciones, siempre ha sacudido el orden cultural y además constituye un elemento substancial en todo proceso creativo. Nadie está exento de influencias, afecciones, deudas formales o conceptuales, reconocibles o no, que de una manera u otra forman parte de su bagaje cultural y, por lo tanto, consciente o inconscientemente, incorpora al proceso creativo. No existe acto creativo sin apropiación determinada o indeterminada. Esta historiadora del arte y representante de la joven filosofía alemana surgida tras la caída del muro de Berlín, no duda en afirmar que, en el ámbito artístico y cultural, la pérdida del aura (autenticidad/unicidad/identidad) es uno de los temas cruciales de la modernidad, puesto que el crecimiento exponencial de la técnicas de digitalización altera radicalmente la relación con la producción y distribución de los objetos artísticos y, por consiguiente, su inclusión institucional.

Una larga historia que se remonta, primero, a la invención de la imprenta, unos siglos después a la aparición de la fotografía y el cine (en este sentido, nunca está de más citar las reflexiones de Walter Benjamin en La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica escrito en el contexto de una incipiente cultura de consumo de masas que también Theodor Adorno puso en tela de juicio en varias de sus publicaciones) y, las últimas décadas, a las recientesavances tecnológicos que han producido una auténtica revolución (todavía recuerdo el revuelo que produjeron la expansión de la fotocopiadora y el ordenador personal).

De forma sintética, se podría decir que existen dos formas de relacionarse con el mundo de la creación: por un lado, los que piensan que la obra artística es el resultado de un “yo” – sujeto creador- que crea ex nihilo, es decir de la nada, como si hubiera un principio originario, por tanto los que defienden la originalidad y el artista-genio como los elementos legitimadores de toda obra de arte “auténtica” (esta se instaura definitivamente con el Romanticismo, en todas sus sensibilidades, desde el idealismo, incluso hasta el marxismo); por otro, los que creemos que cualquier expresión creativa siempre es acreedora, en diverso grado, de una infinidad de conocimientos, costumbres, voces, imágenes y textos heredados o compartidos que forman parte indisoluble de la “inteligencia colectiva”. En cierto modo, lo que Carlos Marx entendía como “intelecto general”. Por tanto sería esa facultad del lenguaje común -la gramática universal, diría el lingüista Noam Chomsky– la disposición a aprender de los demás o la memoria colectiva las que nos permitirían las reescrituras personales que, siempre deudoras y coreográficas, en cuanto circulan, pasan a formar parte de lo que también podríamos denominar “gramática del contacto”: la mitad de la palabra pertenece a quien habla, la otra mitad a quien la escucha decía Montaigne en sus célebres Ensayos,paradigma de la literatura re/citadora, escritos en el siglo XVI.

Parafraseando en cierto modo a Mijaíl Bajtin estaríamos hablando de una intertextualidad a varias voces, polifónica y dialógica, opuesta al individualismo formalista, ensimismado y narcisista. Para este crítico literario, teórico y filósofo del lenguaje ruso, el ser –podríamos decir también el autor-resulta imposible de concebir fuera de las relaciones que lo vinculan al otro, porque la construcción de los saberes individuales se deben, viven y sobreviven gracias a todos los demás.Siempre se piensa, se habla, canta y escribe a partir de las diferentes acumulaciones, conscientes e inconscientes, deotras fuentes, a partir de las que vehiculamos nuestra subjetividad y capacidad creativa personal pero siempre reconociéndonos deudoras de conocimientos anteriores. Roland Barthes, teorizando sobre la muerte del autor, afirmaba que todos los textos son, en definitiva, citas infinitas de otros que provienen del pasado cultural histórico. Al final, tal vez, como decía el físico y filósofo alemán Ernst Mach: “ no somos más que una masa de percepciones sumamente inestables que nos crean la impresión de personalidad. Un ego flotando en la frágil zona entre la realidad y la ilusión, que se forma y cambia constantemente solo a través de la continuidad de las impresiones sensoriales internas y externas, a través del hábito”.

Paul B. Preciado, filósofo transfeminista y experto en teoría queer,diría que nuestro propio pensamiento se inscribe en cuerpos que son fundamentalmente “somatecas” (archivos políticos y culturales)y que siempre están conectados con otras, de cualquier condición y vivan donde vivan. Simplemente siembra y recolección, en un ciclo de mutua generosidad. Kropotkin en su clásico El apoyo mutuo: un factor de la evolución decía que la cooperación y la ayuda mutua son tan importantes en el perfeccionamiento de la especie como lo es la competencia.

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