Hace unas semanas se ha celebrado una reunión de casi todos los cine clubs de Gipuzkoa. Estas entidades tienen una larga tradición relacionada estrechamente con la propia historia del cine pero también con los conflictos y controversias que atravesaron nuestra propia historia local. Los primeros se fundaron en los años veinte pero, tras la guerra civil, hay que esperar algunos años hasta que, de nuevo, su presencia empieza a normalizarse en el tejido cultural. En los años cincuenta reaparecen a la sombra de organizaciones religiosas y políticas franquistas como instrumentos ideológicos de control cultural y social, pero también como espacios donde, con la excusa de las discusiones cinematográficas, se podía «tomar la palabra». En cierto modo, mostraban las paradojas de un régimen que, aunque mantenía su estructura franquista, se vio también atravesado por corrientes sociales críticas, a veces conscientes y otras no tanto, que comenzaron a utilizar algunas instituciones para ponerlas en crisis y confrontar la realidad cultural autárquica de aquellos años. La historia de los cine club fue, en cierto modo, la del propio régimen.
A finales de los años sesenta y principios de los setenta, muchos de ellos comienzan a independizarse y se constituyen como entidades culturales autónomas. Entre otros el de Tolosa, mi pueblo, que este año celebra el cuarenta y dos aniversario de su refundación en 1977, año en el que se empezaron a proyectar las películas en las salas del Cine Leidor (con anterioridad existió un cine club vinculado a la agencia de propaganda eclesiástica FIDES que programaba sesiones en los desaparecidos cine Igarondo y, más tarde, en el Iparraguirre). En este tránsito – no en vano esa época se conoce como «la transición democrática»- hay que destacar las figuras de Jesús María Penilla y José María Lopetegui, entre otros, los dos principales artífices del cine club actual.


La labor que desempeñaban fue una de las puertas por las que muchs tuvimos la oportunidad de salir de aquel páramo cultural. En cierto sentido, para nosotrs eran un espacio incipiente de libertad. Hasta que en septiembre llegaba el Festival de Cine de Donostia/San Sebastián, con la excepción de algún viaje a Hendaya y, en mi caso, en alguna ocasión también a París (inolvidables las sesiones maratonianas en la Cinématèque del Palacio Chaillot en Trocadero, acompañado de mi buen amigo Antxon Areitio) la programación periódica de los cine clubs nos permitía disfrutar de películas que a duras penas se presentaban en los cines comerciales; nos proporcionaban materiales inesperados para poder pensar la vida y el mundo (en este sentido merece la pena destacar los fondos que provenían de los institutos culturales de Francia, Alemania o Italia). En definitiva nos convertíamos en espectadores activos, capaces de abordar la realidad desde su complejidad y, sobre todo, de intentar desbordarla.
La última vez que presenté una película en el cine club de Tolosa fue el 3 de abril de 1997. La guerra de los Balcanes, aquella fatídica confrontación fratricida que desmembró la antigua Yugoslavia, no había terminado. Sobre aquellas ruinas absurdas, muertos inútiles y refugiados espectrales, dos años antes, Theo Angelopoulos había realizado La mirada de Ulises, tal vez una de sus mejores obras.
En la presentación intenté hablar de la condición trágica de cualquier exilio, de aquellos viajeros que, huyendo del terror de las fronteras, deambulaban en tierra de nadie; personajes que, como en muchas de sus películas, vagan erráticos por la Historia. «Si doy un solo paso estaré en otra parte; quisiera volver atrás pero algo me lo impide (…) cuando vuelva, ¿qué voy a contar?. Contaré una aventura, la aventura humana, una aventura que no acaba nunca” dice en algún momento el protagonista principal, interpretado magistralmente por Harvey Keitel.
El personaje principal, que discurre innombrado por toda la película, es un director de cine –alter ego del propio Angelopoulos- que viaja de EE.UU. a su tierra natal, Grecia, de donde había huido en los años setenta, tratando de escapar de la dictadura de los coroneles. El objetivo del viaje es presentar su última película, aunque su auténtica razón es localizar tres viejas bobinas sin revelar que podrían contener las primeras imágenes de la historia del cine griego, rodados por los pioneros hermanos Manakis. Esa peregrinación a los orígenes del cine es a la vez una odisea –de ahí la referencia a Ulises- que, tras la caída y ruina del comunismo, le lleva a través de desolados paisajes y ciudades heridas de muerte. También es una especie de introspección intelectual por esa mitteleuropa cultural (voz alemana que se refiere a cierta Europa central) que Claudio Magris describiera en su excelente El Danubio.En este sentido, merece la pena recordar el magistral largo plano secuencia que nos muestra el lento descenso por ese mismo rio de una gran barcaza que trasporta una monumental escultura de Lenin decapitado. La efigie del histórico líder soviético viaja, arrumbada en la cubierta, para ser vendida a un coleccionista de arte alemán. Paradójico final: el héroe de la fracasada revolución rusa, tal vez terminó decorando los jardines de un rico empresario.
El protagonista, atraviesa Albania, pasa por Bucarest en Rumanía, por Skopje en Macedonia. En Belgrado, la que fuera capital de la desmembrada Yugoslavia y actual Serbia, un amigo periodista, mientras escuchan los estallidos de las bombas, le indica que él llegó a tener las bobinas de película pero que, por seguridad, se las envió a un compañero de Sarajevo. Antes de despedirse, ebrios y abatidos por la nostalgia, brindan en plena calle desierta: «Por el mundo que no ha cambiado a pesar de nuestros sueños. Por Kavafis, por el Ché Guevara, por Mayo del 68, por Murnau, por Dreyer, por Orson Welles”.
Una vez en Sarajevo, mientras una orquesta de jóvenes croatas interpreta bajo la niebla la magnífica banda sonora de la película, compuesta por Eleni Karaindrou, el voluntario responsable de lo que queda de filmoteca le comenta: «La niebla es el mejor amigo del hombre. Es el único momento en que la vida vuelve a ser normal, casi como antes, porque los francotiradores paran por falta de visibilidad.» Y añade: “debe de tener Ud. una gran fe o una gran desesperación para venir hasta aquí por algo que no existe. Solo están presentes la guerra, la locura y la muerte”.
La Mirada de Ulises es un viaje en el espacio y en el tiempo,nos trae la historia al presente para hablarnos de otras guerras pasadas, pero también de otros momentos felices –inolvidables los recuerdos de su infancia o las referencias a un antiguo amor- sin los que nunca podríamos coser la historia de Europa. La película es asimismo un homenaje a la historia del cine o, por lo menos, a una manera de entenderlo. Angelopoulos murió el mes de enero del año 2012 mientras rodaba El otro mar, la película inconclusa que pretendía adentrarse en las calles de Atenas y en la vida de sus habitantes, empobrecidos, humillados, afectados e indignados por la última grave crisis.
Unos años después, Varados, el último documental de Helena Taberna, que estos días se puede ver en algunos cines -muy pocos-, es también una notable reflexión sobre los campos de refugiados en Grecia y sobre las condiciones trágicas y, literalmente, desesperadas –esperanza de libertad imposible- en las que viven sus moradores. No es ninguna casualidad que el último plano de la película sea un homenaje a La mirada de Ulises. Ambas obras beben de esa tradición cinematográfica que nos permite mirarnos en otros ojos, como el propio Angelopoulos dice, y a través de ellos traspasar fronteras para saber algo más de nosotros mismos. Tal vez el cine, junto a la fotografía (¿no son lo mismo?) hayan sido los mejores y más justos testigos de nuestro tiempo. Ahora que algunos augurios señalan el final de las formas clásicas de realizar y mirar el cine, los cine clubs siguen siendo una extraordinaria resistencia a esa muerte anunciada. ¡Qué sea por muchos años!