Es paradójico que en las grandes cumbres políticas, económicas o medioambientales promovidas por organismos o coaliciones internacionales, como en la recién celebrada del G7 en Biarritz, se hable mucho sobre la paz mundial, la igualdad o la economía “sostenible”, al mismo tiempo que sus líderes y aliados locales menosprecian o incluso criminalizan a los movimientos y activistas ecologistas. Estas reacciones son bastante contradictorias con la retórica que predican si tenemos en cuenta que, desde los años sesenta del siglo pasado, el ecologismo político ha sido la auténtica punta de lanza de la investigación medioambiental y pionero en la aplicación de cambios en los sistemas productivos y de consumo, absolutamente necesarios para frenar el cambio climático y sus consecuencias más devastadoras.
La mayoría de los partidos gubernamentales suelen ir a remolque de las presiones que vienen ejerciendo l*s ecologistas desde hace décadas: por supuesto los gobiernos más liberales y conservadores, que en algunos casos todavía siguen negando el cambio climático -por ahí andaba Bolsonaro vociferando contra el ecologismo indigenista mientras ardía la Amazonía (cuya flora aporta cerca del 20% del oxígeno a la atmósfera global) y diciendo que impedir su explotación frena el progreso del país- pero también muchos socialdemócratas, que mantienen un discurso reformista moderado, muy poco efectivo a la hora de modificar la estructura económica del sistema que rige la economía mundial y la superestructura ideológica que lo sustenta. Ambas van de la mano.
Parafraseando a Emilio Santiago Muiño, miembro del Grupo de Investigación Transdisciplinar sobre Transiciones Socioecológicas, del grupo motor del manifiesto Última Llamada y autor de Rutas sin mapa. Horizontes de transición ecosocial (2016), la economía capitalista, que prioriza los procesos de producción ilimitados y el desarrollo económico sin control, la obtención de beneficios a toda costa y el progreso como paradigma de felicidad, se basa en una contradicción ontológica: para funcionar necesita crecer sin fin, mientras el planeta es materialmente finito.
Por el contrario, el principio básico de la ecología nos advierte que ninguna economía puede crecer de forma indefinida dentro de un medio finito. Yayo Herrero, antropóloga y ecologista feminista, en la obra colectiva La vida en el centro. Voces y relatos ecofeministas (2018), nos recuerda que en nuestra civilización la economía, la política y la cultura se han constituido como si «flotasen» por encima y por fuera de la naturaleza y de los cuerpos; como si el planeta no tuviese límites y los seres humanos y su tecnología pudiesen controlarlo a su voluntad, invisibilizando y relegando a espacios marginales y no prioritarios la cíclica tarea de cuidar y regenerar la vida humana. Quienes ostentan el poder económico y político, y en buena medida las mayorías sociales que les aúpan –agrega-, no son conscientes de que nuestra especie depende de los bienes de la naturaleza, ni de que la vida humana se mantiene gracias a las condiciones bio-geo-físicas que estamos alterando; no se dan cuenta de que las desigualdades, la precariedad y las guerras se conectan de forma íntima con el deterioro ecológico. Ignoran lo que es imprescindible para sostener la vida y construyen instituciones e instrumentos económicos organizados en torno a prioridades que colisionan con las bases materiales que aseguran nuestra existencia.
No es casualidad que una mujer, la pionera bióloga marina Rachel Carson, ya en 1962, con su libro La primavera silenciosa, fuera una de las primeras figuras científicas que contribuyera al avance de cierta conciencia social medioambiental y al desarrollo del movimiento filosófico y político ecologista. Sus investigaciones tuvieron que ver con los efectos nocivos causados por determinados pesticidas producidos por la industria química. Como ocurrió en otras muchas ocasiones y sigue pasando aún hoy, aquellas conclusiones científicas fueron consideradas fantasías delirantes; pero, afortunadamente, en esa dialéctica de contrarios, también inspiró pocos años después una de las primeras movilizaciones ecologistas, la celebración del Día de la Tierra, la creación de la Agencia Medioambiental de los Estados Unidos e hizo posible controlar el uso del DDT, favoreciendo la aprobación deleyes que en muchos países se dictaron contra los efectos nocivos de pesticidas, insecticidas, fungicidas u otros productos similares.
Esta relación de permanente confrontación y posterior reconocimiento -muchas veces a regañadientes- entre el ecologismo y las políticas gubernamentales es la dinámica que impide que las instituciones vayan tomado las mejores medidas para frenar el cambio climático y la degradación del planeta. Las propuestas ecologistas has sido consideradas, en demasiadas ocasiones, “radicales” o “inconvenientes” o, en cualquier caso, “inoportunas” para los lentos ritmos institucionales o las obligaciones gubernamentales con el resto de mecanismos de poder y, quién sabe, también con los espurios intereses corporativos y empresariales. Y así nos va.
De hecho, una parte importante del movimiento ecologista afirma que se podría haber frenado el cambio climático si las políticas internacionales hubieran hecho caso al primer informe del Club de Roma, publicado en 1972, con el clarividente y premonitorio título Los límites del crecimiento. El poeta, filósofo y activista, Jorge Riechmann, en Un lugar que pueda habitar la abeja(2018), nos indica que entonces se puso en marcha un debate de alcance mundial a partir del cual ya empezaron a circular los lemas básicos del ecologismo y las consignas sobre la necesidad de conformar una conciencia de especie en las singulares condiciones históricas que nos ha tocado vivir.
Sin embargo- subraya- el proceso de aprendizaje social se rompió a finales de los años setenta y comienzos de los ochenta, con la irrupción del capitalismo neoliberal financiarizado. A esa etapa, en la que aún estamos inmersos, la denomina la “Era de la denegación”, porque hay fuerzas poderosas que lejos de impulsar la coherencia entre humanos y naturaleza, el reconocimiento de nuestra eco-dependencia planetaria, la autoconsciencia de la precaución y la autolimitación para hacer frente a los problemas de escala y consumo, están trabajando en sentido contrario: producir y consumir más y en cualquier lugar. A partir de 1980, cuando ganaron las elecciones generales Margaret Thatcher en Gran Bretaña y después Ronald Reagan en EE.UU., se produce un desplazamiento del mundo hacia una derecha neoconservadora-neoliberal que ha resultado letal en lo que se refiere a las cuestiones económico-sociales y medioambientales. A esas mismas dinámicas se sumaron otros líderes socialdemócratas de todo el mundo que tampoco dudaron en aplicar las recetas liberalizadoras vigentes en la actualidad. Es ahí donde nos encontramos ahora. Si no somos capaces de romper con esta clase de políticas y con las culturas que las acompañan, lo tenemos muy difícil. El choque de las sociedades industriales contra los límites de la biosfera tiene una fuerza motora detrás: es la acumulación de capital. El síntoma se conoce como calentamiento climático, pero la enfermedad se llama capitalismo. No cabe otra alternativa que actuar con rapidez en la transformación de este modelo económico depredador e insolidario y avanzar hacia otro poscapitalista.
Con una inquietud semejante, Greta Thunberg, se ha convertido en nuevo símbolo del ecologismo. Con su protesta personal, esta adolescente preocupada por el futuro de las generaciones venideras ha impulsado el popular movimiento juvenil “Fridays for Future” (Viernes para el futuro) que junto a otras organizaciones han convocado la próxima Huelga Mundial por el Clima del próximo 27 de Septiembre. Su voz se oyó en la cumbre para el Cambio Climático de Naciones Unidas en Katowice o en el Foro Económico Mundial de Davos y se escuchará en la próxima Cumbre sobre la Acción Climática de Nueva York. Sus palabras volverán a emocionar por su sinceridad. Sin embargo, más allá de sentimentalismos, corrección política o posibles instrumentalizaciones interesadas de lo que viene conociéndose como capitalismo verde, lo importante es que los responsables de las políticas económicas que mueven el mundo sean conscientes de que esa voz no es más que el eco de otras, menos románticas pero profundamente honradas (a las que hasta ahora se les ha hecho poco caso y además tarde), que llevan décadas clamando contra las políticas que están causando el cambio climático y la degradación del planeta.