En las primeras páginas de Pasar, cueste lo que cueste, George Didi-Huberman nos presenta a la poetisa Niki Giannari como la más clandestina de las escritoras griegas actuales. Nacida en 1968, vive en Tesalónica donde colabora con el Dispensario Social de Solidaridad que auxilia a los desposeídos de toda clase, a los gitanos, refugiadas, a los sin papeles, a las sin techo. Algunos fragmentos de sus poemas acompañan las imágenes del documental Unos espectros recorren Europa, que realizó en el año 2016 junto a Maria Kourkouta. La película nos describe la vida en el campo de refugiados de Idomeni, lugar donde se ubica la primera estación de ferrocarriles de la frontera greco-macedonia. Mientras los trenes de mercancías cruzaban sin obstáculos la frontera, esta se cerraba para los seres humanos. Los capitales circulaban con libertad, las personas eran retenidas y encerradas. Aquel año llegaron a apiñarse allí más de trece mil personas, tras huir de Siria, Afganistán, Pakistán y otros países de Oriente Medio. El film también nos muestra los colectivos solidarios que trabajaban con ahínco para hacer posible una vida digna en aquel espacio de esperanzas traicionadas, vallado con sangrientas alambradas de púas.
Imágenes parecidas se producen casi todos los días a lo largo y ancho de la frontera sur mediterránea, desde Ceuta y Melilla o Algeciras, hasta Lesbos en Grecia o Kahramanmaraş en Turquía, pasando por la isla italiana de Lampedusa. También en los numerosos Centros de Internamiento (CIES) de nuestras ciudades, auténticos campos de concentración.
En las fisuras de esos muros “exteriores” levantados por el miedo para defender nuestro “interior”, el trabajo humanitario de las organizaciones sociales o la militancia heroica de miles de personas anónimas se convierte en el eco lejano de aquellos derechos humanos que un día Europa proclamó como base de la democracia y que ahora parecen ahogarse en las contradicciones de nuestra hipocresía cobarde y encerrarse en un nosotros defensivo y militarizado. No hay más que ver la manera en la que, a la primera de cambio, el gobierno de Pedro Sánchez ha abandonado su retórica bienintencionada -cuando estaba en la oposición- para asumir como propia la política del gobierno anterior del PP y, en definitiva todas las directrices europeas.
Mientras las asociaciones interiorizan y hacen suya la dignidad de migrantes y refugiados, los gobiernos externalizan las responsabilidades y se quitan de encima la obligación de garantizar los procedimientos democráticos para el asilo y la inmigración, sustituyéndolos por políticas cada vez más represivas y antidemocráticas. Lamentables también, en este mismo sentido, las recientes declaraciones de Carmen Calvo y de Grande Marlasca, cuando insisten en enfatizar la violencia y agresividad de l*s migrantes, que simplemente intentan cruzar las vallas como pueden; es decir, haciendo frente a toda la violencia institucional que se opone a su libertad. Las palabras de la vicepresidenta del gobierno y su ministro del interior se suman así al discurso del miedo que únicamente sirve para culpabilizar a l*s migrantes y así defender cualquier decisión que se tome contra ellos. Casi nada queda de aquellos planes para evitar las «devoluciones en caliente» o eliminar las concertinas de las vallas de Ceuta y Melilla. De “iure” se dice acoger, de “facto” se margina y se criminaliza, al considerar a esas poblaciones aterrorizadas como potenciales delincuentes, aprovechadas oportunistas o eventuales terroristas, justificando de esta manera el gasto desorbitado para vigilancia de las fronteras, como lo ha descrito Claire Rodier, con todo lujo de detalles, en El negocio de la xenofobia.
Según declaraciones de esta jurista, fundadora de Migreurop, el presupuesto de la Agencia Europea de Control de Fronteras (Frontex)crece de forma exponencial a favor del gasto militar y en contra del humanitario. La presencia de todo tipo de dispositivos necropolíticos -la vida de unos tienen más valor que la de otros- es hoy más evidente que nunca. Cada vez se invierte menos en cooperación internacional y ayudas al desarrollo y más en defensa nacional y protección de fronteras, menos en garantizar los derechos o democratizar los sistemas de acceso y mucho más en políticas restrictivas.
Ante esta realidad, la poetisa Giannari, dudando de las proclamas al estado de derecho que Europa enarbola, dice que exactamente ahí, en el punto de contacto y en las fricciones entre esos «espectros que recorren Europa” y las alambradas que impiden su paso, es donde se sitúa la auténtica materia de lo político y la sustancia constitutiva de la democracia; justo en ese punto de unión entre el deseo de pasar y la sanción de la frontera -no pasar- que lo impide. Queramos o no, le guste a la extrema derecha o no, la emigración y la inmigración, tanto interior como exterior, han configurado nuestras identidades, plurales y diversas, y han agitado Europa, constituyéndola, a lo largo de toda su historia y a lo ancho de su territorio. No debemos olvidar que en los siglos XIX y XX, hasta la conclusión de las grandes guerras, hubo sesenta millones de europeos que se instalaron en América, África o Australia. Fue a mediados del siglo pasado, hace poco más de cincuenta años, cuando la trayectoria de las migraciones pasó de ser centrífuga a convertirse en centrípeta.
En la actualidad hay unos cincuenta millones de refugiados en el mundo, más de los que ha habido en toda la historia. Como la gestión de sus tránsitos no se aborda internacionalmente de manera democrática, se ha convertido en una de las más aterradoras miserias -o uno de los más grandes crímenes- de nuestro tiempo. SegúnEl informe 2018 de ACNUR (la agencia de la ONU para refugiados) es uno de los grandes problemas de la Unión Europea. Aunque se haya pasado de un millón en el año 2015, tras la gran crisis de Siria, a poco más de 171.635 el año pasado, muy lejana queda la retórica humanista de la solidaridad que tanto se escuchó desde que la fotografía del pequeño Aylan, ahogado en una playa de Turquía, estremeciera nuestras conciencias.
Michel Agier, uno de los grandes analistas de las migraciones masivas, citado por Manuel Castells en Las crisis de Europa, nos advierte que las estimaciones actuales auguran mil millones de “personas desplazadas” en los próximos cuarenta años. El deseo de pasar la frontera, de atravesar los obstáculos alzados contra la libertad más elemental y de ponerse en movimiento para dar la espalda a la pobreza y a la muerte es indestructible, escribe Niki Giannari: «Nada puede vencerlo, ni el exilio, ni el encierro, ni la muerte. Este deseo es soberano contra todas las soberanías”.
La cuestión de los refugiados y emigrantes es una crisis política de las instituciones jurídicas de hospitalidad occidental, de la Europa «necrosada» –insiste la poetisa griega- que, al parecer, definitivamente ha enterrado su identidad acogedora en un batiburrillo mortífero de fantasías de persecución, retóricas de la invasión y del miedo pánico a ser conquistado por el extranjero.
En este mismo sentido se posiciona la teórica feminista Rosi Braidotti en Por una política afirmativa. Itinerarios éticos: “En los momentos históricos en que se imponen las asfixiantes retóricas de la política de emergencia y se difunden pasiones negativas como el miedo, se hace sobremanera fácil instaurar un estado de crisis y guerra permanente. Entonces es cuando ha llegado el momento de repetir, con firmeza, que los blancos cuerpos no valen más que los de los emigrantes que Europa rechaza cínicamente”.
En la conclusión de su libro, Pasar, cueste lo que cueste George Didi-Huberman insiste en que todos estos movimientos de migración tienen un nombre genérico: cultura, pero no la de las «producciones culturales» de “las bellas artes” o de los «ministerios de cultura», sino la cultura en el sentido antropológico del término. A saber, lo que hace de los humanos esos seres capaces no solo de hablar, trabajar e inventar utensilios, incluso obras de arte, sino también de vivir en sociedad, imaginarse los unos a los otros. Cuando una sociedad comienza a confundir a su vecino con el enemigo, o bien al extranjero con el peligro, cuando funda instituciones para poner en acto confusiones paranoicas, entonces podemos decir, con toda lógica histórica, que está perdiendo su cultura, su propia capacidad de civilización. Volver de nuevo al debate dicotómico del europeo civilizador versus extranjero violento no ayudará a construir un mundo en que cada sujeto sea libre de moverse y de expresarse, garantizando sus derechos básicos y, por tanto, su libertad.