FRATERNIDAD

Tras una reñida contienda, Donald Trump y el Partido Republicano han perdido las elecciones presidenciales de EE.UU. En los próximos meses, si no se producen alteraciones imprevisibles en el sistema, conoceremos si con el moderado demócrata Joe Biden se iniciará una nueva etapa para ese país y, en cierta medida, para el resto del mundo. 

En cualquier caso, aunque el personaje se retire de la primera fila del teatro de operaciones, ya nadie niega que el “trumpismo” ha venido para quedarse una larga temporada y, al parecer, sus modos de hacer y entender la política se están extendiendo de un lado a otro del planeta. En Los talleres ocultos del capital, Nancy Fraser (Traficantes de sueños, 2020) nos recuerda que Trump, con todas las polémicas que le rodean, tal vez sea la expresión más exagerada -por no decir dramáticamente caricaturesca- de una larga década de crisis continuadas. Podríamos decir, parafraseándola, que este ciclo comenzó con la crisis inmobiliario-financiera de principios de siglo y, ahora, continúa con esta causada por la pandemia de consecuencias sociales y económicas imprevisibles. Esta reconocida filósofa política y profesora de Ciencias Sociales en Nueva York, nos señala que en paralelo a este alarmante fenómeno también han tenido lugar otros, tal vez menos esperpénticos, pero de igual o mayor trascendencia: el Brexit en el Reino Unido; la pérdida de influencia política de la Unión Europea en el continente euroasiático, frente a Rusia y China, con sus políticas de expansión y la imprevisible y preocupante alteración del mapa geoestratégico y militar global; el desgaste de las políticas económicas progresistas de la socialdemocracia histórica y la degradación de lo que se venía conociendo como estado del bienestar; la emergencia de fuerzas  sociales que reclaman más democracia igualitaria y ampliación de derechos para todo el mundo y, en contraposición, el auge creciente de partidos racistas, con figuras como Orban en Hungría o Bolsonaro en Brasil, por poner dos ejemplos de dirigentes en el poder, en paralelo al surgimiento de otras fuerzas autoritarias parecidas en casi todo el mundo que, como en el caso de VOX en España no duda en ensalzar al franquismo, podrían calificarse incluso como protofascistas.  

Estas formaciones políticas de ultraderecha y sus líderes, igual que el “trumpismo”, se han hecho visibles en el panorama internacional enarbolando políticas etnonacionalistas, antiinmigrantes y procristianas –en su sentido más reaccionario- abiertamente capitalistas y neoliberales, racistas, patriarcales y homófobas. En este texto me refiero, sobre todo, al ámbito euro-atlántico. 

Son fuerzas políticas que, tras un aparente populismo nacionalista antiglobalizador, proteccionista, incluso obrerista, en el fondo, secundan políticas económicas y sociales clasistas. A la hora de la verdad – y no hay más que comprobarlo en los parlamentos correspondientes- apoyan cualquier medida de liberación del sector público (aunque a veces lo ocultan tras algunos aparentes y bulliciosos gestos para su galería de votantes); como sus compañeros de viaje, los partidos conservadores y liberales, proponen el desmantelamiento, aunque sea paulatino, de las prestaciones sociales públicas y, por supuesto, no dudan en asumir todo el pragmatismo neoliberal de los organismos económicos, entidades bancarias  y conglomerados empresariales internacionales. Eso sí, con Estados militarizados y autoritarias políticas de orden público que puedan impedir cualquier insurrección. Como los liberales seguidores de cualquier manual de economía clásico, persiguen una reducción radical de impuestos -el civismo fiscal es una de las pocas medidas redistributivas del sistema económico-  y, aplicando a rajatabla las políticas de austeridad en el gasto público que desde hace décadas venían promoviendo el Banco Central Europeo y el FMI, conseguir así la privatización completa de los servicios sociales (parece ser que la pandemia y sus posibles efectos desestabilizadores les está obligando a pensar su estrategia y, en  cierto modo, proponiendo algunos ajustes redistributivos, más coyunturales que estructurales, posponer sus políticas temporalmente). Pero, tarde o temprano, si las presiones políticas y sociales no se lo impiden, seguirán intentando desmantelar lo poco que la socialdemocracia ha mantenido del estado del bienestar (hace años la histórica líder conservadora Margaret Thatcher dijo que el socialdemócrata Tony Blair fue su mejor creación). Esa fue la gran operación de minimización del papel social del Estado y de la influencia del  movimiento obrero que “la dama de hierro británica” inició en la década de 1980, con el buen consejo de los alumnos más destacados de la Escuela de Economía de Chicago que a su vez, de la mano de Ronald Reagan, entonces presidente de EE. EUU, y sus políticas internacionales, consiguieron expandir por todo el mundo (Chile fue su primer laboratorio y la punta de lanza en el continente latinoamericano). 

La derecha liberal, y VOX a su lado en el caso español, con el argumento hipócrita de que nos rebajarán las obligaciones fiscales, pretende que cada ciudadano, mediante seguros particulares o créditos bancarios de todo tipo, con el consiguiente endeudamiento, nos paguemos no solo la vivienda (que lamentablemente ya es solo un bien de uso absolutamente vinculado a la propiedad privada y convertido, además, en una más de las líneas de especulación empresarial y financiera), sino también la escuela o la universidad, la sanidad, las jubilaciones, las residencias de ancianos o cualquier otro tipo de prestación social o cultural; incluso la seguridad ciudadana (de hecho ya es conocido el proceso imparable de crecimiento de las compañías especializadas y la externalización de muchos servicios de orden público, incluso la aparición de fuerzas mercenarias, vinculadas a la industria armamentística, que colaboran de forma regular con los ejércitos nacionales en el control de las fronteras o en otro tipo operaciones militares). 

Tal vez, lo más preocupante  de este discurso –no necesitas que el estado te garantice ningún derecho que no puedas conseguir por tus propios méritos- es que poco a poco está calando en las clases medias, que están dejando de confiar en los servicios públicos, cada día más degradados por sucesivos y estratégicos recortes presupuestarios. (Madrid es el buque insignia español). Las capas más empobrecidas de la sociedad se sienten cada vez más excluidas del sistema y, ante las enormes dificultades y presiones que tienen las fuerzas progresistas para abordar políticas contra la desigualdad desde la raíz, a veces, paradójicamente, trasladan su confianza electoral a las fuerzas políticas que peor les van a tratar. (Los recién aprobados presupuestos generales de este gobierno de coalición, con todas sus buenas intenciones y aciertos, serían un  buen ejemplo del quiero, pero no puedo más. Otra demostración de las diferencias entre los sectores liberales y progresistas).

En paralelo, estas políticas económicas neoliberales, siempre van acompañadas de una guerra cultural contra refugiados o migrantes, mejor dicho contra refugiados y migrantes pobres. No paramos de ver, aquí y allá, constates exaltaciones patrióticas, enarbolando muchas y grandes banderas nacionales al grito de un “nosotros primero” defensivo. Es un desahogo que naufraga y se hunde –nunca mejor dicho, teniendo en cuenta cuántas personas mueren en el mar, en sus tránsitos heroicos o en los “campos de concentración” que detienen sus sueños- en sus propias contradicciones, porque los datos dicen todo lo contrario. Tan solo hay que hacer un simple análisis de sociología laboral para comprobar que son ellas y ellos quienes llevan a cabo casi todos los trabajos menos gratificantes y peor remunerados y muchas veces en condiciones laborales lamentables (a pesar de eso, los votos a VOX se han incrementado, de manera exponencial,  precisamente en las zonas donde se concentra la mayor mano de obra emigrante, como el sur de Madrid o las zonas agrícolas de Murcia o Almería). En definitiva culpabilizar a las migrantes, además de una discriminación racista intolerable  es, sin duda, contraproducente para el desarrollo económico y demográfico. Esta política aplicada hasta sus extremos supondría la exclusión, criminalización y, en consecuencia, la  ilegalización y expulsión de cientos de miles de personas que viven y trabajan con y entre nosotros, que son necesarios para que la sociedad no envejezca, prospere y se regenere culturalmente. 

Detrás de estas políticas y soflamas, en apariencia proteccionistas, se esconde una retorcida estrategia de confrontación malintencionada entre raza y clase. Stuart Hall en El triángulo funesto. Raza, etnia, nación (Traficantes de sueños, 2020) siguiendo a su maestro el histórico afromilitante W.E.B Du Bois, lo expresa muy bien: “raza’ es uno de esos conceptos maestros que organizan a lo largo de la historia las diferencias que operan en la sociedad. Es el eje central sobre el que se sustenta una estructura jerárquica de segregación permanente. Por tanto, conviene tener muy presente que las visiones binaristas del racismo, que se esfuerzan por polarizar y separar, tratan de enmascarar las tramas en la que nuestras historias y culturas siempre se han entrelazado e interpelado; pretenden ocultar lo absolutamente necesario que, para nuestro sentido complejo de la identidad, seguimos siendo seres humanos que vivimos unos juntos a otros, sea cual sea el color de nuestra piel”. 

En el mismo sentido se expresa bell hooks (Gloria Jean Watkins),una de las muchas teóricas feministas y antirracistas que vinculan siempre sus luchas identitarias a estrategias que confluyan en un movimiento amplio emancipador igualitarista, enraizado en políticas capaces de transversalizar las luchas de género, raza y clase. Ya en 1987 en su célebre ¿Acaso no soy yo una mujer? Mujeres negras y feminismo (consonni, 2020) escribió: “Como personas de color, nuestra lucha contra el imperialismo racial debería habernos enseñado que allá donde se dé una relación entre amo y esclavo, entre oprimido y opresor, la violencia, el amotinamiento y el odio calarán en todos los aspectos de la vida. No habrá libertad para el hombre negro mientras siga defendiendo la subyugación de la mujer negra. Y no habrá libertad para el hombre patriarcal de todas las razas mientras defienda la subyugación de la mujer (…). La libertad (y por dicho término no querría evocar un mundo insípido y holgazán en el que cada cual hace lo que le place) en tanto que igualdad social positiva que garantiza a todos los humanos la oportunidad de moldear sus destinos del modo productivo más saludable y común solo podrá ser una realidad completa cuando nuestro mundo deje de ser racista y sexista (…) ser feminista, en la verdadera acepción de la palabra, es desear la liberación de los roles de género sexista, la dominación y la opresión para todas las personas, hombres y mujeres (…) nuestra única esperanza para redimir la vida material de los negros es hacer un llamamiento a que se redistribuyan las riquezas y los recursos, lo cual no es solo una crítica al capitalismo, sino un reto increíble al capitalismo”, concluye.  

Para la extrema derecha actual, también la lesbiana, el homosexual o el transexual serían figuras de la antirraza, porque  representarían la encarnación de una débil moral y una decadencia  de las costumbres totalmente antinómicas de la virilidad, tan característica del franquismo, fascismo y el nazismo.

Es innegable que el resurgimiento del racismo y de la extrema derecha en todo el mundo tiene causas socioeconómicas, íntimamente ligadas a las nuevas formas de explotación laboral y precarización social, causadas por las estrategias más perversas del capitalismo global y financiero. Parafraseando de nuevo a Nancy Fraser, ahora en «Saltar de la sartén para caer en las brasas. Neoliberalismo progresista frente a populismo reaccionario», publicado en En el gran retroceso.Un debate internacional sobre el reto urgente de reconducir la democracia Ed. Seix Barral, 2017 se podría afirmar que  los votos que recibe la extrema derecha en todo el mundo son el reflejo político subjetivo de la crisis estructural del capitalismo; pero el malestar, desde su punto de vista, no se debería paliar con el odio o, por lo menos, con un tipo de odio que busca culpables en el lugar equivocado y confunde los objetivos de la rabia. 

Ante esta situación de políticas basadas en el enfrentamiento racial, que a la vista de los réditos electorales se podrían prolongar durante años y seguir causando un deterioro extremo de las relaciones sociales, nos tendríamos que preguntar por qué, a lo largo de estas décadas, los partidos y movimientos progresistas han definido sus políticas pensando mucho más en la libertad y la igualdad -lo que Fraser llama políticas del reconocimiento- y han olvidado la fraternidad; es decir, han dejado en un lugar secundario las políticas de la redistribución, cuestión recogida en ¿Redistribución o reconocimiento. Un debate entre marxismo y feminismo (Traficantes de sueños, 2016) el tantas veces mencionado dialogo entre la mencionada Fraser y la también filósofa Judith Butler

Según Fraser, las bases estructurales del racismo tienen tanto que ver con la falta de reconocimiento, como con el estatus social y la clase. Según ella, las injusticias contra libertad y la igualdad nunca podrán ser vencidas mientras no prosperemos en la fraternidad y la distribución. No hace mucho Guy Standing, autor de El precariado. Una nueva clase social (Pasado&Presente 2013) y firme defensor de la renta básica universal, repetía la ya clásica aporía. “No puedes ser libre si eres pobre”.

En alguna ocasión, el artista Manuel Saiz me comentó que uno de los grandes problemas de la modernidad era que la clásica trilogía de las ideas fundacionales de la revolución ilustrada la hemos enunciado siempre poniendo en primer lugar la libertad individual y dejando detrás la igualdad y, al final, la fraternidad; y añadía, que para pensar otro mundo posible, tal vez, manteniendo su trinidad indivisible, tendríamos que alterar el orden y situar la última en primer lugar. La disposición de las palabras puede alterar sustancialmente el sentido final de cualquier enunciado.

Ahora mismo, parece indiscutible que con esta pandemia, y las sucesivas crisis que se puedan derivar de ella, los parámetros políticos y los valores sobre los que hemos fundado las democracias liberales se verán alterados desde sus propias raíces históricas. Cuando Antoni Domènech en El eclipse de la fraternidad. Una revisión republicana de la tradición socialista intenta desentrañar el significado del concepto democracia, tras un análisis exhaustivo de los principales hitos históricos de la revolución francesa –época que dio inicio al constitucionalismo contemporáneo-, llega a la conclusión de que “democracia” es el gobierno de los pobres ya libres, un régimen político capaz de incorporar a todas las personas, asegurando su “derecho a la existencia” sin necesidad de dependencias patriarcales. Democracia sería, entonces y también hoy, fraternidad y fraternidad sería democracia.

En el mismo sentido se expresa César Rendueles en su último libro, Contra la igualdad. Un panfleto igualitarista, cuando dice que la desigualdad ha secuestrado la democracia y, mientras la libertad se ha convertido en el valor a reivindicar por excelencia, la igualdad material sigue ausente de los programas de los partidos –por lo menos desplazada a un lugar periférico de los debates-  a excepción de la llamada “igualdad de oportunidades”, que no deja des er una forma de elitismo que, bajo el eufemismo del empoderamiento personal, beneficia casi siempre a los que más tienen y pueden.  

Soy consciente de que el “internacionalismo (con)federalista”, del que me siento heredero, ha envejecido mal a consecuencia del globalismo neoliberal, astutamente camuflado por un cosmopolitismo más estético que ético. A pesar de todo, sigo siendo un iluso defensor de la vieja fraternidad universal que, por cierto, también comparte raíces con algunos principios teológicos de las religiones judeocristianas y musulmanas: ahí está el célebre, pero tristemente olvidado, precepto cristiano “amarás a tu prójimo como a ti mismo”, que también se puede sobrentender en el contenido del reciente Documento sobre la fraternidad humana por la paz mundial y la convivencia común, firmado por el Gran Imán de Al-Azhar y el Papa Francisco.  

Sin embargo, a la vista de la deriva ultranacionalista, proteccionista y conservadora en la que parece estar el mundo -con un preocupante repliegue hacia posiciones religiosas fanatizadas- me temo que seguimos pensando las naciones únicamente como refugios amurallados, como ese “nosotros primero” defensivo, y sus correspondientes banderas acaban arrojándose unas contra otras (incluso en sus formas más banales como las confrontaciones deportivas). En las múltiples imágenes que están apareciendo por doquier durante la pandemia -lo de las mascarillas abanderadas o el alarde de las luces rojigualdas navideñas de Madrid son ejemplo palmarios- se vuelve a constatar que tras la parafernalia patriótica, casi siempre jaleada en nombre de la libertad, en demasiadas ocasiones se oculta un profundo y nauseabundo sentimiento de odio al diferente, sobre todo si este es pobre; es decir, clasismo y racismo antifraternal.

Siempre he pensado que la mejor forma de patriotismo es cumplir y hacer cumplir las leyes que nos hemos dado, nos gusten más o menos (de hecho si nos parecen injustas y fuera preciso habría que tratar de cambiarlas democráticamente ya que nuestro derecho a las movilizaciones sociales forman parte irrenunciable de las luchas reivindicativas); pagar honradamente los impuestos que, sin trampa ni cartón, nos correspondan y así contribuir al sostenimiento de los servicios públicos y favorecer el bien común; respetar todas las diferencias políticas e identidades que nos constituyen en sociedad, en comunidad de vecinos, país, nación o Estado, sea cual sea su configuración. Esto es para mí, en esencia, ser ciudadano. Si se cumple con esas premisas, a nadie se le puede exigir ni obligar a besar banderas de ningún tipo. Admito que muchas personas puedan sentirlas, incluso idolatrarlas, ondearlas, colgarlas en sus balcones o llevarlas consigo de forma visible, pero igual que respeto su derecho a amarlas, reclamo que hagan lo mismo con los que no tenemos ningún interés por ellas y simplemente nos limitamos a aceptarlas democráticamente como hacemos con el resto de los símbolos, nos gusten más o menos, nos parezcan oportunos o impertinentes. 

Pero, al parecer, los vientos que enarbolan las banderas también traen los ecos nostálgicos del régimen franquista. Estos días ha sido noticia un intento de pronunciamiento militar contra el actual gobierno de coalición progresista, promovido por un grupo numeroso de militares jubilados, al parecer simpatizantes o seguidores de VOX, donde alguno de ellos ha llegado a decir que, simplemente por sus ideas, habría que fusilar a la mitad de los españoles. Con esta vuelta al orden que propone la extrema derecha lo que realmente se está persiguiendo son modelos de gobierno autoritarios que se apoyarían en la impunidad de las fuerzas de orden público y el abuso judicial, con el consiguiente menoscabo de nuestros derechos -de por sí bastante mermados- y la militarización de la sociedad, no solo aumentado el poder del ejército, también permitiendo el uso particular de armas. La impunidad de la policía (las torturas, malos tratos y humillaciones personales de todo tipo) se justificaría siempre con el argumento de la prevención del terrorismo y del mantenimiento del orden social (nuestra libertad, o lo que quede de ella, la pagaríamos con un aumento de todo tipo de medidas de control, censura, vigilancia sin restricciones y arbitrariedad ejecutiva). Las políticas aparentemente proteccionistas de la extrema derecha, que en realidad son liberales, se apoyan en la vuelta a un Estado autoritario que puede socavar nuestra libertad y, desde luego, silenciar cualquier atisbo de crítica social. La discrepancia política y la libertad de expresión serían cercenadas y todos tendríamos que comportarnos según los valores de ese nuevo orden. Una dictadura en toda regla. 

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